E3 muerto está muy vivo: Una crónica sentimental

Shawn Layden aparecía en el escenario con paso ligero, el mentón en alto y los párpados relajados, con esa especie de tensión protocolaria y ensayada del mayordomo tan servicial como seguro de su eficiencia germana. Era la última conferencia del día y su gran rival, Microsoft, había dado un espectáculo razonable y entretenido donde las mayores noticias eran sin duda la retrocompatibilidad de Xbox One, el regreso de Rare con algo que no daba pena y vergüenza, y la confirmación de Dark Souls 3. Había sido una conferencia de las que buscan más satisfacción que sorpresa, más quitar espinitas y llenar huecos dolorosos que presentar proyectos rompedores o anunciar secuelas inesperadas. Sony iba por el mismo camino, el de la concesión de deseos profundos y personales, pero a una escala enorme, gigantesca, histórica. Pep decía en su crónica que Sony había reventado el E3, y creo que nadie puede discutir esta afirmación. Este año se ha proclamado ganadora moral de la feria sin necesidad de hacer sobreesfuerzos o inventar la cuadratura del círculo. Sony ha ganado a balón parado, en jugadas de estrategia perfectamente elaboradas y más fruto de la inteligencia, la observación y la gestión de los tiempos que de la habilidad o la toma de riesgos. Empezar con The Last Guardian sin apenas introducciones ni cháchara, con ese Layden tan confiado que rozaba la arrogancia, fue el golpe sobre la mesa más sonoro de las últimas ediciones del E3. Poner a la gente en pie, con las manos en la cabeza y la boca abierta, en cuestión de tres minutos es algo que solo le podía conseguir de esa forma y que tiene mucho sentido. Hay imágenes de los miembros de la prensa en estado de trance religioso, sacudiéndose con la mirada vacía, sin creerse lo que estaban viendo. Es un poco como los primeros veinte minutos de Mad Max: Fury Road: aquel tráiler condicionaba al espectador, que se sentaba en su butaca entre bostezos o se abría la última lata de Red Bull frente al ordenador luchando por no dormirse, para acabar el tráiler de The Last Guardian encaramado a una lámpara, aullando como un mono, loco de adrenalina. Le golpeaba en el centro del alma para encarar todo lo demás desde una nube, en plena embriaguez química, Enfrentarse a otra hora y media de videojuegos con ese estado de ánimo se volvía algo fácil, liviano, placentero. En el camino de Sony hacia la victoria quedaron rivales dignos que presentaron batalla. Microsoft aprende cada año de sus propios errores y se nota mucho la mano de un Phil Spencer que es jugador antes que ejecutivo. La mencionada retrocompatibilidad es una inversión a fondo perdido, un sacrificio tecnológico enorme basado en algo mucho más generoso que un emulador: una versión digital de regalo por haber comprado sus juegos hace doce años. Quizá es cierto que la retrocompatibilidad a estas alturas de siglo XXI en que la NASA ya planea su desembarco en Marte debería ser un derecho y no un privilegio, pero en un mundo asolado por la plaga capitalista del remaster y la reedición y del pagar varias veces por lo mismo, casi parece una decisión contracultural. El Rare Replay, que habría sido uno de los bombazos más celebrados del E3 sino fuese por ese eclipse imposible por parte de Sony, era otro intento de Microsoft por pinzarnos la fibra y acariciarnos la patata. Otro ejercicio de generosidad: treinta clásicos por treinta euros. Pocas veces un recopilatorio es capaz de vender una consola él solo, y esta es una de ellas. Ubisoft lleva dos años demostrando que ha dado con la tecla exacta del tipo de conferencia que quiere ofrecer. Tiene la mejor maestra de ceremonias de toda la feria, tiene juegos anunciados que nos apetece ver (The Division o Rainbow Six: Siege, por ejemplo) y juegos sin anunciar que han sido una grata sorpresa, como For Honor, Ghost Recon: Wildlands o el nuevo South Park. Quizá le ha faltado el punch de otras ediciones, pero parece más una cuestión de mérito ajeno que de demérito propio. En un E3 tan centrado en acceder al registro emocional del espectador, Ubisoft parece algo fuera de lugar, como un vendedor que se sabe todas las triquiñuelas del marketing pero no conoce de nada a su cliente. Electronic Arts sigue en su travesía por el desierto de la irrelevancia, aunque este año también jugaba una baza sentimental. Con Mirror’s Edge Catalyst da la sensación de que el mundo le debe una, y las tranquilizadoras impresiones de Pep llaman a la calma y la paciencia con un juego que tiene mucho que enseñar y que, aquí quería llegar, EA no supo mostrar con inteligencia. Unravel era otra pequeña idea adorable que parecía conmover más que impresionar, y Star Wars Battlefront, con esas dos palabras al principio del título y ese estreno cinematográfico esperando en Navidad representa el Santo Grial de las franquicias emocionales: una marca que tiene a media humanidad perdidamente enamorada. Con Bethesda recurriendo al regreso de Doom y la ampliación colosal de la experiencia en el páramo con Fallout 4 (ese obediente pastor alemán también sabe cómo ganarse nuestro cariño, y la prueba es la rapidez con que se ha confirmado que el perro es inmortal para que algunos respiremos tranquilos); Square Enix ahondando en la nostalgia de FF VII y la ilusión genuina por Kingdom Hearts III; y una Nintendo en baja forma comunicativa pero con una permanente atención especial a lo afectivo (Star Fox Zero es en sí mismo un ejercicio de nostalgia, y lo digo para bien y para mal), con sus emocionantes campeonatos de inadaptados adorables alucinando con Mario Maker y su modesta conmemoración del trigésimo aniversario de Super Mario… Todo en este E3 parece haber girado en torno al impacto emocional, a los sentimientos de los jugadores. A los corazones partidos, los anhelos dormidos y las esperanzas moribundas. No sé si 2015 será recordado por el año en que el E3 logró conectar mejor con su lado más humano o si nos hemos vuelto todos más blandos que la mierda de pavo, pero a veces para reanimar un cuerpo inerte y vencido por el desgaste y el agotamiento el mejor desfibrilador es un buen beso de tornillo.