Análisis de Nuclear Throne

El campo que mejor trabaja Vlambeer es el juego pequeñito y muy pulido, el arcade minúsculo e infinito. Super Crate Box, su debut, es una carta de presentación rotunda a la que le han salido imitadores por todos lados, la mayoría de ellos ajenos a lo que hace grande a esta oda al arma en los videojuegos; Ridiculous Fishing es de los que redimen al smartphone como plataforma a tener en cuenta, una categoría en la que no faltan ejemplos pero que el mercado se empeña en asfixiar; Luftrausers es un juego de combates aéreos que apenas tiene nada, que es todo lo que necesita.

Nuclear Throne es la culminación de todas las ideas que han ido ensayando durante los últimos cinco años. Es fácil encontrar las referencias a sus juegos anteriores (mi favorito es la Disc Gun, un arma infumable que viene de Super Crate Box y que hace que en la pantalla de carga entre niveles aparezca la frase «We hereby sincerely apologize», también relacionada con un logro), aunque no son lo importante; mejor es ver cómo las trascienden y las retuercen y las dejan atrás. Decir que Nuclear Throne es el mejor juego de Vlambeer es decir poco; creo que es uno de los mejores ejemplos de una manera concreta de entender el videojuego arcade, un juego que apunta al infinito, como los intocables de su escuela.

Esa ambición es la que hace que sea distinto de sus predecesores. Aquí siempre parece haber un giro, una vuelta, un guiño o un nuevo portal que hace que la forma en que vemos el juego cambie considerablemente. Es un arcade de pegar tiros a enemigos mientras evitamos que ellos nos peguen tiros a nosotros, ok; los niveles se generan al azar, por lo que la capacidad de improvisación es más importante que la memoria, ok; un solo golpe nos quita un buen fragmento de la barra de vida, y es más o menos fácil recibir por todos lados, así que es difícil. Ok.

La barra de mutaciones, decía. Esa barra nos cuenta una historia: la de la partida que estamos viendo, concretamente, de dónde viene y hacia dónde puede ir. No nos cuenta lo mismo alguien con Rhino Skin, Sharp Teeth, Bloodlust y Strong Spirit que uno con Back Muscle, Trigger Fingers, Eagle Eyes y Lucky Shot. El primero puede permitirse más fallos: los cuatro puntos de vida extra que le da Rhino Skino van muy bien para poder permitirse algún golpe que otro, que se convierten en daño también para los enemigos que nos rodean gracias a Sharp Teeth; Bloodlust, que nos da algo menos de un 8% de posibilidades de recibir un punto de vida al matar a un enemigo, ayuda a mantener la barra de salud (que ahora es parte de nuestra estrategia ofensiva) más o menos cargada, y Strong Spirit es un seguro por si nos pasamos de arriesgados: gracias a esta mutación, los golpes letales reducen nuestra saluda a 1, en lugar de matarnos. El segundo jugador es alguien que ha venido aquí a matar: Lucky Shot hace que, de forma parecida a Bloodlust, algunas muertes nos den munición, y Back Muscle aumenta el total de balas, flechas y demás que podemos llevar encima; Trigger Fingers hace que el tiempo que tarda en recargarse un arma sea menor si viene precedido de una muerte, y gracias a Eagle Eyes las armas son considerablemente más precisas.

Estas dos partidas han sido muy distintas, y es fácil deducirlo por las mutaciones que se ven arriba. Es una diferencia menos sutil de lo que parece si no has jugado nunca a Nuclear Throne; las variaciones en los valores que mueven el juego son tan explícitos porque el tipo de partidas de uno, tres, cinco o diez minutos que se proponen (la mayoría: es posible jugar más tiempo, pero el aumento de dificultad a partir de cierto momento es tan exponencial que es casi literalmente imposible alargar artificialmente el tiempo que se tarda en terminar un nivel) necesitan de esta visceralidad, de esta falta de sutileza que en realidad es tan sutil, tan precisa, tan perfecta.

Sería redondo (lo era ya cuando yo empecé a jugar; entonces todo era muy diferente: no estaban las muy mejorables versiones de consola para dejarnos mal sabor de boca) solo con lo básico, pero los dos años de Early Access, el apoyo de una comunidad siempre dispuesta a llevar al límite los experimentos de Vlambeer y las buenas ideas de un equipo de oro (no solo el diseño de mecánicas y sistemas es brillante: los sprites tienen todo para ser nuevos iconos dentro del imaginario del videojuego, y la banda sonora es mi favorita de 2015) han terminado de dar forma al resto: las coronas, las ultra mutaciones, los niveles secretos, los jefes del loop… Durante un tiempo tuve este miedo: ¿y si Nuclear Throne en realidad no es tan bueno como creo? ¿Y si ha sido el seguimiento, semana a semana, que hemos hecho de su desarrollo, el recibir con alegría las novedades y mejoras más brillantes y el sufrir de buena gana los cambios a peor, lo que nos ha llevado a tener esta familiaridad casi antihigiénica?

Y no es que se disfrute poco jugando. Antes de liarse con todo lo demás, en Vlambeer tenían ya muy clara la importancia del control. Solo con una experiencia cómoda, precisa y justa, en definitiva, se podría tolerar el reto que propone Nuclear Throne. Aquí se aprende por las malas, muriendo una y otra vez; lo que parecía la partida perfecta suele terminar cuando menos te lo esperas, de la peor forma posible. Dice el juego, en uno de sus infinitos y brillantes mensajes entre pantallas, que it’s not fair, it’s not right». Pero sí lo es. Claro que lo es. Y por eso el lamento dura lo que tarda el dedo índice en llegar a la R de Retry.

Nuclear Throne es increíblemente adictivo por muchas razones, todas buenas, pero quizás la más destacable es ese gustico elemental que produce cada disparo. Diría que es algo difícil de explicar si no fuera porque Jan Willem Nijman, el diseñador, lo hizo ya con esa charla que nunca dejaremos de enlazar. Sobre la contundencia de las armas, ciertamente, se podría escribir un libro. Vlambeer ha construido su mayor proyecto a partir de un detallito, de algo tan fantásticamente arcade como el clic de un gatillo. O de cien. Lo importante no es apuntar, sino disparar.