Un análisis de Skate Story

Yo había matado la quinta LUNA

Después de tantos años, Sam Eng demuestra estar a la altura de las altísimas expectativas y firma un juego único, profundo y radicalmente inusual.

Llevamos tanto tiempo esperando Skate Story que casi tengo que comprobar dos veces si el icono del juego está en la consola, como si de alguna manera Sam Eng y Devolver Digital pudieran gastarle a uno una broma pesada haciéndole creer que tiene instalado un juego que no existe. Hay algo de autodefensa en esta desconfianza: cuando se anunció, en 2022, tenía que salir en 2023; en 2024 era arriesgado colocarlo en las listas de los juegos más esperados; ni habiéndolo jugado a mediados de aquel año, habiendo tenido ya en mi biblioteca de Steam una demo, me sorprendió encontrarme de nuevo con el Skater de Cristal en el Devolver Delayed de 2024, ese desternillante evento con el que la editora independiente anuncia los juegos que se van a retrasar. Se entenderá que en diciembre de 2025 desconfíe incluso del dashboard de mi consola, que hasta la fecha nunca me ha mentido, que yo sepa, aunque para todo hay una primera vez, como suele decirse.

El mundo ha avanzado pero Skate Story sigue yendo de lo mismo: eres un demonio de cristal, nuestro inusual avatar en esta historia, y deseas comerte la luna, que brilla tanto que no te deja dormir; para ello, firmas un contrato con el Diablo, que te concede la capacidad de cometer el «pecado más allá del pecado» de patinar. Así comienza nuestra dantesca epopeya, una que nos lleva hasta lo más profundo del Inframundo siguiendo los pasos del Skater de Cristal, descendiendo poco a poco para comer más lunas y recuperar su alma, que es, como es sabido, la moneda de cambio preferida del Diablo. Es un viaje alucinógeno y alucinante, trascendental en un sentido tremendamente literal, que combina la abstracción de la filosofía o la poesía con la dura y fría literalidad del hormigón sobre el que haces kickflips y contra el que te destruyes en un millón de pedazos, cuando tu cuerpo de cristal besa el suelo al tropezar con la omnipresente hostilidad de Nueva York.

La ciudad de Nueva York tiene, y esto es algo que no es aparente desde el principio, la misma presencia que nuestro avatar de cristal. La Nueva York de Skate Story es tan real como un recuerdo; es una ciudad distorsionada e imposible, corresponsabilidad tuya —que la conoces— y de Sam Eng —que la ha vivido—. En la página web de Skate Story hay un texto legal en el que se lee «El logo de «Made in NY» es una marca registrada de la ciudad de Nueva York, y se usa con el permiso de la ciudad». Skate Story no sería Skate Story sin la ciudad de Nueva York, que en el juego se te presenta de manera fragmentada e iconizada: te la bebes a sorbitos, te vas disolviendo en ella golpe a golpe, hasta que —parece querer decirnos Sam Eng— tu ADN y el de la ciudad se fusionan un poco, a través de los raspones de tus rodillas.

Es un viaje increíble, en fin, al que te sometes gracias al impactante apartado audiovisual del juego. En Skate Story los gráficos y la música son tan importantes como el gameplay; en algunos momentos (en los mejores, me atrevería a decir) quizá sean más importantes. La incontinencia visual del juego es evidente e incontestable; a base de apilar efectos y procesos visuales, Sam Eng consigue dar forma a una de las experiencias más agresivamente impactantes que recuerdo, más cercana filosóficamente a Hyper Demon que a los Skate de Electronic Arts. Y sin embargo Skate Story consigue domar este tsunami de luces, colores, reflejos y partículas que él mismo ha provocado, hasta el punto de ser legible y jugable incluso cuando más ruido y mugre amenaza con ofuscar sin remedio la imagen; recomiendo, de hecho, activar el único efecto visual extra que el juego mantiene desactivado por defecto en las opciones gráficas: cuanto más sucio, mejor. Hay que jugarlo con la pantalla pegada a la cara y con el volumen al máximo, para que la banda sonora de Blood Cultures termine de obrar el milagro de aislarte por completo de la realidad. Igual que el Skater de Cristal quiere comerse la luna, uno tiene ganas de comerse la tele cuando está jugando a Skate Story.

Abstracciones y fantasías a un lado, Skate Story hace pie gracias a una estructura relativamente simple, alrededor de la que el juego construye sus seis o siete horas de gameplay más o menos lineal; sin salir de Devolver, el juego me ha recordado (géneros aparte) a lo que propuso en su momento Children of the Sun. En cada capítulo, más o menos a uno por luna, Skate Story propone una zona abierta en la que patinar libremente (acumulando Almas, la moneda del juego, y gastándolas en las tiendas que te vas cruzando) mientras cumples los objetivos que te van lanzando los delirantes personajes que pueblan esta Nueva York imposible; una vez resuelto eso, comienza algo así como una prueba final que te lleva al clímax del capítulo, en forma de jefe final. Personajes delirantes, jefes finales, quests y tiendas; seguimos hablando de un juego de skate, aunque si aíslas cada uno de sus componentes (entre los que hay también interludios, coleccionables, incluso poemas) cualquiera lo diría.

Y es un juego de skate muy de skate, en el que las curvas de aprendizaje paralelas del Skater de Cristal y de la persona que lo maneja al otro lado de la pantalla tienen una importancia sorprendente. Aterrizar bien un kickflip no es motivo de celebración, como en otros juegos, pero sí que tiene un peso y una ceremonia que alejan a Skate Story de la (deliciosa, por lo demás) ligereza arcade de un Tony Hawk’s Pro Skater. Solo en contadas ocasiones el verbo principal es otro que «patinar»; patinando es como profundizas en tu relación con el juego, y su enorme capacidad inmersiva depende en gran medida (50/50: insisto en que aquí los gráficos y el sonido importan mucho) de que el skate sea efectivo y memorable. Lo es. Lo es en general, por cómo las mecánicas generales del juego logran un equilibrio diabólicamente eficaz dentro de una experiencia como esta, relativamente breve y con un objetivo narrativo muy claro —personalmente, echo en falta un modo de juego en el que solo hiciera falta patinar y cumplir objetivos; el gameplay tiene más profundidad y posibilidades, me da la sensación, de las que el juego se permite explorar a fondo—; pero también lo es en sus detalles más específicos, que es donde está el Diablo, por cierto. Ya hablé en su momento sobre cómo «las físicas de la cámara hacen que la violencia de cada caída se note el doble, por si el hecho de que tu avatar se haga literalmente pedazos no fuera suficiente»; alegra ver en la versión final que este detallismo fascinante, casi irresponsable o enfermizo, mueve el juego hasta sus últimos compases, literalmente hasta los últimos minutos de la partida. Se ve en el roce crucial de la tabla con los bordillos en los que grindas y en la importancia de clavar un combo, cuando interiorizas los tiempos que se te piden para rematarlo en el momento justo; y se ve también en los rincones menos a la vista, como en el hecho de que las pegatinas con las que puedes decorar tu tabla se puedan usar solo una vez. ¿Tendría sentido que fuera de otra manera?

Son estos detalles, en apariencia independientes unos de los otros, los que acaban formando la constelación que es Skate Story, un todo coherente que tienes que aprender a ver pero que acaba dando, como la Osa Mayor, una dirección incontestable al juego de Sam Eng. Casi sigue pareciendo mentira que haya acabado saliendo; pero más mentira parece que la indescriptible apuesta por hacer que Jodorowsky y Tony Hawk se den la mano haya acabado dando un resultado tan potente. En el peor de los casos, Skate Story es un juego en el que se mezclan lo elevado y lo bajo, la inteligencia callejera del skate y la académica de la filosofía; en el peor de los casos, ya digo, Sam Eng combina ingredientes para lograr contrastes hiperestéticos, que se te graban en la memoria por su pura extravagancia. Pero creo que hay algo más que eso en Skate Story: hay un plus de sensibilidad en la forma en que el juego está estructurado y escrito, en la poesía de los poemas que rematan cada capítulo y en la coña pura de la energía de shitposter que emana con fuerza de los personajes más desternillantes de este Inframundo caótico. Es una sensibilidad que acaba arrojando luz y verdad sobre sus temas, encontrando la coña marinera que hay en todo poema y la poesía que hay en las payasadas más gordas, y también el yo qué sé qué trascendental o meditativo que hay en el skate, en el puro ejercicio de concentrarse para hacer un ollie cuando toca o mantener un manual. Es también un juego visceral y potente como un choque a toda velocidad contra una farola, y también en ese golpe sin mayor sentido hay una verdad que Skate Story sabe encapsular y transmitir. Han pasado muchos años pero, viendo el resultado, han merecido la pena: todos sabemos la importancia que tiene el skate, pero hasta ahora ningún juego lo había sabido representar de esta manera.

[ 9 ]

  1. Escriche

    Muy buen análisis Víctor!! Qué alegría que haya salido bien. Pude probarlo ayer y, hasta que le coja el punto a los combos y trucos, me quedo con las partes más lineales… eso sí, los mejores powerslides de la historia de los videojuegos de skate :O