Más allá del cielo de acero

Aviso: este artículo contiene spoilers de Final Fantasy VII Remake y del Final Fantasy VII original. Una lectura sin revelaciones sobre el remake puede encontrarse en nuestro análisis, y sobre el original en este reportaje.

Aeris sabe cosas.

Está bien que así sea, porque una parte considerable de la gente que ha jugado o está jugando a Final Fantasy VII Remake también sabe cosas; como mínimo, Square-Enix tiene presente a esa gente que sabe cosas, o las cosas que sabe esa gente. Trabalenguas aparte, sabemos, desde que la vemos entre las caóticas calles de Midgar después del atentado al reactor de Mako que abre el juego, que Aeris está destinada a morir; sabemos también que Final Fantasy VII Remake solo cubre la parte de Midgar, lo que en el primer juego era una suerte de introducción o primer capítulo previo a la salida del grupo protagonista al mundo abierto, así que Aeris está destinada a morir en otro juego, dentro de un tiempo. Es, por supuesto, el secreto peor guardado de todos los tiempos; está a la altura de lo de Bruce Willis en El sexto sentido o que Darth Vader sea el padre de Luke en Star Wars. Es uno de esos spoilers que son cultura general: podría salir en Saber y ganar y no habría motivo de queja.

Pero mientras llega ese momento, queda claro, y el final del remake lo confirma, que Aeris sabe cosas. La sospecha está ahí desde el principio. El primer encuentro con Aeris, en los primeros compases del juego, ya te enfrenta a uno de los recursos más sorprendentes de Square Enix para esta reimaginación de Final Fantasy VII: los Ecos del Destino. En un giro (por ahora) increíblemente metanarrativo, el remake integra en su propia historia un mecanismo que evita que las cosas no se desvíen demasiado de su curso, y estos Ecos, las apariciones fantasmales que están atosigando a Aeris cuando Cloud, de camino a la estación de tren para volver al Sector 7, se encuentra con ella, se interponen en el camino de aquellos personajes que amenazan con cambiar el curso de la historia del juego original. En aquel, por ejemplo, Cloud accede a acompañar a Avalancha al ataque al reactor del Sector 5 a cambio de más dinero; a regañadientes, Barret acepta pagarle más que en la primera misión después de que Tifa, amiga de la infancia de Cloud, le explique que Avalancha necesita ayuda para cumplir su objetivo. En el remake, por el contrario, Barret le dice a Cloud, después de reunirse con el resto de la célula, que no van a necesitarle para ese trabajo; Cloud acepta, se despide del grupo y se va a dormir, y es entonces cuando Tifa va a buscarle: los Ecos del Destino han invadido el Sector 7, y literalmente guían a Cloud por sus calles para que se reúna con Barret y Jessie y vaya con ellos al reactor del Sector 5.

Del mismo modo, los Ecos detienen a Cloud cuando, tras caer en el lecho de flores de la iglesia en el Sector 5 y reencontrarse con Aeris (recordemos, aunque no venga mucho a cuento, las eternas palabras de nuestra florista favorita, siguiendo la inimitable traducción de 1997: «Dicen que en Midgar no crecen ni la hierba ni las flores, pero por algún motivo, las flores sí»), está a punto de matar a Reno, algo que no sucede en el original; más adelante, ya en las instalaciones de Shinra, los Ecos se llevan al Profesor Hojo cuando está a punto de desvelarle a Cloud detalles sobre su pasado que en el original no le son revelados hasta casi el final; el poder de los Ecos para alterar los acontecimientos hasta conseguir que se ajusten a la línea temporal que ya conocíamos queda claro cuando le devuelven la vida a Barret, que en un inesperado giro de los acontecimientos es asesinado por Sefirot.

Es precisamente Sefirot quien, sabiendo qué intentan hacer los Ecos, los provoca en la autopista que en el original marca el final de la sección de Midgar, y que en el remake es escenario del final del juego. Uso ese verbo por un motivo: toda la presencia de Sefirot en el juego es pura provocación. El final de Final Fantasy VII Remake es el clímax de esa provocación: consigue manipular a Cloud para que elimine al Presagio, una «amalgama de Ecos», según la descripción que da el propio juego, con cuya muerte termina Final Fantasy VII tal y como lo conocíamos. Ya nadie se encarga de mantener inalterado el curso de los acontecimientos; Aeris, que hasta ese momento sabía cosas, se enfrenta en ese momento a la «libertad infinita y aterradora» sobre la que había advertido a Tifa, Cloud, Barret y Red-XIII antes de que atravesaran el portal hacia el cruce del destino: todo lo que sabía ya no le sirve de nada, un vértigo con el que no es difícil empatizar, porque es el mismo que sientes tú: el de la libertad infinita, aterradora.

En los últimos minutos del juego, Tetsuya Nomura, que tiene más peligro que la sala de guionistas de Perdidos entera, se asegura de dejar suficientes cabos sueltos como para mantenernos atentos a lo que pueda venir en el futuro: ahí está Zack, adición de última hora al dramatis personae del remake, llevando a cuestas a Cloud hacia Midgar, cuando en realidad debía haber muerto mucho antes del primer atentado contra el reactor del Sector 5; ahí está Biggs, encamado y recuperándose, cuando dabas por supuesto que había muerto, porque es lo que le pasaba en el original y porque lo habías creído ver con tus propios ojos. Sefirot, maestro de la manipulación, habla de unos siete segundos sobre los que pueden correr (y correrán, sin duda) ríos de tinta en foros de medio mundo. Es una bomba de relojería; una situación midicloriana, por así decirlo, de esas que te obligan a perderte en explicaciones sin sentido que acaban quitándole fuerza a lo que de verdad importa y desviando la atención hacia los lugares más intrascendentes.

Más interesante que todo lo que está por venir (que desde luego me interesa, vaya eso por delante) me parece el arriesgado truco de magia que Nomura y compañía han llevado a cabo con este remake. Aunque para mi gusto menos efectiva, es una jugada que bien podría ser de la misma familia que la que se sacó de la manga Hideo Kojima con Metal Gear Solid 2 al hacer creer a todo el mundo que el protagonista iba a ser Solid Snake cuando en realidad es Raiden; es un engaño que, como en Final Fantasy VII Remake, no solo se proyecta hacia fuera sino que forma parte fundamental del juego mismo. En el Final Fantasy VII original, la manera en que Sefirot se aprovecha de las inseguridades de Cloud es uno de los puntos clave de la historia; en el remake, Sefirot no solo utiliza a Cloud para deshacerse de los Ecos del Destino (quizá con la intención de llevar a buen puerto su plan, desbaratado en el juego de 1997, de fusionarse con el planeta y convertirse en una deidad) sino que utiliza al jugador para deshacerse del Final Fantasy VII que recordaba, una artimaña narrativa que permite a Square Enix emprender caminos totalmente nuevos con las esperadas próximas entregas. Tiene sentido, así, que el juego se llame Final Fantasy VII Remake, sin ningún marcador que indique que es la primera parte o que va a ser un juego episódico: el remake de Final Fantasy VII es lo que hemos jugado hasta ahora, con sus atentados a los reactores y su Mercado Muro y sus dominadas y su puzzle de los brazos mecánicos; lo que venga en adelante será otra cosa distinta.

Digo que es arriesgado no porque sea una traición a la nostalgia sino porque, en última instancia, deja un poco en tierra de nadie las varias decenas de horas de esta entrega inaugural; de hecho, no solo no me parece una traición sino que por momentos podría incluso considerarlo un ejercicio de nostalgia puramente fetichista. El impacto habría sido mucho menor, seguro, si lo que aquí ocupa un juego entero (con sus ampliaciones y su irse por las ramas) se hubiese despachado en el ratito no excesivamente largo que dura Midgar en el original; quizá merezca la pena, en el fondo, que el truco haya sido de esta manera. Ahora está por ver qué hay bajo ese «cielo azul sin límites» del que hablaba Aeris, qué depara esa «libertad infinita y aterradora» por la que Square Enix ha apostado matando simbólicamente al que quizá sea su videojuego más importante y recordado.