El año pasado escribía en un artículo que era llamativa la tendencia de algunos juegos, pensados para el ocio y el descanso, que insistían en ponernos a trabajar y a picar piedra. Y proponía, al final, una solución contraria que ejemplifican títulos como Proteus o Panoramical: «Jugar sin saber qué va a ocurrir porque no hay ningún efecto que quepa esperar. Dejarnos a la deriva sin ningún objetivo y esperar que tarde o temprano un acontecimiento caiga como un rayo. Que se nos permita la pereza irresponsable sin recompensa. Juegos no de navegación, sino de naufragio».
Aunque seguramente el texto era desafortunado, en opinión de pinjed No Man's Sky arrastra esta especie de proletarización del jugador (por llamarlo de alguna manera) como un lastre: se tiene «la impresión, tras varias docenas de horas de partida acumulando recursos y crafteando artefactos, de que estamos trabajando y no jugando».
Me gustaría, en este artículo, continuación del anterior, plantear tres paradojas que presenta No Man's Sky, después de algunas horas de juego —no estoy, por supuesto, ni tan autorizado como pinjed ni como otros analistas que han volcado días enteros a explorar el juego— y muchos vídeos comentados. Diría que, básicamente, todo se resume en que si bien No Man's Sky prometía algo así como el infinito, sus mecanismos —su diseño, incluso— son lo bastante limitados como para sospechar que tal vez la expectación fue desmesurada desde el principio.
El pseudoinfinito
Se ha afirmado de manera pertinaz que el universo que proponía era infinito o, al menos, funcionalmente infinito. Que sea infinito o casi infinito no es una diferencia de grado, sino de naturaleza. O es infinito o no es infinito, pero no casi, ni funcional, ni «infinito para una persona razonable».
Los 18 trillones de planetas —que no quintillones como afirman algunos youtubers españoles; como se sabe, la escala numérica anglo es distinta—, número máximo, implican, pues, que no puede haber más, es decir, que hay restricciones en el orden de la generación aleatoria de planetas. Alguien que sabe más que yo de programación —y de matemáticas—, que ahora trabaja en un importante estudio de Canadá, me explicó vía correo electrónico que lo procedural establece un modelo, que funciona como núcleo (la famosa fórmula), para generar después sus variaciones. Para que estas variaciones tengan sentido hay que definir, en primer lugar, qué elementos posibles existen (una limitación) y qué clases de combinaciones tienen sentido (otra limitación).
En resumen, en un nivel superficial ya hay tres límites que han de tenerse en cuenta: los objetos, las combinaciones y el orden de estas combinaciones. En matemáticas y en informática a eso se le llama pseudoinfinito. No es infinito, pero se le parece.
La generación procedural sigue la lógica de aquello que Benoît Mandelbrot llamó «fractales». El fractal es una geometría simple que se repite en distintas escalas alrededor de sí misma. El ejemplo más habitual de fractal es el del brócoli, porque lo encontramos en la nevera (y porque sale en la Wikipedia, qué demonios), pero los hay en muchos órdenes diversos: el caparazón de un nautilo, las plumas de un pavo real o hasta el océano, con su acumulación casi idéntica de microolas.
Lo fractal permite, pues, que con un elemento simple se puedan generar arquitecturas complejas. Esto ahorra memoria a cualquier programa y facilita el cálculo, pero limita las posibilidades porque toda combinación queda circunscrita a la geometría inicial (o a la fórmula inicial, por supuesto).
Para explicar el pseudoinfinito de No Man's Sky se puede invertir lo que he intentado explicar: con la lógica fractal se puede generar una infinidad (o pseudoinfinidad) a partir de un elemento simple, es decir, se puede generar una totalidad. Pero esta totalidad, en el fondo, es solo una suma de sus partes. La totalidad con unas partes tan limitadas es, a la fuerza, una totalidad pobre. Por eso los planetas de No Man's Sky acaban siendo repetitivos. Como el brócoli, sus partes más internas y sus partes más externas mantendrán, en cierto grado, el mismo orden. El brócoli seguirá siendo verde y tendrá espirales parecidas.
En uno de sus Proverbios del infierno, William Blake escribía: «un pensamiento llena la inmensidad». Solo uno: una fórmula. Y así la inmensidad se vuelve asfixiante (infernal). Puede decirse, al contrario de lo que afirmaban en Hello Games, que si bien No Man's Sky es prácticamente infinito, o infinito para un jugador razonable, también es prácticamente idéntico en sí mismo, o idéntico para un jugador razonable.
Trabajo manual, trabajo intelectual
Esto nos lleva a considerar aquello que, en otro contexto y en otro sentido, Freud llamaba «narcisismo de las pequeñas diferencias». En No Man's Sky se pueden encontrar 18 trillones de planetas pero entre un planeta con tres árboles en X coordenada y otro idéntico con solo dos árboles en X coordenada, la diferencia es tan inapreciable que es directamente irrelevante. Desconozco cómo funciona la fórmula y hasta qué punto estas similitudes pueden darse, pero grosso modo hay planetas en los que las diferencias pasan a estar presentes no en lo que vemos y, no, por tanto, en la supuesta exuberancia natural que se despliega ante el jugador, sino en otro nivel, en el sistema de juego.
Creo que esto es crucial porque es donde el juego tiene más fricciones. Un planeta A (del orden A, que tiene tal cielo, tal suelo, tales minerales, etc.) está nutrido por una cantidad concreta de emerilio, por decir un mineral, que el jugador pasa a almacenar: destruye la roca de emerilio y se lo lleva, se hace rico, se compra una nave, y todo lo que haga falta. Un planeta A', del mismo orden que el anterior, y que mantiene algunas constantes (tal cielo, tal suelo, tales minerales, etc.) tiene más cantidad de emerilio y eso lo hace más interesante para el jugador, así que entra, absorbe el material y se larga, con la sensación de que ambos planetas son distintos porque le han proporcionado riqueza distinta. De este modo se compensa la similitud entre ambos planetas del orden A con elementos que no tienen que ver ni con la exploración ni con el descubrimiento ni con aquel «instante de maravilla» —como dice el protagonista de Approaching the Unknown (2016), de Elijah Rosenerg— por el que vale arriesgar la vida en un viaje espacial.
En vez de explorar, hay que picar piedra. Esto es lo que pinjed le objeta.

El filósofo Paolo Virno explica en Gramática de la multitud que una de las transformaciones fundamentales que ha operado en el paso del sistema económico industrial (la fabricación en serie) al post-industrial (las sociedades de la información) es el peso que ha adquirido el pensamiento como valor económico. Con pensamiento se refiere, por supuesto, a las ideas, pero también al lenguaje y a la comunicación.
Sean Murray ha vendido el juego, de hecho, desde esta perspectiva: se pretendía fomentar un tipo de riqueza inmaterial que empezaba por las emociones del jugador y llegaba hasta el intercambio de información entre jugadores (incluso en el hipotético caso de que se encontraran en la pseudoinfinitud), describiendo qué mundos habían visto. Como se ha comentado ya, la premisa del juego es puro lenguaje, una fórmula mágica que equipara el cosmos con la información, algo que está también en la base del modelo tecnocientífico contemporáneo, como explica con claridad meridiana Paula Sibila en El cuerpo postorgánico. Todo lo material que hay en él, todas las piedras, son procesos de cálculo: hay un despliegue intelectual detrás o es, de hecho, todo intelecto, todo ideas. La naturaleza, utilizando los términos de la autora, es ahora postnaturaleza. El trabajo físico, picar piedra, era más propio de otro sistema de valores.
El intelecto, para Virno, es aquello que constituye la fuente de valor del capitalismo actual. El intelecto es también aquello que hace que el hombre y la mujer se comuniquen con sus semejantes. El intelecto no está relacionado aquí con una virtud moral ni nada parecido; no consiste en que hay hombres y mujeres más inteligentes, sino a la mera potencialidad de desarrollar ideas y comunicarse entre sí, por simples que sean tales ideas.
Por eso es extraño que en No Man's Sky haya que realizar tanto trabajo físico: recopilar, recoger y cargar. Pinjed explicaba en el análisis que «[e]s la misma estructura que otros tantos survival utilizan como método para vertebrar el comportamiento del jugador, una serie de barritas que mantener llenas a base de extraer minerales, una eterna preocupación por mantener el inventario organizado y con espacios libres».
Me comentaba pinjed que era una lástima que no existiera «un modo turista» para navegar sin cortapisas ni rendir cuentas de ningún tipo siguiendo la deriva que nos plazca. Es difícil saber conjugar ambas lógicas (material e inmaterial) y es posible que la yuxtaposición que ha resultado no juegue en beneficio de ninguna. El explorador, como el colono, tiene lo desconocido frente a sí; el currante, en cambio, tiene solo una tarea (consabida, repetida) que cumplir.
Explorar no es colonizar
En una escena de la estupenda Aguirre, la cólera de Dios (Herzog, 1972), el protagonista, que da nombre a la película, se deja arrastrar por la corriente del río Amazonas a bordo de un pontón de madera y va señalando el paisaje y diciendo cosas como «esto ahora es mío» y también «aquello de allí», etc., y donde pone el ojo pone la propiedad. El exceso con que está caracterizado el personaje convierten esta escena en una travesía delirante, paródica, de la presuntuosidad europea y su colonización febril.
Que en No Man's Sky uno llegue a un planeta y se ponga a nombrar todo lo que ve con la vana pretensión de que aquel nombre quede integrado en un registro global del juego es igual de paródico. Tenemos el (pseudo)infinito delante de nosotros (o El Dorado, tanto da) y la única función que se le ha dado ha sido la capacidad de recibir nombres. Esto dice mucho, creo, del diseño del juego.
Dar nombres es el gesto que Dios reserva a los hombres (a Adán, de hecho), y en una sátira brillante Mark Twain (Diarios de Adán y Eva) muestra hasta qué punto todo esto no es más que arbitrio y capricho. Triste victoria de la exploración si lo que se deja al final es un reguero de símbolos absurdos que recuerdan que alguien ha pasado por allí. Solo un gesto irónico permite que esta función tenga algún sentido. En el relato de Twain, Adán, al ver el hijo que salía del vientre de Eva, que le había introducido él, y que tenía la forma (fetal) de un canguro, decidió bautizarlo como Kangarorum Adamiensis. Es curioso porque aquí lo que confiere sentido a los nombres no es que le pongamos uno nosotros, sino que nos llame la atención el que han puesto los otros. Que nos tomemos a guasa esta colonización mediante palabras.
En el fondo, creo, lo que echamos de menos los que lo hemos probado y nos ha dejado indiferentes (una sensación que no tiene nada que ver con el odio encendido que ha suscitado el juego) es precisamente que no es capaz de afrontar la incertidumbre, no sabe jugar con el caos. Una fórmula y unos criterios estables limitan tanto la creación de planetas que todos están, en cierto modo, antropomorfizados. No hay desastres gaseosos como Jupiter ni formas no planetarias (cuásares, por decir algo al azar); no hay tampoco la espontaneidad majestuosa y tenebrosa del universo. Por ahora no se ha podido generar el misterio que un diseño planificado sí tiene: engañar al jugador me parece algo primordial. Si se pretendía crear un cierto tipo de respuesta psicológica, creo que se podría haber empezado por allí, que es algo que la ciencia-ficción hace desde sus inicios: no en vano, comenzó hermanada con el terror y lo fantástico.