Un análisis de Forestrike

Buscamos cosas que no existen

El estudio de Olija apuesta por el formato roguelite para contar una historia en la que se cruzan mecánicas inteligentes y una poética capaz de darle sentido a cada repetición.

Hay más de Olija en Forestrike de lo que podría parecer, sobre todo si tenemos en cuenta que aquel era una aventura a lo Another World y este es algo así como un roguelite. Lo digo de esta forma porque creo que quedarse en ese formato, en la estructura en que se despliegan las partidas, sería una descortesía, primero por las formas en que el juego experimenta con su naturaleza repetitiva y cíclica, y segundo porque si pensamos que Forestrike es un roguelite, y que sus partidas son runs, seguramente saldría peor parado de lo que merece. Forestrike es una historia: una que se juega, una en la que —de una forma que solo es posible en un videojuego— cada partida es un nuevo capítulo de una novela en cuya escritura participas ejecutando coreografías de artes marciales, a puñetazo limpio.

Es la historia de Yu, concretamente, un aprendiz de artes marciales que se enfrenta a la abrumadora tarea de devolver la gloria al emperador, cuyo gobierno peligra seriamente por la influencia de un almirante que está sembrando la discordia en el país. Siguiendo las enseñanzas de los maestros de hasta cinco casas distintas, Yu debe hacer frente a su misión usando su mayor poder: la presciencia, el arte de poder anticipar el futuro.

Esta técnica de la presciencia es también la gran idea mecánica de Forestrike, que a efectos prácticos se presenta, como decía, en forma de roguelite en el que avanzas por el mundo a través de una serie de combates contra desarrapados, librepensadores, autómatas y todo tipo de enemigos del emperador. Gracias a la presciencia, cada combate tiene dos fases: en la primera, ensayas la pelea tantas veces como necesites, buscando y practicando la secuencia de movimientos que tiene más papeletas de acabar contigo en pie y tus rivales en el suelo, noqueados; en la segunda fase, ejecutas tu plan, tu coreografía, esta vez de verdad, sin segundas oportunidades ni posibilidad de empezar desde el principio, algo así como lo que propone Deconstructeam en su genial Many Nights a Whisper. Con muy poquitas excepciones, lo de ensayar tantas veces como quieras es cierto: puedes practicar una, diez o cien veces, hasta tener claro que el combate real (cuando «vuelves a la realidad», como dice, y es importante, el propio juego) va a salir bien.

Funciona precisamente por eso, porque honra su promesa. El efecto que produce esta mecánica es fascinante. Las primeras veces, ensayas cada combate hasta que te lo sabes de memoria, hasta que puedes anticipar con frames de exactitud cada golpe y cada movimiento de tus enemigos: este va a lanzarte un proyectil desde lejos, este se va a abalanzar contra ti, aquel no saldrá de su cobertura si no haces algo para sacarlo. Tu caja de herramientas para responder a la amenaza es sencilla al principio, pero poco a poco se va volviendo más compleja, a medida que, durante tu viaje, conoces a nuevos maestros y aprendes sus técnicas, que se suman al pool del que el juego las saca para presentártelas, aleatoriamente, en cada partida. Tienes un ataque básico y uno fuerte, diferente en función del maestro que elijas para la run; puedes coger las armas que dejan caer los enemigos, o robárselas si sabes cómo; puedes esquivar los golpes o bloquearlos, usando diferentes recursos que también aprendes a conseguir de varias maneras, a medida que estudias las enseñanzas de cada casa; hay golpes especiales con efectos más avanzados, que exigen práctica pero pueden cambiar drásticamente el curso de los combates más ajustados. El Yu que sale del refugio en el que se ocultan los maestros es muy distinto al que termina, si consigue terminarla, la misión; en cada partida, la complejidad creciente de los enfrentamientos va acompañada de un aumento en los recursos a tu disposición para enfrentarte a ellos, como en todos los roguelites, aunque aquí tienen la brillante conclusión de la coreografía final, la secuencia de movimientos con la que completas cada combate.

Al principio no entendía del todo por qué Forestrike permite guardar las repeticiones de algunos combates, a las que luego puedes acceder observando el reflejo del agua en una fuente del refugio. Poco a poco lo entendí. Como desenlace de cada encuentro de una run (que se suceden «a lo Slay the Spire», eligiendo sobre un mapa que a te permite elegir entre varios destinos; si vas por unos pierdes el acceso a otros, así que conviene ver qué te espera más adelante para elegir la ruta que más te conviene a varios encuentros vista, de nuevo como en tantos roguelites modernos: el más reciente que se me viene a la cabeza es Moonlighter 2), esta coreografía final es enormemente satisfactoria, más cuanto mejor entiendes lo que hace cada pieza. A medida que las habilidades que consigues se vuelven más complejas, las secuencias de golpes y defensas empiezan a volverse también más enrevesadas, no de la manera matemática de otros roguelites sino con el sentido del espectáculo y la acrobacia de las buenas coreografías del cine de artes marciales. De manera intuitiva, entiendes los riesgos y recompensas de cada forma de atacar; para cuando el maestro Tengu te explica que a veces tienes que saber cuándo jugarte el pellejo para conseguir los resultados deseados, tú ya lo sabes, porque lo has entendido a base de practicar y practicar y practicar. Las primeras veces que ves un sombrero enemigo salir por los aires al recibir un puñetazo, parece un simpático efecto que añade dinamismo a la imagen; cuando descubres que si el sombrero te cae encima te lo colocas en la cabeza, se abre la puerta a buscar no solo la mejor secuencia de movimientos (lo que sería resolver el puzzle que es, al final, cada combate de Forestrike) sino a integrar la creatividad en el proceso; con este tipo de detalles, el juego suele acabar pagando los cheques que va extendiendo: llegado el momento, aparecen habilidades que añaden efectos a estos micromomentos del combate, por ejemplo haciendo que si te pones el sombrero que le has arrebatado a puñetazos a un enemigo, el resto se queden sorprendidos, inmovilizados durante un momento, lo justo para permitirte hacer una filigrana más bonita o asestar un golpe preciso que acaben haciendo más vistosa y memorable la coreografía final. ¿Cómo no vas a querer guardar esas repeticiones?

Así, run tras run, no solo vas conociendo mejor a tus maestros y encontrando otros nuevos, sino que el refugio va ganando en movimiento. La aproximación es la misma que la de Hades, por poner el ejemplo más conocido (uso referencias a otros juegos porque, al final, también son referencias lo que hace Forestrike, como todos los que siguen la misma estela), en el sentido de que el refugio es a la vez un hub, una suerte de menú glorificado desde el que accedes a las distintas opciones (las repeticiones, el códice, la galería de arte; las partidas estándar, el tutorial, etc.), y el escenario en el que se desarrolla la historia. Ahí hablas con los maestros, entiendes su carácter, descubres sus motivaciones; es aquí donde el juego establece las bases de una «poética muy presente, muy trabajada y muy consciente», como escribí en su día sobre Olija, que muy pronto se convierte en la lente a través de la que se interpreta el roguelite, y no al revés: Forestrike nunca deja de ser juego, pero es más historia que juego, de una manera muy interesante y sensible, estimulante de esa manera en que solo saben serlo las historias que saben que en el fondo también ellas han venido a jugar. Tiene un toque estrafalario que refuerza su conexión con las películas de artes marciales (cada maestro tiene una personalidad muy marcada, y relacionada directamente con su estilo de combate; el cuarto al que conoces, El Simio, es un hombre salvaje, impredecible y con fuerza animal, que te enseña a pelear de una manera irresistiblemente caótica), pero el cuidado con el que construye sus personajes y su mundo es suficiente para poder permitirse escenas divertidas, espirituales, reflexivas, grotescas, emotivas.

No es particularmente difícil llegar al final de Forestrike, al menos una vez. Es ahí donde se confirman las sospechas. Durante tus intentos, o al menos durante los míos, en ocasiones me atreví a afrontar algún combate sin ensayar antes, simplemente recurriendo a mi conocimiento, cada vez más profundo, de las maneras de ser y formas de atacar de los distintos enemigos. De vez en cuando, el juego te propone como objetivo secundario terminar un nivel sin practicar más de tres veces, por ejemplo; otras, algunas recompensas suculentas se esconden en niveles en los que no es posible usar las presciencia, así que para conseguir el premio gordo tienes que apañártelas como puedas para salir con vida, aunque recibas algún golpe por el camino. Cuanto más juegas, más apetece no recurrir a ese poder magnífico de anticipar el futuro, también por agilizar la partida; haces los primeros dos combates sin practicar, y luego todo el primer mundo excepto el jefe, y poco a poco vas atreviéndote más y más y encontrando más estimulante el reto de jugar tus cartas sin ver antes cuáles tienen los demás. Entonces, en una de estas, llegas al final y descubres algo; algo cambia; algo es distinto desde el momento en que terminas una run. Es ahí cuando descubres definitivamente que el objetivo último, la única forma de poner fin a la situación que tienes entre manos, es aprender a no usar la presciencia; completar una run, en términos del juego, sin practicar ningún combate. Es pasar de aprendiz a maestro; es superar a tus maestros, ellos mismos incapaces, en el fondo, de enfrentarse a la misión a la que tú te estás enfrentando. Si no, ¿por qué enviarían a un estudiante? Ahí el juego cambia por completo; con ese simple cambio, eliminando la presciencia de la ecuación, Forestrike se convierte en otra cosa, en una versión radicalmente distinta de sí mismo. Pasa de ser un juego sobre el aprendizaje y se convierte en uno sobre la maestría.

Es, en fin, un truco más, no sé si el último pero para mí el definitivo, de un juego sorprendente y lleno de momentos geniales, lastrado quizá más de la cuenta por la poca originalidad de algunos de sus andamios: no me atrevería a decir que Forestrike es el mismo roguelite que hemos jugado mil veces, pero en el fondo lo es, o lo es más de lo que, quizá por capricho, me gustaría, especialmente a la vista de la inteligencia con la que convierte este andamiaje a veces un poco genérico y lo transforma en la herramienta perfecta para contar su historia; no cualquier historia, sino la suya, una mucho menos evidente de lo que personalmente esperaba ver en un juego así. Al final, Forestrike se beneficia de la presciencia de la misma manera que Yu: no siempre le salen las cosas bien, a veces tropieza, a veces tiene buenas intenciones pero no termina de clavar la ejecución, pero es más fácil, cuando consultas el manantial en el que guardas tus recuerdos de la partida (como las repeticiones de tus mejores coreografías dentro del juego), pensar en lo que hace bien que en lo que no. «¿Has visto mis anteojos?», te pregunta, en una genial escena entre runs, el maestro Tengu cuando hablas con él. «Nunca te he visto con unos anteojos», le responde Yu. «Es cierto, porque no los tengo», dice Tengu. «A veces buscamos cosas que no existen». Confuso, Yu le pregunta si lo que dice es alguna especie de lección. «Ahora no, porque ya la has aprendido», le responde el maestro. Ya lo hemos aprendido.

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