Sobre las bandas sonoras de Life is Strange

Los colores de la música

La saga desarrollada por Dontnod y Deck Nine es célebre por su uso de las canciones licenciadas, que buscan generar una impresión concreta en el jugador.

Death with Dignity es una bonita canción de Sufjan Stevens que suena tanto en el inicio del primer capítulo de This is Us como en el de The Awesome Adventures of Captain Spirit. Dentro de este videojuego de 2018 que prologaba Life is Strange 2 se dejaba escuchar varias veces, erigiéndose como tema central con el que Dontnod Entertainment quería instalar una cierta idea de qué esperar de su próximo lanzamiento. No obstante, Death with Dignity también traía aparejada otra imagen, al remitirnos sin ambages a lo que había sido en buena parte la banda sonora del primer Life is Strange; guitarras acústicas, voces lánguidas, indie folk enfatizando una ambientación concreta de colores, iluminaciones y diseños. La cuestión es que This is Us había iniciado sus emisiones en NBC dos años antes. Con lo que el uso de Death with Dignity tenía otras implicaciones, fuera consciente o no la gente de Dontnod.

This is Us emitió su último episodio en mayo de 2022. Había durado seis temporadas con tremendo éxito de audiencia en EE.UU., solo replicado ligeramente en otros lugares del mundo. This is Us es, en efecto, una serie «americanísima», a la que la responsabilidad social —siempre preocupada por problemáticas raciales y tratando de evolucionar según lo hiciera la conversación— no exime de estar perennemente fascinada por una idea fundacional de EE.UU. y el sueño americano. Su estética, susceptible a prodigarse en elecciones musicales similares a Death with Dignity, está concebida como un destilado pretendidamente progresista de todo aquello que vertebra la mítica de EE.UU. —el mismo título lo enuncia, This is Us fácilmente trocado en This is U.S.—, y en cierto modo incluso nos íbamos a reencontrar con ella en el propio Life is Strange 2. Aquí Dontnod manejó como inspiración las road movies y la novela De ratones y hombres de John Steinbeck, en torno a las desventuras de dos hombres deambulando por el vasto territorio estadounidense durante la Gran Depresión. Dontnod es un estudio radicado en Francia, pero EE.UU. ha exportado tan bien su ideología que todos podemos manejarla y reproducirla. 

Dejando a un lado esta «americanidad», el vínculo de This is Us con Life is Strange va más allá, y nos impele a valorar la presencia de esta serie de Dan Fogelman en el contexto de la televisión actual. This is Us es una superviviente a las mutaciones del medio. Naciendo de una cadena generalista ha resistido a las incertidumbres de la producción streaming —que tan poco dada es, por otra parte, a desvelar esos índices de audiencia que facilitaron que This is Us saliera adelante sin ninguna sombra de cancelación, con renovaciones regulares— y a las ínfulas de la «televisión de prestigio». This is Us las desafía con un entretenimiento feroz que no teme la cursilería, una estandarización visual remitente a lo que siempre ha sido la televisión, una avalancha de giros de guion y un holgado número de capítulos por temporada. This is Us es una serie a la vieja usanza, con mejores críticas que la media pero compartiendo enteramente su naturaleza de crowd-pleaser. Lo que es enteramente apropiado porque las series «a la vieja usanza» son el gran referente de Life is Strange. Así como su música.

I don’t have to see you right now

La conversación de Life is Strange estuvo determinada, al principio, por cómo iba llegando al público. En 2015 Life is Strange se publicó a través de cinco episodios lanzados entre enero y octubre. Su precuela, Life is Strange: Before the Storm, constó de tres episodios entre agosto y diciembre de 2017. Dontnod se alejó de los personajes de estos primeros dos juegos para Life is Strange 2, cuyo lanzamiento se alargó a más de un año: de septiembre de 2018 a diciembre de 2019. Y finalmente Life is Strange: True Colors asumió el modelo Netflix y lanzó sus cinco episodios a la vez, en septiembre de 2021. La conversación despertada por True Colors tuvo un alcance mucho menor que el que habían conseguido las entregas anteriores, y seguramente no se debiera solo a que era un juego bastante peor.

En cualquier caso, la decisión de lanzar un nuevo capítulo cada trimestre o semestre obedecía por un lado a los designios de Square Enix —aconsejando a Dontnod que se plegara a esa dinámica para ir respetando plazos con mayor soltura—, y por otro a la tranquilidad de que era un modelo que ya se había empleado exitosamente en el pasado, con casos como los Walking Dead de Telltale. La estrategia de lanzamiento, asimismo, afectó al diseño de los juegos, obligando a que los guionistas de Dontnod manejaran una narrativa seriada: cada episodio debía acabar con un cliffhanger a la vez que contaba con pasajes lo bastante satisfactorios y enérgicos como para que los jugadores no arrugaran el ceño. Por mucho que la pretensión de Dontnod fuera crear un guion de gran madurez, la impaciencia de un target acostumbrado a recompensas inmediatas y experiencias intensas era un elemento a tener en cuenta, y esto terminó desembocando en que los episodios de Life is Strange acogieran los ritmos de las series de la televisión. Pero no de las series de HBO —donde la quietud y el lento avance de la trama se podían contemplar en base al supuesto «nivel intelectual» del público objetivo—, sino de las series «a la vieja usanza». Las emitidas por la televisión generalista, y particularmente las destinadas al público adolescente.

Dontnod llegó al young adult acaso forzado por las circunstancias. Su primer videojuego había sido Remember Me, una ambiciosa historia de acción y ciencia ficción cuya mecánica de rebobinado en los recuerdos de los personajes anticipaba los poderes de Max Caulfield, protagonista del primer Life is Strange. Pero Remember Me había sido un fracaso, hasta el punto de forzar que el estudio se declarara en quiebra llegado 2013. El planteamiento de Life is Strange podía favorecer una menor escala de ambiciones al tiempo que una tesitura perfecta para seguir indagando en la mecánica del rebobinado y en la aventura gráfica, con una creciente preocupación en la toma de decisiones. Definiendo los objetivos, controlando el alcance de los mismos y teniendo ya el apoyo de Square Enix, el desarrollo de Life is Strange fue atravesando razonamientos que caían por su propio peso, y que lo emparentaban con un lecho audiovisual mucho más fructífero que el scifi de Remember Me. Dontnod se puso a observar las series de televisión según su codificación más rentable. De manera que acabó reparando en la existencia de Twin Peaks.

La banda sonora de Angelo Badalamenti, con su fondo de melancolía y su capacidad de invocar espacios geográficos, resuena en ese ficticio pueblo de Oregón llamado Arcadia Bay, donde tienen lugar tanto Life is Strange como Before the Storm. Pero, más que por su música o sus guiños intrascendentes —la frase Fuego camina conmigo pintarrajeada en el espejo de un baño—, recordamos Twin Peaks simple y llanamente por la trama: un pueblo estadounidense, un abanico de personajes entre lo inquietante y lo entrañable, una joven que ha desaparecido tras una vida de lo más ajetreada y en la que han estado involucrados buena parte de esos personajes. El capítulo 5 de Life is Strange intensifica además el ingrediente terrorífico que siempre ha latido en la obra de David Lynch, abocando a Max a una pesadilla llena de imágenes bizarras como retribución por el uso excesivo de sus poderes, que han resquebrajado el tejido de la realidad como lo hizo el destino de Laura Palmer.

Pero, decíamos, Life is Strange es ante todo una ficción young adult, y el equipaje referencial con el que trabaja Dontnod es evidente al extremo de apellidar a la protagonista «Caulfield», como el Holden Caulfield de El guardián entre el centeno. La caracterización de Max no es tanto vaga como producto de una moda que marida bien con la genealogía televisiva de Life is Strange, y que nos remite a adolescentes desorientados —aunque Max es mayor de edad, algo que es fácil olvidar durante el juego— buscando su identidad a través de las inquietudes culturales. Max toca la guitarra y tiene en su cuarto un ejemplar prestado de El país de octubre de Ray Bradbury. Max estudia en la Academia Blackwell porque sueña con ser fotógrafa. Es una artista en ciernes. Y los títulos de crédito del capítulo 1 de Life is Strange dan comienzo cuando ella se pone los cascos y suena To All of You de Syd Matters, de forma que esta poderosísima secuencia —donde podemos movernos libremente por la academia al ritmo de la música— nos lleve a pensar que todas las canciones que desde ahora harán acto de presencia en el juego están ahí «porque a Max le gustan». Porque son las canciones que Max tiene en su reproductor de música. Es el primer gran ejemplo de cómo la música licenciada de Life is Strange, en sus compases más acertados, contribuye a introducirnos en la mente de los personajes. Asumiendo sin embargo que Max es un lienzo en blanco, el resultado de una forma muy establecida de hacer las cosas, quizá por ahora sea más interesante reflexionar no sobre quién es Max sino sobre cuál es esa música.

It reminds me that it’s not so bad, it’s not so bad

Max, en fin, no es nadie. Es la adolescente prototípica, aunque sea mayor de edad. Tímida, supuestamente incomprendida, confusa con sus sentimientos. Lo más llamativo que podemos saber de ella, puesto que su temperamento es un cliché, se encuentra en su lista de reproducción de Spotify. Esto nos lleva a un punto donde las series se cruzan con una vertiente del cine indie estadounidense de mediados de los 2000 en la que los adolescentes, en su angustiada y embarazosa búsqueda de una personalidad que les haga destacar en la fauna del instituto, presumen de gustos musicales. Los chavales de Las ventajas de ser un marginado creyéndose especiales por haber descubierto a David Bowie, la banda sonora de Juno como un precedente claro del que acompaña los Life is Strange. Siempre, pendiendo sobre ellos, la interiorización instintiva de que las series televisivas, con mayor espacio para acercarse a la realidad adolescente, lo hicieron antes. Y se contagiaron de esa subjetividad sin verse en la necesidad de que los adolescentes lo explicitaran verbalmente.

Entre finales de los 90 y principios de los 2000 las series destinadas al público adolescente quisieron distinguirse por un soundtrack puntero, que estuviera al tanto de los gustos contemporáneos así como del hueco que estos podían hacer a temas algo más viejunos. Nadie lo hizo mejor, en ese sentido, que The O.C., donde Seth (Adam Brody) se erigía como un heredero de Holden de tantos abanderando una banda sonora sumamente hábil. Esta banda sonora utilizaba la versión del Hallelujah de Jeff Buckley con la misma intensidad con la que convertía el uso de Hide and Seek de Imogen Heap en un meme —con la ayuda indispensable del que posiblemente sea el mejor sketch de Saturday Night Live jamás hecho—, y vertebraba toda una iconografía juvenil. Life is Strange está plenamente bañado en esa iconografía. Pero no se ve en la necesidad de que los protagonistas la hagan suya verbalmente —al menos no en su mayor parte, el caso de Alex Chen en True Colors es especial—, sino que le basta con cobijar la narración en ella, y aprovechar con calma lo intrínsecamente televisiva que es. Las condiciones de producción obligaban a Life is Strange a finalizar cada episodio con un cliffhanger dramático, ¿y qué mejor para ello que intensificar este dramatismo con un montaje de escenas encadenadas según una canción potente? Del Hurt de Johnny Cash finalizando un capítulo especialmente traumático de Smallville, del elenco al completo de Skins cantando Wild World de Cat Stevens como clímax de la primera temporada, pasamos al Obstacles de Syd Matters para abordar las primeras anomalías climáticas en el final del capítulo 1 de Life is Strange (que ya empezaba, recordemos, con una canción de Matters). O al contundente Mt. Washington de los Local Natives como reacción al suicidio (o intento de suicidio) de Kate cerrando el capítulo 2.

Las canciones que utiliza el primer Life is Strange están sacadas bien de subgéneros del americana, bien del rock indie. Siempre canciones anglosajonas y de nacimiento reciente. Los temas más antiguos de Life is Strange apenas tenían diez años cuando el juego fue publicado, lo que desde luego está alineado con las elecciones de las series citadas a la vez que le da un atractivo particular. Al fin y al cabo es lo que tiene la música licenciada, y los videojuegos lo han sabido desde Tony Hawk, FIFA o los Grand Theft Auto: utilizar canciones conocidas para el oyente, o por lo menos con la pegada que ya ha refrendado una presencia mediática, despierta una valiosa familiaridad. Un agrado que beneficia a la experiencia, incluso dejando de lado la lógica con la que se quieran seleccionar los temas. La lógica de Life is Strange es, insistamos, televisiva, pero inteligente a la hora de examinar todas las connotaciones de este pasado común. No solo genera la susodicha familiaridad, sino que incluso atina a asentar un estilo y, eventualmente, una forma de hacer negocios.

Del mismo modo que el cine se ha aliado históricamente con la música pop en términos de merchandising, así lo han hecho las series, y en última instancia lo ha hecho Life is Strange. El éxito que tuvo el primer juego fue más allá del número de jugadores y las críticas, pues también pasó por implantar una identidad de lo que era Life is Strange. De lo que se podía y debía esperar de su experiencia. Así que generó sus propias dinámicas, y llegado True Colors ocurrió lo inevitable: varios artistas conocidos compusieron música expresamente para su banda sonora. Novo Amor creó Haven, el tema central de la aventura de Alex Chen. Y el dúo Angus & Julia Stone publicaron todo un álbum a partir de sus composiciones para True Colors, titulado precisamente Life is Strange. Canciones comoWhen Was That o Forever For Us habían nacido con la idea de formar parte del juego, en franca confirmación de que Life is Strange había llegado al punto de «generar su propia música». Algo que podía achacarse a haber devenido una marca como otra cualquiera —un «estilo Life is Strange» con capacidad de describir canciones ajenas a su soundtrack y de forjar tanto listas de reproducción como suites de YouTube—, pero también, desde un lado menos descreído, a que la subjetividad de sus protagonistas había terminado permitiendo que la música que escuchaban tuviera vida propia. 

I cry sometimes, walkin’ around my own place

Ocurre con Life is Strange que si bien Max tiene un gusto musical diseñado por algo así como la Inteligencia Artificial —en tanto que producto de todas las lógicas mencionadas, que entenderían el pop indie como la forma más íntima de comunicar sentimientos—, no pasa lo mismo con los protagonistas de los juegos posteriores. A Chloe Price, la amiga de Max que pasa a ser el personaje principal de Before the Storm, le gusta algo parecido al punk. Sean Diaz, dentro de Life is Strange 2, conecta levemente con una música alejada por fin del rock decimonónico, alternando electrónica con Gorillaz o incluso rap. Y con Alex Chen en True Colors asistimos a una curiosa evolución de los postulados que moldeaban el oído de Max. Es el personaje más abiertamente relacionado con la música —en sintonía a que el título del juego, True Colors, remita directamente a una canción de Cyndi Lauper—, puesto que pasa bastante tiempo en una tienda de discos, recurre a la música de forma insistente para sus relaciones sociales e incluso tiene aspiraciones de dedicarse profesionalmente a ella. Y, por eso mismo, tiene el gusto musical más aburrido de todos. Una amalgama de éxitos sobados y clásicos boomer, que conduce a que en el soundtrack de Life is Strange se cuelen por primera vez temas anteriores a los 2000. Entra el Thank You de Dido, y Alex tiene además la desfachatez de tocar con la guitarra Blister in the Sun de Violent Femmes y el maldito Creep

La selección musical de True Colors es tan perezosa —con Phoebe Bridgers y los Kings of Leon eclipsando los descubrimientos fortuitos que pueda deparar la gramola del bar de Haven Springs, repleta de grupos indie con nombres autoparódicos— que puede antojarse como el extremo inevitable al que abocaba el diseño del primer Life is Strange. True Colors, de hecho y tal y como comentaba Marta en su análisis, nace ante todo como un intento de volver a lo que fue el primer Life is Strange, el más popular y valorado, después de que Life is Strange 2 no terminara de conectar tan bien con el público en pos de su concienciación activista y el rupturismo de su diseño. Ya se sabe: el hecho de que ahora no tuvieras poderes, sino que tuvieras un hermano con poderes, y de que la forma en que lidiáramos con esta situación encaminara a múltiples finales posibles. Los finales posibles de Life is Strange y Life is Strange: True Colors son únicamente dos. En el caso del primero emanan de una decisión significativa pero discutible, y en el de True Colors son una chorrada casi insultante, una capitulación total a la frivolidad y el automatismo que siempre han acechado a la genealogía de la saga. Life is Strange es la tragedia, True Colors es la farsa.

Estás viendo a personajes que lo pasan mal, personajes con los que tienes un vínculo, e irrumpe una música muy bien escogida que subraya los sentimientos que has de sentir. Por supuesto que te afecta.

Y esto repercute en la música. Lo que no quiere decir, y ya iba tocando abrir ese melón, que la música afecte de algún modo a la jugabilidad. El máximo grado en que el jugador puede intervenir en la música nos devuelve a la decisión final del primer Life is Strange, y se reduce a que la canción cambia según la que tomes: o Spanish Sahara de los Foals, o nuevamente Obstacles tal cual sonaba en los últimos minutos del primer capítulo. Esto se debe a que el entendimiento que tiene Life is Strange de la narración está muy ligado a lo fílmico, según las aventuras gráficas de David Cage o Supermassive Games. Estudio, este último, que de hecho durante el mismo 2015 sacó un juego con un «efecto mariposa» en la toma de decisiones muchísimo más convincente que Life is Strange: Until Dawn. Life is Strange no sabe emplear la música para comunicarse con el jugador en tanto que «persona que juega». Se trata de una experiencia pasiva, representada por esos montajes-cliffhanger que al fin y al cabo solo son cinemáticas largas. No quiere decir que cuando, por ejemplo, descubres el cadáver de Rachel al final del capítulo 4 y suena Mountains de Message to Bears sus sombríos arpegios no conecten con tu angustia o la de Max y Chloe; simplemente que la conexión que entablan es puramente cinematográfica. O seriada. Estás viendo a personajes que lo pasan mal, personajes con los que tienes un vínculo, e irrumpe una música muy bien escogida que subraya los sentimientos que has de sentir. Por supuesto que te afecta.

Pero, a un nivel de experiencia puramente videolúdica, ni siquiera está a la altura de lo que pudieras sentir sintonizando la radio del coche durante una persecución en GTA. O, sin salir de Rockstar, cuando te pegas una cabalgada kilométrica en Red Dead Redemption y te acompaña José González con Far Away de un modo mucho más intenso que cuando este mismo músico lo hacía, en Life is Strange, con Crosses. La música licenciada de Life is Strange puede también sonar de fondo para dar ambiente —las gramolas de los bares, los discos que puedes poner en las habitaciones—, pero la experiencia que brinda entonces es igual de anecdótica que en las cinemáticas. Los sentimientos que intensifican son ajenos a nuestra agencia directa, acaso independizados de las recompensas interactivas del videojuego, aunque es posible divisar una excepción muy interesante en este ámbito. Tanto Dontnod —en Life is Strange I y II— como Deck Nine —en Before the Storm y True Colors—, comparten la preocupación por que la música acompañe, de vez en cuando, momentos contemplativos. Momentos donde como en las cinemáticas puedes volver a dejar el mando en el suelo, pero momentos un poco diferentes. ¿Momentos trascendentales?

Spirit of my silence, I can hear you

Fuera de lo que ocurre en el primer Life is Strange es fácil olvidar que estos juegos van, fundamentalmente, de chavales con poderes. El olvido puede obedecer —más allá de lo irrelevantes que son las mecánicas que practican en adelante, en base a «ordenar» que tu hermano use la telequinesis, poder alardear de «superempatía» o simplemente tener talento para los zascas— al carácter subsidiario, o conceptual si se prefiere, de estos poderes. Los poderes de Life is Strange quieren decirnos algo de los protagonistas o del tema de su historia, insertándose en una dinámica bastante maleable que conduce, por ejemplo, a que muchas veces el funcionamiento de estos poderes sea confuso o contradictorio. Pero más allá de que la ejecución sea mejorable —sobre todo en los casos de Max y Alex, otra vez dos caras de un mismo problema—, todo se extrae de una escritura inquieta y comprometida con que la ficción de Life is Strange rinda a cierto nivel de sofisticación psicológica. Donde mejor funciona es, mira tú por dónde, en el primero: la capacidad de Max de rebobinar el tiempo supone una extrapolación de su indecisión e incapacidad para afrontar el presente, y puede que Life is Strange sea el juego mejor valorado por el público gracias a la gran sensibilidad de la que esta abstracción hace gala. Una abstracción que, por otra parte, también tiene un precedente cinematográfico, aunque en este caso haya que abandonar por fin EE.UU. 

La angustia por el futuro, la necesidad de controlar el pasado, se ajusta como un guante tanto al angst adolescente como a una seductora historia de viajes en el tiempo, y Mamoru Hosoda pudo percibirlo en 2006, con La chica que saltaba a través del tiempo. Su argumento es tan parecido a Life is Strange que es inevitable no verlo como una referencia, pero profundizando en el vínculo japonés y hurgando en coordenadas menos prosaicas —que intenten aprehender la poética adolescente de la saga Life is Strange en conjunto—, podríamos concebir la saga Life is Strange como una antología de ficciones donde el mencionado angst adolescente salta de las pulsiones individuales —las trasciende— e infecta toda la realidad circundante. Las intensidades juveniles encuentran un cuerpo alternativo en diversos tipos de infortunio: en Life is Strange afecta al clima, en Before the Storm provoca incendios, en Life is Strange 2 se convierte en un arma de doble filo contra el racismo institucional, y en True Colors blinda la colectividad de un pueblo. El espíritu adolescente afecta a todo un territorio y conecta con el corpus creativo de otro cineasta japonés, Makoto Shinkai, tan asiduo a historias donde el amor juvenil mueve montañas e incluso exorciza los traumas ecológicos recientes de su país. 

En pos de nuestro reencuentro con la música y los momentos contemplativos de Life is Strange —aquellos donde el personaje se sienta y observa, y pretende que sus reflexiones y sentimientos sean los del jugador— hay que seguir extrapolando. Incluso olvidar la mirada adolescente, para que, despojado de condicionamientos históricos, este binomio alma/tierra nos conduzca al zen. Esa cultura, intrínseca a la identidad japonesa, cuyo aforismo más conocido es: «Cuando empecé a estudiar el zen las montañas eran montañas, cuando pensé que ya había entendido el zen las montañas no eran montañas, y cuando finalmente alcancé el conocimiento total del zen las montañas volvieron a ser montañas». En los momentos contemplativos de Life is Strange, los distintos planos bucólicos que rodean al personaje con el ritmo acompasado de la música acaban repitiéndose. Literalmente, «las montañas vuelven a ser montañas», vuelve a aparecer su imagen. Los momentos contemplativos, en fin, ansían reflejar la conexión de los personajes con el entorno, y de forma accidental inciden en la forma que el cine encontró de reflejar el zen: el «estilo trascendental». 

El estilo trascendental es un ensayo que publicó el crítico y cineasta Paul Schrader en 1972, estudiando la obra de tres directores que a su juicio habían hallado un método de invocar lo «trascendente», ese más allá que surge de la fusión de espíritu y materia. Estos tres directores eran Robert Bresson, Carl Theodor Dreyer y, claro, Yasujiro Ozu, cuyo cine estaba inmerso en las coordenadas del zen. De cara a comunicarlo con lo trascendente, Schrader divisó un rasgo clave en su estilo, lo que él apodó las «codas». Las codas están presentes en la mayoría de las películas de este director japonés, y son «escenas de la vida tranquila del Japón que rodea el hogar, paseos y calles vacías, un barco o un tren que pasa, una montaña o un lago que vislumbramos a lo lejos…». Las codas son concatenaciones de planos, normalmente acompañadas por la música original de Takinori Saito, que siguen a una escena con diálogo y preceden a otra. Las películas de Ozu están constituidas por la alternación de escenas con diálogo en interiores y de codas, siendo las codas algo así como «puntos y aparte» entre párrafos que entablan continuidad a la vez que causan un efecto en la percepción de la escena que preceden o siguen, pues no dejan de ofrecer un contraste, espacial y espiritual. Del diálogo al silencio musicado, del encierro al aire libre. Expresando tanto una unión como una separación —la de los personajes con el exterior, la de la palabra con lo que hay fuera de sus márgenes—, y por tanto una forma de ver el mundo.

Escribe Schrader que «las codas no solo pueden funcionar como expresiones positivas de unidad del hombre y la naturaleza, sino también como comentarios irónicos sobre la ausencia de dicha unidad». Son, por tanto, espacios de reflexión, de contemplación guiada por música e imágenes carentes de personas, o al menos donde las personas se encuentran en un segundo plano. Son espacios de reflexión muy similares a los que ofrece Life is Strange, en conclusión, pero carentes de ironía y de mucho menos el equilibrio zen. Entre otros motivos, porque se quieren replicar fuera de Japón. «En el arte occidental se asume comúnmente que las codas se incluyen en el texto para dar peso a los párrafos», apunta Schrader. «Pero para Ozu, como para el zen, se trata precisamente de lo contrario: el diálogo aporta el significado al silencio, la acción a la quietud». 

La relación es efectivamente inversa en Life is Strange. Los momentos contemplativos están supeditados a la acción, solo se entienden como pausas donde la posible reflexión no supere el alcance de lo que haya ocurrido inmediatamente antes ni lo que pueda estar pasándole por la cabeza a los personajes. La meditación está coartada además por la mencionada repetición de los planos, que echan a perder la capacidad inmersiva de estos minutos al irrumpir con la sombra del empaquetamiento. Al menos Life is Strange concede libertad para quedarte meditando todo el tiempo que quieras, concluyendo abruptamente con esta fase incluso aunque eso signifique interrumpir la canción de turno, pero de igual modo termina representando, desde un medio distinto, las limitaciones a la hora de asomarnos a esa idea de trascendencia. Acaso mostrándonos el problema central de la saga, que siempre ha sido la incapacidad de hacer justicia a esa «vida» del título, a ese costumbrismo que siempre fue tremendamente artificial pero nunca como en estos momentos contemplativos, al compás de la radiofórmula. Los momentos que capitalizaban el zen, que evidenciaban la imagen de Life is Strange como una imagen de encanto fabricado. 

Colaborador

Periodista especializado en cine y cultura pop. Autor de ‘La otra Disney’. Ha ejercido de crítico cinematográfico en medios como SensaCine, Canino Magazine o Espinof, y actualmente es redactor de Actualidad en Cinemanía y copiloto del podcast Choquejuergas.

  1. None

    Ir leyendo el artículo, a la par que escuchando cachitos de todos esos temas mencionados, rememorando habrlos escuchado hace ya años en sus juegos, o de casualidad en la radio del coche, todo para acabar viendo que las montañas, en realiad eran montañas de cartón, pero segían siendo montañas. Magistral artículo.

  2. NahuelViedma

    Muy loco que un día antes de leer esto me haya acordado de Life is Strange, justamente a raíz de una playlist de fondo muy al estilo de lo comentado.

    PD: Me gusta que Alberto nunca pierda la oportunidad de demostrar su amor por RDR, siempre hay alguna mención aunque sea mínima a la franquicia de Rockstar xD

  3. Atykkos

    Gracias a el primer juego de la saga descubri un montón de bandas que hasta el día de hoy me acompañan en mí playlist diaria. Son canciones que me ayudan a bajar los decibeles y relajarme después de una larga jornada laboral.