Una reseña de Neurogamer

Encefalopatía videoludiforme

Antonio Flores Ledesma se sumerge en Neurogamer, un acercamiento desde la ciencia a temas recurrentes y polémicos relacionados con el medio.

En uno de esos tropos cíclicos de la existencia que nos demuestran que el tiempo no tiene inicio ni final sino que nos encontramos en un eterno girar sobre lo siempre mismo, los videojuegos volvieron a ser acusados de ser origen de la violencia juvenil. En esta ocasión le tocó a Fortnite, en el contexto del asesinato homófobo de Samuel. A lo horrible le buscamos explicación, lo racionalizamos para que sea comprensible, para que sea lo suficientemente anormal como para no salpicar nuestra cotidianidad. De sus asesinos se ha dicho de todo con tal de obviar la respuesta más sencilla: lo mataron porque podían, porque era su privilegio, porque eran muchos y él uno solo, y encima un degenerado, apenas una persona. La banalización del mal del sistema patriarcal no necesita de un accidente como lo es un videojuego para ejercer su violencia. Pero que la realidad no nos quite la oportunidad de decir estupideces por las redes sociales.

Siempre suele haber voces sensatas a las cuales es recomendable hacer caso en estos retuertos. Como filósofo así clasicote suelo hablar desde ciertos modelos críticos de cultura, sociedad, historia, política, etc., y lo científico me suele quedar más lejos (y no voy a entrar en la discusión de la definición de «ciencia»). No es que vayamos a ganar la discusión o tener más razón por acumular más argumentos diferentes a favor de nuestra tesis, pero la variedad aporta otros motivos que ayudan a comprender mejor los problemas, y así buscar soluciones. La ciencia nos da acceso a otras comprensiones y explicaciones de los fenómenos, y nuestra relación con los videojuegos adquiere una dimensión diferente. Pablo Barrecheguren es una de estas voces que en mitad del falso problema de la violencia y los videojuegos, ha sacado a pasear la ciencia (la neurociencia en su caso) para entender mejor qué pasa aquí.

Barrecheguren es divulgador de «cosas de neurociencia» en su canal Neurocosas, y en abril de este año ha publicado un libro titulado Neurogamer (Paidós), donde pone en relación el conocimiento científico sobre el cerebro con los videojuegos. No sólo habla sobre la violencia, sino que hay todo un abanico de elementos de los que no somos conscientes que ocurren con nuestro cerebro mientras jugamos, aunque no solo ocurran mientras jugamos. Se habla de empatía, de adicción, o de mejora de las capacidades. Trata los estudios que ya se han llevado a cabo en este ámbito, y que apuntan a un camino de investigación y trabajo que puede ser muy fructífero en los próximos años. Pero tampoco hay que fliparse. Fundamentalmente, este libro es un llamado a la prudencia: ni todo es tan maravilloso ni, principalmente, todo es tan terrible. La ciencia es prudente, y a veces nos hace falta un poco de esta prudencia al hablar de videojuegos.

Correlación no es causalidad

Punto de partida: nuestro conocimiento sobre el cerebro ha crecido una barbaridad en los últimos cien años. Cada vez se sabe más sobre los procesos mentales, sobre las partes del cerebro importantes para el lenguaje, las emociones, el control del cuerpo, o la memoria. Sin embargo, tampoco se sabe tanto sobre el cerebro. O, mejor dicho, cuanto más se sabe más cauto se es con las conclusiones, porque cuanto más se sabe cuestiones más profundas y complejas se abren a la investigación. Al final, lo que tenemos son un montón de células que dan chispazos entre ellas, y todavía no se ha encontrado la clave para traducir estos chispazos a poesía.

Aquí uno de los principios del conocimiento científico: correlación no es causalidad. Más que un principio, es una advertencia previa. Que dos fenómenos se den uno detrás de otro no significa que el antecedente sea causa del consecuente. Por ejemplo, que yo piense muy fuerte «apágate, móvil», y, en ese momento, el móvil se apague, no implica que tenga poderes psíquicos. Son dos fenómenos independientes que, casualmente, se han visto seguidos uno detrás de otro, pero el primero, si pensamos científicamente (es decir, a través de método, experimentación, formulación de hipótesis, etc.), no hay nada en la experiencia que me diga que es causa del segundo. Otro ejemplo, ya con videojuegos: actuar de forma violento no se sigue de jugar a un videojuego de contenido violento. Hay una correlación, pero no hay causalidad, aunque, si se quiere ser todavía más prudente, se puede añadir que no hay necesidad

En Patreon: Antonio Flores Ledesma entrevista a Pablo Berrecheguren, autor de Neurogamer.

Esto de la necesidad complica las cosas, y es porque el cerebro, como bien se encarga de recordarnos el autor cada poco tiempo, es más complicado que una sentencia o un titular de informativos. La violencia es uno de los temas clave, pero también resulta relevante al hablar de las adicciones, por ejemplo, que Pablo Barrecheguren también trata en el libro. La cuestión es que, conociendo como conocemos y lo que conocemos de nuestro cerebro, obviamente existen relaciones entre la forma que tiene nuestro cerebro de procesar la información y dar una respuesta a lo que recibe del mundo, pero resulta muy complicado hacer una conexión directa y clara. Es decir, según cita el autor, hay estudios que relacionan directamente el jugar a videojuegos violentos con una insensibilización hacia la violencia, sobre todo en relación a las respuestas sociales sobre la violencia; pero también hay otro en el cual pusieron a los participantes a jugar a diferentes títulos (algunos violentos, otros no, y un grupo de control que no jugaba a nada), y al estudiar las redes neuronales que se sabe que tienen que ver con la violencia, no se encontró respuestas diferentes en ninguno de los grupos de participantes. En resumen, no hay certezas.

Más claro creo que se ve el problema con la adicción: el autor se refiere sobre todo al fenómeno de las lootboxes, que ha llegado a tal nivel que algunos gobiernos las han prohibido por considerarlas una forma de «juego» que puede llevar a la ludopatía. El problema que nos encontramos es que los videojuegos no son una «sustancia adictiva», pero contienen mecanismos que pueden generar procesos adictivos. Y esto es lo relevante: son «palancas», no sustancias. Con la violencia no se deja ver claro: lo que se pone en relación suele ser demasiado horrible como para intentar explicarlo, por eso, y como «la violencia engendra violencia», dar respuestas reduccionistas es más sencillo. Pero la adicción deja ver otros mimbres que apuntan a las condiciones sociales, al estrés, y a las búsquedas de salidas y extrañamiento de una vida complicada, por ejemplo. Obviamente, de nuevo, todo esto es provisional o, más bien, contingente: aquí los estudios nos dicen que hay una multitud de elementos diferentes que activan esos procesos adictivos que hacen que el cerebro genere respuestas adictivas. Los videojuegos no son adictivos por sí mismos, del mismo modo que no generan violencia de forma activa y unidireccional. El cerebro es complejo, y el sistema social en el que se integra también.

Certidumbres flojitas, pero certidumbres

Es por esto que, en realidad, hay mucho más de «neuro» que de «gamer» en el libro, pero tiene sentido: el cerebro es un hardware con el cual nos movemos consciente (e inconscientemente) por el mundo. Es la herramienta para procesar y dar respuestas a lo que nos rodea (no sólo intelectualmente, también físicamente). Los videojuegos son un elemento que está ahí en medio que, claro, genera problemas, pero también puede ser una mediación interesante para explicarnos, para intentar explicar nuestro cerebro y sus procesos. Es notable que, a pesar de la violencia y las adicciones, la mayor parte del libro está dedicado a temas más positivos. Se parte de ideas mucho más sugerentes: la plasticidad del cerebro, la capacidad que tiene de adaptarse a nuevos fenómenos, las respuestas originales a problemas. Esto lleva a ser mucho más optimista con los prudentes estudios que dice que los videojuegos generan o no generan violencia, generan o no generan adicción, o, y entramos en otros aspectos, por ejemplo, pueden mejorar (o no) nuestro cerebro.

La fama de Brain Training (Nintendo, 2005) generó una fiebre de títulos para mejorar la memoria, entrenar habilidades lógico-matemáticas, o fomentar la destreza en otros ámbitos de la inteligencia. Esto abrió un campo de estudios bastísimo, pues ahora se podían idear dispositivos que fueran directamente al núcleo de los procesos mentales que se querían potenciar, y al mismo tiempo uno se divertía en un fascinante espacio videolúdico. Sin embargo, la ciencia, de nuevo, nos invita a ser prudentes (aunque el autor cita casos en contextos específicos donde se han diseñado videojuegos para tratar problemas físicos concretos). Es cierto que, mientras más trabajo se le dé al cerebro, mejor se mantiene, pero no hay pruebas de que las fórmulas de entrenamiento de los videojuegos tipo Brain Training mejoren nada. Sobre todo porque el cerebro es algo complejo, no compartimentado; no se puede entrenar sólo la memoria, porque implica otros tipos de procesos y porque, sencillamente, hay también diferentes tipos de memoria. La ciencia da respuestas, pero o va despacio o prefiere no pillarse los dedos, y eso puede dejar un mal gusto al final. Por esto es interesante como, a veces, el autor se deja llevar por ese más allá que requiere la ciencia: en el caso del capítulo sobre la adicción, las últimas dos páginas son una batería ligeramente airada de soluciones posibles. Se nota el ánimo, y es una nota agradable entre tanta prudencia científica.

Como siempre, y esto es algo que he tardado en decir, todo depende de a qué videojuego juegues. Cuando se habla de violencia y videojuegos sólo se habla de videojuegos que contienen violencia, y se toma la parte por el todo condenando universalmente al medio. Pero es un medio muy plural, y nuestro cerebro no está sólo sujeto a ataques videolúdicos, sino que pueden ser otra cosa. Aquí es donde está la nota de optimismo y esperanza de Pablo Barrecheguren: igual los videojuegos no mejoran nuestro cerebro, pero nos afectan, y pueden hacerlo muy positivamente, como refugio frente a otros problemas, como espacio de tranquilidad, como espacio terapéutico. El autor nos cuenta su experiencia con Firewatch (Campo Santo, 2016), pero es algo que probablemente todo el mundo ha sentido con algún otro título. También pueden ser un espacio de encuentro, para personas que no tienen otro medio para conectar. El problema, como siempre, no es de los objetos (de los videojuegos), sino de cómo se usan.

Al final, el libro de Pablo Barrecheguren es una oda al videojuego a través de la neurociencia. Es otra forma de conocer nuestro cerebro a partir de nuestra relación con aquellos. De hecho, el último capítulo es un ensayo esperanzado que viene a decir «no sabemos mucho, y lo poco que sabemos es complicado, pero aquello que alumbra para el futuro puede ser maravilloso». El videojuego no sólo aparece como algo interesante para entender el cerebro y para potencialmente mejorar sus capacidades; además, es un espacio de encuentro colectivo para compendernos mejor, y tal vez ser mejores personas en el proceso.

P.S.: Mensaje personal para la divulgación científica: dejad de usar el formato de «gabinete de curiosidades (científicas)» para vuestras exposiciones. Sé que es una cuestión de estilo, y sé que se justifican como ganchos para aliviar la lectura y mantener al usuario atento, pero también hay que pensar que lo que estamos contando es lo suficientemente interesante y está bien escrito como para no necesitar de esas estrategias.

Bracero cultural. Especialista en Adorno y ornamentación. PhD. Estética, marxismo y filosofía de la historia. Escribo sobre ideología en la cultura, videojuegos y literatura.

  1. orwellKILL

    lo de usar un cerebro para averiguar y entender cómo funciona un cerebro me parece fascinante.
    🤯

    Editado por última vez 19 agosto 2021 | 13:45
  2. Mijel

    Muy interesante! Y buen cosplay de Disco Elysium en el vídeo xD