Gradius es una de esas sagas con tantas entregas a sus espaldas que resulta complicado hacer un repaso medio completo de su historia. Hay títulos más que dignos que siempre quedan fuera de los repasos (hola, Nemesis ’90 Kai), pero en este caso hay un título que, pese a no pertenecer a la línea numerada y no haber tenido apenas difusión fuera de Japón, es difícil dejar atrás por ser el favorito de muchos fans: Gradius Gaiden.
Gaiden fue el primer Gradius de 32 bits. Llegó en un momento en el que casi todos los géneros estaban abrazando una nueva jugabilidad con gráficos en 3D. Pero, al igual que hizo Castlevania: Symphony of the Night, decidió aprovechar la potencia de la nueva generación de hardware para refinar al máximo su estilo tradicional, algo que agradecimos quienes todavía no estábamos convencidos con la jugabilidad que ofrecía la rama tridimensional del género por aquella época.
También llegó en un momento en el que la saga estaba empezando a desgastarse por la repetición de su fórmula mágica. Algunos ingredientes ya empezaban a cansar: el nivel de los volcanes, el de los moáis, el biológico, la fortaleza mecánica… Teniento tantos niveles casi obligatorios en cada entrega, ¿qué margen quedaba para la creatividad si medio juego ya estaba predefinido? ¿Cómo podía seguir sorprendiendo una saga caracterizada por el exotismo de sus planetas si nos mostraba los mismos lugares una y otra vez?
El legado de Gradius Gaiden es lo que supo construir por encima de un esqueleto que parecía inamovible, la forma en que supo plantarse y decir: ¿queréis volcanes y moáis otra santa vez? Muy bien, los vais a tener, pero agarraos, que vienen curvas.
Gráficamente, Gaiden es como un clásico al que le han dado una capa extra de pulido. Juega muy bien con el contraste, superponiendo elementos brillantes sobre fondos oscuros para crear una acción visualmente limpia, en la que es fácil entender lo que está pasando en cada momento, incluso en las situaciones más caóticas.

Tiene un pixel art delicado, en el que cada punto parece estar cuidadosamente colocado en el lugar perfecto. Eso hace que las formas queden bien definidas hasta en los sprites más pequeños. Se nota en los movimientos de rotación de las naves aliadas y enemigas, tan suaves y precisos que uno diría que se trata de 3D puro si no fuese porque, de serlo, sería imposible que cada uno de sus fotogramas fuese tan perfecto (de hecho, diría que se trata de un trabajo de rotoscopia pixelada sobre una referencia tridimensional).
La potencia de Playstation dejó muy atrás las limitaciones técnicas de los Gradius de 8 y 16 bits. La paleta de colores era inmensa. Podía verse en la cantidad de tonos distintos, en sus sombreados amplios y suaves, y en el uso indiscriminado de colores semitransparentes (algo técnicamente complicado en generaciones anteriores) y en el uso de efectos complejos de tipo shader. También permitía un amplio despliegue de efectos de ampliación, deformación y rotación que servían a todo tipo de propósitos: ataques visualmente imponentes, enemigos grandes que se movían por partes, movimientos que creaban la ilusión de unas físicas complejas que todavía no eran habituales. Todo ello mientras movía montones de objetos a la vez sin sufrir las ralentizaciones a las que nos tenía acostumbrados la saga.
En cuanto al sonido, decir que la banda sonora de un Gradius es buena es como decir que el agua moja. Aunque no se le pueden atribuir las composiciones más brillantes de la saga (el listón aquí lo marcan los fantásticos temas de prog rock marca de las primeras entregas), sí que trajo un tipo de sonido nuevo, más lleno de matices, pasajes, altibajos y momentos sorprendentes que visten a la perfección cada tramo de una aventura épica.
Eso se nota desde el momento en el que pulsas el botón start. Tras la tonadilla clásica de insertar moneda, un tema con una marcadísima línea de bajo empieza a calentar el ambiente mientras tomas tus primeras decisiones. Por primera vez, además de la habitual Vic Viper con la configuración de armas clásica que incluye su largo láser frontal, puedes elegir otras tres naves: la Lord British con la configuración de la saga Salamander y su láser en forma de ondas, la Jade Knight con dos tipos de láser nuevos, entre los que destaca el que se despliega en forma de círculo para causar daño de área alrededor de la nave, y Falchion β con proyectiles explosivos.
En un segunda ronda de selección, podemos elegir entre dos escudos conocidos y dos nuevos: el escudo frontal, que puede detener una gran cantidad de proyectiles, el campo de fuerza, menos resistente pero que envuelve toda la nave, la guarda, que evita los choques mortales contra el escenario y el limitado, que te hace completamente invencible durante unos pocos segundos.
Por último, podemos elegir cómo queremos gestionar las mejoras sobre la marcha, si con el sistema habitual de la saga (algo más complicado porque requiere mantener un ojo en la acción y otro en el marcador) o con el sistema automático, que pone las cosas un poco más sencillas y es especialmente útil para quien se acerque a la saga por primera vez.

Tras la selección de armas empieza Gradius Gaiden con lo que cabría esperar en cualquier juego de la saga: un tramo de recorrido en el espacio abierto, con varias oleadas de enemigos listos para regalarte los ítems que llevan consigo, todo ello acompañado de una melodía alegre y emocionante. Pero esta vez nos hace un pequeño spoiler poniendo nombre al nivel: Beyond the White Storm. El nombre desaparece, pero queda suspendido como una profecía durante todo el tramo. A los pocos segundos ya andas medio armado; entonces se hace el silencio y se da el primer cambio de ambiente. Una aurora boreal aparece acompañada por el sonido sintético del viento, la nieve empieza a caer y una intro misteriosa da paso a una zona que se aleja completamente de los paisajes cálidos con los que siempre había abierto la saga. El primer nivel se siente vivo, lleno de movimiento. El clima está presente, la aparición repentina de enemigos grandes provoca avalanchas en el fondo, placas de hielo se desprenden cambiando el terreno de juego y dejando cortinas de hielo tras de sí, torretas disparan contra el techo para que los trozos de hielo caigan sobre ti. Y la guinda: un gusano con una estructura modular se desliza por la pantalla con un movimiento orgánico e hipnótico.
Si lo piensas bien, en tres minutos de reloj ya has visto un montón de cosas. Pero el ritmo no para.
Tras el segundo tramo de espacio abierto, el scroll vertical se abre para que puedas moverte por un área mucho mayor mientras un lamento mecánico da paso a un cementerio de naves en el que, entre otras cosas, aparecen los restos moribundos de jefes de final de fase de entregas anteriores. Este concepto ya lo habíamos visto en Turrican 3, donde incluso te enfrentas a la versión deteriorada del primer jefe de la entrega anterior. Pero aquí resulta un poco más trágico, puesto que aparecen muchos de los jefes, no como combates, sino como partes del escenario que intentan acabar contigo, con versiones agonizantes de sus antiguos patrones de ataque. Alguno simplemente se desploma, sin llegar siquiera a lanzar un primer ataque. Al final de la fase, te enfrentas a un jefe diferente dependiendo de si acabas por la zona de arriba o abajo; el jefe de la zona inferior resulta especialmente interesante. Se trata de un pequeño núcleo con tentáculos que recoge chatarra del escenario para construir una coraza. De nuevo, todo ello con movimientos orgánicos y precisos que resultaban de lo más sorprendentes en la época.
El tercer nivel es un planeta de cristales gigantes al más puro estilo de Julio Verne. Algunos cristales flotan suavemente y rebotan al chocar con otros. Todo apunta a que será un baile entre rocas flotantes hasta que descubres que los láseres (amigos y enemigos) cambian de dirección al reflejarse contra los cristales. Cuando el nivel se intensifica sabes desde dónde sale cada láser, pero no dónde va a terminar. Al final de este nivel aparece el primer jefe de tipo clásico (una nave con núcleo protegido por varias barreras), pero aparece armada con brazos que emiten unos coloridos rayos de luz cuya amplitud depende del ángulo de inclinación. Incluso este jefe de cuerpo mecánico se siente ágil y astuto.
El cuarto nivel nos lleva a un terreno conocido: los moáis. Cualquier fan de la saga sabe que los moais son el muro de dificultad que prueba si podrías llegar a completar el juego. No en vano, creo que la zona de moáis del primer Gradius fue mi iniciación al género de los danmaku (o bullet hell). La isla se divide en varias zonas donde las estatuas se mueven y atacan de distinta forma. Al destruirlas, algunos trozos de cabezas se desprenden y caen mientras su ataque con rayos termina de perder fuerza, lo que provoca un barrido de pantalla de lo más peligroso. La gravedad juega un papel especialmente importante en este nivel, en el que las ventanas de oportunidad aparecen y desaparecen a cada segundo que pasa. El jefe final es una pesadilla febril: una habitación que da vueltas sobre la cámara mientras dos caras gigantes escupen discos divisibles.
El quinto nivel es el orgánico; sabíamos que estaría, pero no nos lo imaginamos tan sumamente orgánico. Las paredes se mueven de forma elástica, unas células extienden lazos y tiran de ellas para estrecharlas, soltándolas al explotar; te sientes realmente dentro de un cuerpo vivo. Y la música es más un ambiente que un tema: hace que pases por el primer tramo casi aguantando la respiración.
El sexto nivel es una zona vegetal con más elementos orgánicos y elásticos que se extienden y recorren el escenario, pero, al contrario que el nivel anterior, resulta abierto y exótico.
Para el séptimo nivel ya crees que lo has visto todo, sensación que se refuerza cuando entras a la zona sólida y ves que se trata de la típica zona de volcanes. Pero esa sensación de familiaridad se desvanece cuando, a los pocos segundos, un agujero negro aparece a tu espalda y empieza a tragarse el planeta entero. La sensación de calamidad está presente en todo: árboles que se tambalean y saltan por los aires, formaciones rocosas que se desprenden poco a poco, enemigos que lanzan sus últimos ataques mientras caen presa del abismo… Todo resulta especialmente trágico cuando piensas en todas las veces que habías visto ese planeta en un Gradius. Esta es la última.

Después de luchar contra el jefe de esa zona piensas, madre mía, qué falta ya por pasar… y entonces una lluvia de enemigos da paso a una zona de concentración de jefes. Pero no una tediosa repetición de jefes anteriores como solía ocurrir en la era de los 16 bits, sino una fila incesante de jefes nuevos, cada uno con una rutina más loca que la anterior: una nave en forma de cruz disparando lásers mientras rota, un núcleo usando dos naves enemigas clásicas como si fuesen sus brazos, un trío de pequeños núcleos haciendo jugadas coordinadas, un núcleo que libera dragones de fuego y campos de minas (y que termina el combate destruyéndose a sí mismo), un núcleo que usa dos discos rodantes como armas y por último, otro que lanza ataques que causan daño de área que abarcan media pantalla.
Para cuando termina este nivel, llevas casi 40 minutos jugando y el mando se te resbala de las manos por la tensión. Entonces el nombre del capítulo revela que se trata del tramo final del juego. La música empieza a construir un ambiente épico y ascendente, que explota al comenzar el asalto a toda velocidad de la fortaleza enemiga. Un asalto que incluye tres jefes más por el camino (¿querías caldo? Toma tres tazas), y que vuelve a sentirse real, presente, desesperado por parte de tus enemigos. Te están atacando con todo y se nota. Tras los combates, el sonido de las sirenas te acompaña en un último tramo de habilidad en el que avanzas por huecos pequeños, bajo las patas de una estrella mecánica que se mueve torpemente el escenario. La música trasciende y te lleva a un jefe final que tiene más de revelación alucinógena y demo técnica que de combate. Y lo cierto es que se agradece porque, llegados a este punto, ya no te quedan nervios en el cuerpo.
El epílogo es irrelevante, algo que hemos visto mil veces a lo largo y ancho del género. Pero lo que queda es la sensación de haber vivido una aventura tremenda, fascinante, peligrosa e intensa hasta la extenuación; y todo eso en tres cuartos de hora.
Ese es el efecto de un juego denso, diseñado cuidadosamente para meterte en una situación nueva cada pocos segundos, que no se repite, que no te quita el control del mando ni siquiera entre niveles y que te da el tiempo justo para respirar y seguir adelante, que usa los gráficos y el sonido como complemento para la jugabilidad, que sabe perfectamente qué quieren las personas que van a jugarlo y que propone más que lo necesario para cumplir las expectativas.
A la vista está que Gradius Gaiden es uno de mis shmups favoritos. Tanto es así que se convirtió en la principal (e inalcanzable) referencia estética y jugable de entre los cientos de títulos que inspiraron Hydorah, el juego que pasé media vida soñando hacer.
El cuidado y la atención al detalle que hay puestos en Gradius Gaiden transcienden su época. Seguiría siendo un gran shmup si apareciese hoy como un juego indie en Steam, y creo que ese es el corazón de la entrega y de la saga al completo, que ante todo son juegos, y que serán valiosos siempre que los queramos jugar.

Monográfico
Gradius
- Análisis de Gradius Origins
- Gradius: Una retrospectiva
- Gradius Uno
- El juego denso de Gradius Gaiden
- Parodius: El pulpo que salvó a la Tierra
- El bucle
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