Secretos de un matrimonio

Un espectador llamado David Cage

Alberto Corona repasa las claves de la obra del líder de Quantic Dream, atendiendo a sus propósitos y conexión, tan constante como cuestionable, con el cine.

Cuando Eidos Interactive puso en contacto a Quantic Dream con David Bowie, la idea del equipo liderado por David Cage —entonces compuesto por apenas 30 personas— era pedir permiso para usar un par de sus temas en el videojuego que preparaban. Heroes, o Strangers When We Met, algo que asegurara el atractivo comercial de una obra cuya ambición ya se antojaba entonces como inasumible. En la segunda mitad de los años 90, Bowie podía ser el candidato perfecto para la primera gran asociación entre una figura pop y un videojuego: al artista le interesaba enormemente lo virtual e incluso había comercializado un proveedor de Internet de alta velocidad, BowieNet. No obstante, lo que más le llamó la atención de la propuesta de Eidos y el estudio francés Quantic Dream era todo aquello que le recordaba a esos puntos de su carrera en los que se había metamorfoseado en otro personaje como creador e intérprete: Ziggy Stardust, o el Delgado Duque Blanco.

Del videojuego en sí, Bowie no tenía una opinión. Había jugado un ratito a Tomb Raider, así que en la reunión quiso acompañarse de alguien que realmente amaba el medio: su hijo Duncan. La pasión de Duncan Jones por los videojuegos explotaría años después de la asociación de su padre con Quantic Dream, trasladando sus mecánicas a Código Fuente (2011) y firmando un lustro después Warcraft, el origen: esto es, una de las adaptaciones más exitosas jamás acometidas por el cine, en parte responsable de la época de esplendor que hoy atraviesan estos proyectos. En dichas negociaciones, sin embargo, Duncan no fue más que un sujeto entusiasta, acaso rematando las reservas de su padre de cara a embarcarse en el desarrollo de Omikron: The Nomad Soul. Reservas que no solo fueron dejadas de lado, sino que sucedieron la pasión necesaria para que Bowie hiciera mucho más que prestar licencias.

El músico escribió para el juego ocho canciones originales junto al guitarrista Reeves Gabrels. New Angels of Promise destacaba en un soundtrack imponente, que definió por entero a Omikron. No solo a nivel sonoro: Bowie se reservó un papel en la trama del juego, por lo que al panteón de creaciones cinematográficas tan memorables como el Jareth de Dentro del laberinto, el Phillip Jeffries de Twin Peaks o el «hombre que cayó a la Tierra» se unió Boz, líder de la banda de los Dreamers. Como cualquier otro de los intérpretes reclutados, Bowie saltó al videojuego a través de una primitiva captura de movimiento, suponiendo uno de los motivos por los que Omikron es tanto un título de culto como un delirio megalómano imprescindible para entender la obra de Cage. Que Bowie lo percibiera como una oportunidad de llevar la esquizofrenia mediática a más niveles, asimismo, también resultaba ilustrativo del estatus cultural que estaba alcanzando el videojuego.

I

Los juegos de David Cage suelen ser definidos —normalmente con condescendencia— bien como películas interactivas, bien como aventuras gráficas hipervitaminadas. Existe, no obstante, una categoría más rigurosa que podría cobijarlos, y esta es la de «drama interactivo». Jafet Israel Lara, en su estudio de 2014 Dramas interactivos en la narración transmedia, define al drama interactivo como «una narración que ofrece una historia con una fuerte carga psicológica que influirá en el usuario […] El cual, al tener una enorme capacidad de elección en las acciones y pensamientos de los personajes, tomará las decisiones dentro de la historia en virtud de dichas emociones generadas e influirá el desarrollo de la misma». Lara distingue, en esta línea, cinco niveles o estrategias que harían prosperar el formato: estético, empático, interactivo, interactivo-agresivo y quick time event

Las tres últimas estrategias están estrechamente relacionadas, hasta el punto de que una daría pie a la otra según se intensificara la acción o se acortara el tiempo de decisión —siendo el quick time event la abstracción total de estas dinámicas—, mientras que la empatía se construye desde el guion, de fuerte cariz psicologista. Lo que más nos interesa ahora es el primer nivel, el estético, por cómo este es inseparable de la afiliación del drama interactivo a un medio ajeno: el cine. Esta afiliación es la que distinguiría frontalmente a la obra de Quantic Dream de esas «aventuras gráficas» con las que se le ha emparentado. La aventura gráfica ofrece mimbres valiosos para adaptar películas, pero eso no implica que su genealogía provenga como tal del cine. José Altozano «Dayo», en El videojuego a través de David Cage, identifica un antepasado más pertinente, como sería el teatro:  «La referencia de las aventuras gráficas es el teatro más que el Séptimo Arte: sus personajes hablan en soliloquios, refiriéndose a la nada o directamente al espectador desde un escenario estático. Incluso algo tan estúpido como ‘no puedo interactuar con este objeto’ se comunica verbalmente, como si fuera un actor teatral».

El arraigo del teatro en la aventura gráfica es oportuno, pues también estuvo presente en los inicios del cine. Del mismo modo que este lo reemplazó por la novela como gran influencia cuando abrazó el clasicismo, el videojuego cambió el teatro por el cine al incorporar las tres dimensiones. Una correspondencia que el mismo Cage asume, identificándola como lo que le movió a fundar Quantic Dream: «Mi deseo de crear videojuegos se remonta a la llegada del 3D. Me sentía como un cineasta pionero a principios del siglo XX: lidiando con una tecnología básica, pero también siendo consciente de que todo está por inventar». Antes de Omikron, Cage había fundado Totem Interactive para crear bandas sonoras originales con destino a cine, televisión y videojuegos. La transición de estos últimos al 3D fue lo que le hizo interesarse de verdad por su creación, fundando Quantic Dream junto a Guillaume de Fondaumière en 1997. 

La fijación de Cage por el drama interactivo, sin embargo, aparecía muy matizada en Omikron. De hecho, el primer videojuego de Quantic Dream podría ser definido como una borrachera alimentada por las potencialidades que sus responsables vislumbraban entonces en el medio. «Fue la estupidez propia de un joven diseñador de videojuegos», admitiría Cage. «Alguien que nunca antes había hecho un juego y pensó ‘podemos hacerlo todo, ¿por qué no lo hacemos todo?’». Omikron nos situaba, así, en un mundo abierto que combinaba fases de conducción, shooters en primera persona —que Eidos obligó a añadir ante el éxito reciente de Half-Life— y combates cuerpo a cuerpo inspirados en Tekken. Un juego que incluía muchos juegos, y que además quería trascender su propia naturaleza convenciendo al jugador de que él era el protagonista: el policía Kay’l se ofrecía en los primeros minutos a ejercer de avatar. La narrativa de Omikron se sustentaba, pues, en que el jugador fuera el protagonista directo, algo que se iba haciendo progresivamente más embarazoso cuando el plan de los villanos resultaba ser arrebatarnos el alma a través del juego.

Omikron quiso hacer tantas cosas y tan pronto que, inevitablemente, es una obra pionera. Las rupturas de la cuarta pared no abundaban en 1999, con Metal Gear Solid y Psycho Mantis como gran excepción —los elaboradísimos guiones de Kojima, por otra parte, también habrían alentado a Cage—, mientras que los mundos abiertos tridimensionales estaban en pañales y solo Shenmue, aquel mismo año, compartía esta ligereza a la hora de forzar las posibilidades del medio. En años sucesivos Cage moderaría las ambiciones, y la principal aportación de Omikron a su obra postrera se reduciría a la preocupación por la subjetividad del jugador, asumiendo las coordenadas del drama interactivo según su propósito troncal pasaba a ser que quien jugaba se sintiera inmerso en el devenir inmediato de la historia. Al percibir la inmersión como prioritaria, Cage se vio obligado a fundir la trama con la jugabilidad, descubriendo que múltiples aspectos de los juegos en derredor la obstaculizaban. 

Empezó así la batalla de Cage contra el game over, y el desdén ante un hipotético estándar industrial. «Los juegos siempre exploran las mismas cosas, buenos contra malos, y eso es una parte muy pequeña de lo que se puede hacer», sostenía en 2010. «Hay tantas historias que contar, tantas emociones que desencadenar. Es un medio nuevo, y podemos hacer mucho más de lo que hacemos actualmente con él». Este esfuerzo se había percibido, sin duda, en Omikron. Y en él se intuía cómo pretendía lograrlo: desde el maridaje con el cine, y la réplica de activos mercantiles que aún no acostumbraban a acompañar los lanzamientos. David Bowie compuso la música de Omikron y fue uno de sus personajes. Para Fahrenheit: The Indigo Prophecy Cage pudo contar con la banda sonora de Angelo Badalamenti (responsable de la música de Twin Peaks) y conectó perceptiblemente a sus personajes con los rasgos de estrellas de cine como Angelina Jolie o Will Smith.

II

Afirma Dayo que «Cage no siente desdén por el medio interactivo. Va en otra dirección: siente respeto por lo que ha conseguido el cine. Cage siempre defiende el videojuego, y si hace comparaciones es para mostrar el potencial que aún no ha sido desbloqueado». El líder de Quantic Dream ha modulado su ambición según el lecho iconográfico del drama interactivo, lo que es lo mismo que decir que la ha modulado según su cinefilia y las formas que ha ido hallando de canalizarla en el diseño de videojuegos. Es lo que nos lleva a un escenario delicioso, donde cada lanzamiento posterior a Omikron puede leerse según las edades de un cinéfilo (uno de marcado carácter adolescente). La primera vez que Cage se vino arriba, por mucha indefinición a la que empujara la chifladura de Omikron, ya estaba integrada en unas afinidades estéticas específicas: la deuda cyberpunk en la construcción de esa urbe, y el equipaje cultural en torno a la idea de que alguien «entrara» en un videojuego.

Es el isekai por antonomasia, y en particular una película fundacional como TRON, estrenada en 1982. Concedamos a Omikron, pese a todo, que el mero planteamiento traía aparejadas estas coordenadas y las referencias llegaban un poco por coyuntura, sin el hilarante voluntarismo de sus juegos posteriores. Fahrenheit, que eventualmente tuvo que ampliar su título a «The Indigo Prophecy» para distinguirse de obras con títulos similares  —un documental de Michael Moore y una novela distópica clave del género—, es recordado por su potente inicio: Lucas Kane recupera la consciencia en un baño tras haber asesinado a un hombre. No sabe por qué lo ha hecho, ni siquiera guarda recuerdos de haberlo hecho, y el jugador tiene que sacarlo de ahí a toda prisa, antes de que le descubran. Sus manos están manchadas de sangre, y su confusión es la nuestra al punto de que a nadie le importe que este inicio maneje nociones de impacto semejantes a los primeros minutos de Saw con sus mutilaciones, su cuarto de baño y una pregunta que se repite: cómo hemos llegado aquí.

James Wan estrenó Saw solo un año antes de Fahrenheit, con lo que asumiendo lo avanzado que estaba el desarrollo entonces sería mezquino hablar de referencia intencionada. Por otro lado no deja de persistir un plan categórico para diferenciarse de Omikron, y este es que si el debut de Quantic Dream quería introducirnos en un videojuego, Fahrenheit quiere hacer lo propio con una película. Voluntad que va más allá de las referencias que podamos leer: en los menús el juego se denomina «película» y hay botones reminiscentes a un reproductor VHS. Por si fuera poco Cage tiene la desfachatez de que el tutorial de Fahrenheit se desarrolle en un set de rodaje, con una versión digital del propio Cage enseñándonos a jugar. A Fahrenheit le ha atropellado el tiempo por detalles como estos, antes que por el machismo recalcitrante en el dibujo de sus personajes femeninos —pues este llega hasta Detroit: Become Human— o la tan criticada deriva de su argumento. La búsqueda de respuestas de Lucas Kane, salteada por las pesquisas de quienes investigan sus crímenes (los policías Carla Valenti y Tyler Miles, que también controlamos) da paso a una imposible conspiración milenaria que con mucha generosidad calificaríamos de ciencia ficción —aún más que en el caso de Omikron— y que erige a Kane como el «Elegido».

Es difícil no guardarle simpatía a estas chorradas por dos razones: una es lo equilibrado que ya entonces Cage tiene el sentido del espectáculo —algo que irá a más a partir de aquí, con una gran sensibilidad para edificar sobre la fantasía y el terror—, haciendo maravillas con el motor de PlayStation 2. Otra es la sinceridad que se percibe en la construcción de este espectáculo, pues en ella Cage no se preocupa por ocultar referentes. Irrumpe El silencio de los corderos cuando conocemos a un psicópata con información clave. Entretanto el influjo de Matrix, que había tenido tiempo de estrenar sus dos secuelas antes de Fahrenheit, es clamoroso, y también el de un cineasta cuya sombra pende sobre la integridad de la obra de Cage: David Fincher. El talante sombrío de la ficción, con un poso de fatalidad que Cage replica en su escritura más por pose que por auténtica comprensión —los diálogos asombrosamente estúpidos entre Lucas y su hermano sacerdote—, se da la mano con una pesada atmósfera desde la meteorología. La nieve sempiterna en Fahrenheit, la lluvia de un tercer videojuego que llevó por título Heavy Rain

En Heavy Rain regresaron tanto Saw —ahora sí directamente, en tanto a las pruebas de carácter moral que debía superar Ethan Mars— como Seven enfatizando el componente de investigación y serial killer dentro de una siniestra ciudad donde siempre llueve. Las servidumbres del desarrollo narrativo a films archiconocidos, por otra parte, son mucho más fuertes. El personaje de Norman Jayden sigue la pista del Asesino del Origami gracias a los préstamos de Minority Report, el acecho de la locura que sufre Ethan Mars está mediado por los efectismos de El club de la lucha y Memento, y finalmente todo el esqueleto argumental está articulado según una sorpresa final que no es más que un fuego de artificio: uno cuya plausibilidad se antoja imposible de mantener en partidas posteriores. Contrariamente a lo que ocurre cuando revisas El sexto sentido y el primer Shyamalan, y reapareciendo de forma aparatosa en Detroit: Become Human.  

La acusada injerencia de películas que arrasaban entre la crítica y el público de la época matizaba enormemente el arrojo narrativo de Cage, pero tampoco llegaban a desbaratar la potencia de sus propuestas gracias a cómo se iban dominando el funcionamiento del drama interactivo. El motion capture mejoraba a pasos agigantados, la diálogos también, y el equipo de Cage elucubraba escenarios donde las decisiones del jugador ganaban peso sin necesidad de blindarlo con pirotecnia: bastaba con trabajar fases más contemplativas, donde quien jugaba pudiera hallar modos alternativos de expresión —caso de una secuencia particularmente lograda donde, como Ethan Mars, había que ingeniárselas para entablar comunicación con nuestro hijo—, y con hallar gramáticas que nunca más dependieran del game over. Heavy Rain triunfó preventivamente al tejer la ilusión de que nuestras decisiones importaban, y por eso Beyond: Dos Almas se entendió como un paso atrás. 

¿Por qué Beyond es un fracaso tan doloroso? Quizá por constatar que el drama interactivo ha de ser lineal si quiere conservar su poder seductor. Las decisiones han de ser acumulativas, forjar un conjunto dramáticamente coherente pues así es como funciona nuestro vínculo con este formato: paso a paso, con el convencimiento de que nosotros somos responsables de lo que nos ha traído aquí y de que, al echar la vista atrás, podremos divisar cuáles fueron los diversos desencadenantes. Por eso la parte que mejor funciona es aquella en la que Jodie prepara una cita en casa con Ryan. Cada decisión que se toma tiene un resultado visible y así ocurre que la cuenta atrás con la que lidiamos (una cuenta atrás lineal porque, bueno, así funciona cualquier cuenta atrás) produce un suspense tan sugerente. La cuestión es que Beyond: Dos Almas no es lineal, sino que narra la historia de Jodie y Aiden con saltos en el tiempo bien arbitrarios, bien reminiscentes a una lógica de la que el jugador no tiene opción de participar: la exclusiva de Cage como novelista y demiurgo dictador. 

Beyond: Dos Almas fue devorada por el ansia primigenio de Cage de contar una buena historia por más que esto pudiera sacrificar al jugador. Como la historia en sí misma tampoco era demasiado buena, en Beyond se divisaron indirectamente los motivos por los que Detroit: Become Human sería el mejor juego de Quantic Dream. O, al menos, el más logrado dentro de unos presupuestos inamovibles.

III

La obra de Quantic Dream está determinada por un pensamiento básico, al menos desde Fahrenheit: el cine posee herramientas a las que el videojuego puede recurrir atendiendo a unos objetivos clave. Dichos objetivos son la inmersión y la emotividad como exponentes máximos de todo lo que puede deparar esa interactividad consustancial al medio. En Fahrenheit, Heavy Rain y Beyond la deuda cinematográfica está generalmente enfocada según la superficialidad y las modas. Aunque Beyond puede presumir de una deuda más líquida, toda su escritura está realizada según los estilemas de ese «clever blockbuster» cuyo estandarte es Christopher Nolan: ahí está la sobreescritura, el torpe exhibicionismo dramático o la forma esquinada de cultivar los géneros populares. Detengámonos en esto último.

Nolan acostumbra a que los géneros sean activos secundarios en su filmografía: la acción, el cine superheroico y la ciencia ficción se articulan como imaginarios que él domestica para emplearlos como depósitos de sus constantes autorales. No porque desprecie dichos géneros —a estas alturas nadie podría quitarle el carnet de fan fatal de la ciencia ficción—, sino porque los concibe en primera instancia como herramientas comunicativas: formas de apelar al público, de jugar con sus expectativas y juicios preestablecidos para transportarle más fácilmente a otra cosa. Christopher Nolan es un autor popular en la misma medida que lo es David Cage porque ambos emplean los géneros de forma similar, si bien a Cage le traicionan mucho más las filias concretas. Dentro de esta dialéctica, el Detroit: Become Human publicado en 2018 es tanto la ciencia ficción más madura que ha podido alcanzar Cage como la eclosión de su discurso creativo.

Por supuesto, Detroit está incrustado sin sonrojo en el inabarcable campo de derivaciones de Blade Runner y Philip K. Dick. El entusiasmo con el que navega entre las propuestas del filme de Ridley Scott sigue siendo el mismo que en Fahrenheit le llevó a colocar un póster de Ciudadano Kane dentro del piso de Lucas Kane o a presentar Beyond en el Festival de Tribeca alardeando de la complicidad de Elliot Page y Willem Dafoe. Es el mismo entusiasmo filmbro con el que referencia a El Padrino en una misión donde Marcus ha de recoger un «paquete» de la cisterna de un váter. Y pese a todo, Detroit: Become Human invoca una dignidad propia como ficción scifi al poner a trabajar su guion no solo desde la referencia, sino desde el conocimiento histórico y la inventiva anticipatoria: coordenadas indispensables en una ciencia ficción «dura». La mera decisión de situar la trama en Detroit es sintomática: esta ciudad estadounidense fue el rostro de la industria automovilística durante el siglo XX, y más tarde el de las mareas destructivas del capitalismo tardío cuando la reestructuración y la externalización la condujeron a la decadencia fantasmal en la que reparaba recientemente el film de terror Barbarian. Así como ya se había compartimentado con la encrucijada de tensiones raciales que Detroit, de Kathryn Bigelow, retrató un año antes de Become Human en torno a los disturbios de 1967.

Quantic Dream se preguntó qué ocurriría si Detroit volviera a la vanguardia tecnológica: cómo lo recibiría su geografía, y cómo podría dialogar con sus remanentes de sublevación racial llevándolos a un tropo scifi tan reconocible como la rebelión de las máquinas. En este sentido Cage alcanza sus mayores hallazgos —el diseño visual de los androides en tanto a su círculo identificativo, y a cómo la jugabilidad made in Cage puede nutrir su floreciente autonomía—, a la vez que sus callejones sin salida más ridículos. El propio Dayo pasó examen de estos atendiendo a la problemática de equiparar la emancipación afroamericana con la adquisición de conciencia de seres artificiales, dando en el clavo al definirla como una «versión pop de cómo funcionan las revoluciones» que restaba más que sumaba a la hora de pergeñar escenarios de ficción con posibilidad de aportar textos a la justicia social. Cage había alcanzado su madurez expresiva a la hora de introducir al espectador en sus propuestas —con el logro impepinable de los árboles de decisiones compensando la costumbre de confundir al jugador con personajes de objetivos antagónicos—, y a la vez había confirmado que como narrador no tenía demasiado que decir.

IV

Es lo que, volvemos a ello, remite a la carencia fundamental de Cage como creador, la que mayor gravedad ha adquirido cuanto más, paradójicamente, progresaba. Esta es que la imaginación de Cage no está únicamente capada por su apego a lo cinematográfico, sino por su incapacidad para percibir otras posibilidades en este lenguaje. No hay un entendimiento o inquietud sobre hasta dónde podría llegar, pues está limitado por significantes déspotas que siendo justos no solo le determinan a él, sino también a un sector de la cinefilia —¿la cinefilia Marvel?— e incluso a una forma en sí misma de acometer el diseño de videojuegos.

En 1968 Noel Burch empezó a teorizar sobre los «modelos de representación». Reaccionando a los terremotos que figuras como Jean-Luc Godard y el binomio Jean-Marie Straub/Daniéle Huillet estaban desatando sobre el entendimiento convencional de lo cinematográfico, a través Praxis del cine y El tragaluz del infinito acuñó varios modelos de representación que explicaran hasta qué extremos llegaba la transgresión de los cineastas citados. Dio, entonces, con el famoso Modelo de Representación Institucional, que elaborado por Hollywood y a caballo de lo novelístico nombraba un «conjunto de directrices que históricamente habían sido interiorizadas por los cineastas y técnicos como base indestructible del lenguaje cinematográfico y habían permanecido constantes a lo largo de medio siglo, independientemente de las importantes transformaciones estilísticas que hubieran podido intervenir». Entre estas directrices destacaban los distintos movimientos de cámara, la escala de planos superando el omnipresente plano general —que por otra parte nunca ha perdido hegemonía en los videojuegos— o la llamada cláusula del relato. 

No cabe echarle en cara a Cage, faltaría más, que no se aparte de esta cláusula. El problema es que apenas ha hallado el modo de contar historias fuera del influjo del cine y del Modelo de Representación Institucional; de ahí que resulte tan aventurado considerarle el Godard del videojuego como se ha llegado a hacer. Las excepciones nos llevarían al Modelo de Representación Alternativo que también teorizó Burch en aras de la procelosa modernidad cinematográfica, y se reducirían a gestos como la puntual afloración de pantallas/viñetas reubicando la narración —el impacto de la serie 24 haciéndose notar en Fahrenheit y Heavy Rain— o la ruptura controlada de la cuarta pared, ya sea el esquema narrativo de Omikron o los cuestionarios de Chloe en las pantallas de inicio de Detroit: Become Human. Por lo demás, Cage ha querido que la cláusula del relato impere sobre cualquier otro aspecto, mostrando una saludable inventiva visual que no deja de ser extrapolable tanto al rodillo de Hollywood como a sus expresiones más recientes, en tanto a la avalancha de planos y cortes donde acostumbran a fragmentarse cada secuencia de los juegos de Quantic Dream. 

En resumidas cuentas a Cage no le interesa tanto el cine como una parte concreta del cine: el blockbuster, y por extensión la canónica norma hollywoodiense. Es lo que le hace ser un agente dócil de tantos en la conformación actual del Triple A, y también alguien absorbido por cualquiera de las lógicas de la industria audiovisual. En la figura de Cage se cruzan tanto los abusos de un sistema asentado en injusticias raciales y sexistas —poco después del lanzamiento de Detroit: Become Human Quantic Dream ha afrontado suficientes acusaciones en su seno como para quedar exento de cualquier legitimidad política, si es que le quedaba alguna—, como la dependencia ansiosa de un mainstream devorador e implacable, que actualmente le ha llevado a asociarse con Lucasfilm y Disney para la realización de un próximo videojuego de Star Wars, Eclipse. Quedan en su obra, sin embargo, retazos de brillantez o relevancia a los que ha conducido esporádica y forzosamente el egocentrismo incauto de quien nunca ha llegado a ser consciente de su alienación.

Como suele ocurrir en estos casos, los terrenos más fructíferos para ello se encuentran en sus propuestas más imperfectas. Omikron: The Nomad Soul era una propuesta desquiciada carente de autoconsciencia, tan comprometida con buscar nuevos caminos como solo podía estarlo un temperamento creativo inexperto, y solo pudiera apreciar en sus honduras secretas el cerebro galáctico de David Bowie. Cage nunca ha dejado de ser un adolescente en su aproximación al medio, y por eso llegan a resultar tan anárquicas algunas de las ideas de, sí, Beyond: Dos Almas. Porque en Beyond podemos alternar siempre que queramos, por primera vez en la obra de Cage, entre el control de dos personajes. Jodie y Aiden. Por más que el resultado de las acciones que emprendamos con Aiden esté prefijado, en el presente estricto del juego no se tiene esa sensación: podemos explorar cuanto queramos con una libertad que parece más acentuada en cuanto se practica desde el vuelo y la posibilidad de llegar a lugares adonde Jodie no puede. Esto no es lo único que distingue a Aiden de Jodie, pues Aiden tiene otras habilidades y no aparece nunca en pantalla físicamente: siempre es un plano subjetivo. Alguien inevitablemente percibido como el jugador. 

Volvamos a Lara: «El aumento de empatía en Beyond: Dos Almas se debe a Aiden, que adquiere una cierta identidad en la experiencia del juego: la del propio usuario. El fenómeno es parecido al de Las Meninas de Velázquez, donde el espectador se integra al proceso de comunicación establecido por el pintor: la focalización de Aiden resulta ser la del usuario que no solo interactúa con él sino que, a través de la manipulación de la óptica de la primera persona, forma parte de la historia». Aiden es personaje jugable, ángel de la guarda de otro personaje jugable, y también algo así como una deidad. Aiden podría significar el clímax de la voluntad de inmersión de Cage, entregando tantísima agencia al jugador como para que este se sienta un dios de su mismo calibre; también una ruptura de la cuarta pared algo más significativa que la que pudiera otorgar la simple asunción del juego como juego. Pero ante todo significa algo que se escapa a los modelos de representación cinematográficos y del blockbuster, y que amparado en la primera persona no queda otro remedio que asumir dentro de la naturaleza intrínseca del videojuego. Por una vez, Cage lo consiguió. 

Colaborador

Periodista especializado en cine y cultura pop. Autor de ‘La otra Disney’. Ha ejercido de crítico cinematográfico en medios como SensaCine, Canino Magazine o Espinof, y actualmente es redactor de Actualidad en Cinemanía y copiloto del podcast Choquejuergas.

  1. molekiller

    Recuerdo flipar con la demo del Omikron en su día, pero por a o por b no me lo acabé comprando.

  2. Xorn

    ¿Un artículo acrítico con la figura de Cage en la semana del Hogwarts Legacy? ¡Maravillosa jugada!

  3. Shalashaska

    Muy buen artículo, Alberto. David Cage es un buen personaje, y como Christopher Nolan, ha pasado de tipo con ideas interesantes a un engranaje del mainstream emborrachado de sí mismo.

    Qué tiempos aquellos en los que alguien como Bowie se acercaba al videojuego a experimentar!

  4. DarkCoolEdge

    A mí el personaje del investigador de Heavy Rain me recuerda mucho a Vidocq de Pitof, me juego la mano a que es la inspiración.