Superhéroes y videojuegos

Un poder sin ninguna responsabilidad

Alberto Corona reflexiona sobre la presencia de los justicieros enmascarados en el videojuego y las estrategias empleadas para reflejar su superioridad.

La idea solo era encontrar a un personaje que encajara. Tim y Chris Stamper habían popularizado con Knight Lore hacia 1984 un motor gráfico llamado Filmation que auspiciaba la perspectiva isométrica: sin salir realmente del 2D se obraba una prometedora ilusión de profundidad. Ocean Software quería aprovecharse de la invención, y colocar en el centro a un personaje lo bastante conocido como para imponerse al recuerdo reciente de Knight Lore. «Desde DC no nos pusieron muchos problemas con la licencia de Batman. La única pega era que habíamos incluido pastillas para recuperar la vida y nos dijeron «eh, Batman no toma drogas». Así que las quitamos», dice Jon Ritman, que no era nada fan del personaje a mediados de los años 80. De hecho él siempre había sido más de Marvel.

El Batman que Ocean Software publicó en 1986 es un juego razonablemente querido, que impactó en su día por la sofisticación con la que exprimía una licencia muy de moda entonces. Previamente Atari había lanzado un par de videojuegos protagonizados por superhéroes conocidos, pero fue este Batman el que más notoriedad recabó, y lo hizo partiendo de una simple instrumentalización del personaje: el recorrido que acometía Batmanpodía haber sido cubierto por cualquier otro. Otro superhéroe, un personaje original que se inventaran. Porque era lo de menos: solo había que hallar un protagonista, y acaso se percibiera entonces un entendimiento tácito de que, si hablamos de superhéroes y videojuegos, nos exponemos a la redundancia. José L. Ortega, que recoge la historia del título de Ocean Software en Batman: Un héroe de videojuego, justifica que el que no haya demasiados juegos buenos de superhéroes puede deberse a que «quizá la industria simplemente no necesita la espectacularidad de las aventuras de superhéroes». «El sector ofrece innumerables propuestas de corte similar en el género de las aventuras de acción».

«No son considerados héroes al uso, pero Kratos o Dante tienen reminiscencias a personajes de cómic solo por sus características. Son capaces de realizar movimientos imposibles y frenéticos, algo que en otros medios solo puede plantearse con superhéroes». Lo más socorrido es aplicar este razonamiento a protagonistas de grandes despliegues de medios, que faciliten una fantasía de poder y vanidosa superioridad contra hordas de enemigos a los que despachar mediante dinámicas beat’em up y hack and slash. Pero va más allá de ahí. No cuesta imaginar a un superhéroe cuyo máximo poder sea dar grandes saltos, y cuya ejecución vaya por libre de lo que en principio posibilitaría su anatomía. ¿Qué es lo que define a Mario, sino el salto enloquecido? ¿No tiene Mario el prefijo «Super» delante? ¿No se llamaba originalmente «Jumpman»? Mario es un superhéroe, y como también es un personaje básico del medio, se antoja inevitable concluir que su genealogía es consustancial al hecho superheroico. Cuando jugamos, nos sentimos superhéroes. Es tan sencillo como eso. Así que da igual si nuestro avatar es un superhéroe como tal. Nosotros lo sentimos como tal.

I

Disfrutar de las ventajas de ser un superhéroe es posible en el videojuego hasta el punto de hablar de redundancia, de un subrayado innecesario cuando la propia ontología del medio —tan mediada por el espectáculo y la inmersión— trasciende los atractivos que esperaríamos de una ficción superheroica. ¿Qué atractivos pueden ser estos? Entre el Universo de Marvel y la maltrecha DC percibimos una aproximación divergente a los personajes: por generalizar hasta un punto temerario, nos encontraríamos que mientras los justicieros marvelitas buscan nuestra empatía —por eso Spiderman es un perdedor, por eso buena parte de ellos necesitan caernos simpáticos—, sus homólogos de DC buscan nuestra admiración. Los héroes de Marvel son ciudadanos venidos a más, los de DC —y esto le ha preocupado especialmente a Zack Snyder— son dioses a los que hay que admirar y temer. El videojuego puede ubicarse en el cruce de ambas sensibilidades porque al controlar a cualquier superhéroe a través de la pantalla no dejas de ser eso, un ciudadano venido a más. Pero al relacionarte con el mundo e intercambiar golpes descubres otra cosa. Una aplastante superioridad que conlleva arrogancia, que a la larga te recuerda que tu personaje es el único que posee verdadera agencia entre NPCs y enemigos intercambiables. El ciudadano se convierte en dios.

Es un razonamiento que cae por su propio peso y que ya era posible elucubrar en 1979, cuando Atari publicó el primer videojuego de espantajomanes recurriendo a Superman. El cual, como tantos otros que vendrían, no era lo que se dice memorable, ¿pero cómo serlo? Si el videojuego, casi por definición, te convierte en superhéroe, ¿qué va a aportar ser Superman más allá de una skin llamativa? Lo que nos lleva directamente al otro motivo por el que los videojuegos de superhéroes han sido por norma general tan irrelevantes: las licencias. En cuanto Tim Burton dirigió en 1989 un taquillazo del calibre de Batman, y en cuanto Ocean Software aprovechó para desarrollar otro videojuego con el Caballero Oscuro, se implantó la idea de que el videojuego era un medio perfecto para el  merchandising, del mismo modo que los cómics —publicados por Marvel, nada menos— venían sirviendo para alargar la experiencia de un fenómeno como Star Wars desde finales de los 70. Lo que no implicó que a la década siguiente afloraran videojuegos basados en películas de justicieros: la Batmanía no generó adeptos inmediatamente, más allá de derivados excéntricos y vintage como Rocketeer o Spawn (aunque este sí tuvo su videojuego). Pero porque el asunto de las licencias podía ser más amplio: conducir a juegos tan birriosos como The Uncanny X-Men o Superman 64 solo en base al éxito de los cómics, mientras se abrían paso honrosas excepciones como los Spider-Man de PlayStation.

Si el videojuego, casi por definición, te convierte en superhéroe, ¿qué va a aportar ser Superman más allá de una skin llamativa?

Ahora bien, desde la combinación en carteleras de Blade, X-Men y el Spider-Man de Sam Raimi entre finales y principios de siglo la correlación de fuerzas cambió. Se convirtió en imperativo que cada blockbuster repleto de efectos especiales tuviera un videojuego propio, y más allá de las adaptaciones de películas en sí mismas esta correlación originó un fenómeno tan sintomático como los videojuegos de Lego. Los videojuegos de Lego, que se extienden a nuestros días sin intención de parar, son la expresión más lúcida de lo que fue la tormenta de licencias de los 2000: moldes inflexibles, capacidad de controlar a absolutamente cualquier personaje de la película correspondiente por anecdótico que sea —porque en nada va a variar la jugabilidad— y vínculo religioso con el título que ha expedido la licencia, pese a que se intente «subvertir» mediante la comedia slapstick. Y aquí volvemos a lo mismo: da igual que controles a Batman, a Luke Skywalker o a Harry Potter.

Bajo el paraguas Lego se han publicado multitud de juegos de superhéroes. Juegos que por los orígenes rastreados resultaban susceptibles de entablar crossovers antes de que el cine se lo pudiera permitir a partir de Los Vengadores. Porque esa es otra: en tanto a emanación acelerada del capital, los videojuegos iban a ser capaces mucho antes de atiborrar universos y juntar personajes. Ahí está un título tan querido como Marvel vs Capcom. En cierto modo se podría llegar a argumentar que la filosofía Lego —la caja de juguetes, el álbum de cromos— es intrínseca al desembarco de estos personajes en los videojuegos, pues esta desvela junto a la insalvable maniobra mercantil una esencial superficialidad de todo. Pero Lego es solo una faceta del fenómeno, como podrían ser desde otras coordenadas los juegos de Injustice —organizando peleas a lo Mortal Kombat con el pretexto de que existe una historia amplia y solemne detrás— o la obra de Telltale, privilegiando la narración en sus aproximaciones a Batman o los Guardianes de la Galaxia. Hay otra faceta si cabe más importante, y es una que surgió curiosamente de un juego puramente licenciado, consagrado a vender las bondades de una peliculita. Un juego que no debería haber sido tan bueno.

II

Quizá Spider-Man 2 lo fue por una cuestión coyuntural. La fiebre de los juegos licenciados coincidió temporalmente con el amanecer de los mundos abiertos a partir de GTA III, lleno de unas promesas que, nuevamente, podíamos adscribir a la genealogía del medio: el videojuego como creador de mundos virtuales, espacios alternativos con sus propias reglas. Rockstar se embarcó en un frenesí a la hora de ampliar y perfeccionar estos mundos que el medio siguió con atención, generando otras aproximaciones que fortuitamente hallaron en el Spider-Man 2 de Activision —basado en la secuela de Raimi—, una prometedora punta de lanza. Del mundo abierto de Spider-Man 2 pasamos al mundo abierto de Incredible Hulk: Ultimate Destruction en solo un año, 2005, concretándose en ese salto el factor diferencial que el mundo abierto superheroico planteaba frente a la atención por el realismo urbano que mayormente prefería Rockstar. No solo la capacidad de destruir, sino también de desafiar cualquier regla física o cualquier rigor dramático. El videojuego, más que nunca, podía ser un parque de atracciones virtual, un Westworld donde hacer el cafre todo lo que quisieras. Aunque originalmente hubieras empezado como un afable amigo y vecino.

Pinjed, a la hora de abordar el último Just Cause, pasaba revista de lo que este hallazgo había supuesto para la generación anterior. «Se suele decir que fue la generación de dominio del sandbox, del componente cabra, de las fantasías de poder sin límites, de la pandilocura y de la destrucción por el puro placer de destruir. El videojuego alcanzó un nuevo nivel de autoconsciencia que le permitió romper sus propias barreras abrazando el ridículo y presentando lo absurdo como un argumento perfectamente válido y legítimo». La absurdez es, en efecto, un componente insalvable cuando hablamos de superhéroes arrojados a las calles con un grado variable de libertad. «Así llegaron juegos como Saints Row o Just Cause, franquicias que echaban mano del dislate y la humillación a las leyes de la física y la balística para situar al jugador en una suerte de Chiquipark de las explosiones y los disparos», concluía. Aquí está todo. La borrachera de poder que el videojuego pudiera sentir según se perfeccionaba la fórmula Rockstar —y esta cobijaba variaciones sucesivamente más pirotécnicas—, maridaba a la perfección con la iconografía superheroica, y de un modo tan intenso que a finales de la primera década de los 2000 ya ni siquiera era necesario tener una licencia de la que partir. Podías diseñar tu propio superhéroe.

El videojuego, más que nunca, podía ser un parque de atracciones virtual, un Westworld donde hacer el cafre todo lo que quisieras. Aunque originalmente hubieras empezado como un afable amigo y vecino.

O, puesto que lo importante no dejaba de ser la susodicha pandilocura, tu propio antihéroe. Luego de que Crackdown encajara la fruición por el combate chiflado dentro del imprescindible mundo abierto, llegado 2009 asistimos a una sucesión de videojuegos superheroicos totalmente propios de su tiempo, pero de influencia indiscutible. En mayo Sucker Punch lanzó inFamous, en junio Radical Entertainment Prototype, y en agosto llegó Batman: Arkham Asylum. Con margen de uno o dos meses, el medio se las apañó para asentar unas líneas maestras de cara a ubicar superhéroes en sus producciones. Los primeros dos nacían directamente de esta eclosión desprejuiciada del mundo abierto, preguntándose hasta dónde podía llegar el disfrute si a tus habilidades sobrehumanas le añadías un cierto desdén por hacer el bien convencionalmente. Esto es, que no te tenías que regir por ninguna norma cívica, volvías a ser Hulk en Ultimate Destruction, y la potencia del motor gráfico se desgajaba tanto en el detallismo de los escenarios como en su capacidad para ser destruidos, al tiempo de colocar en pantalla las suficientes aglomeraciones de enemigos patéticos como para que este éxtasis de poder no tuviera fin. El ejemplo concreto de inFamous es especialmente jugoso porque, aparte de afianzar unas inercias con respecto al mundo abierto que culminarían con Ghost of Tsushima, tenía interés por evidenciar un parentesco iconográfico con los superhéroes previamente existentes, a través de una estética comiquera que partía del memorable Ultimate Spider-Man. De hecho, nos pretendían decir sus imágenes, a inFamous le importaban más los cómics originales que su explotación contemporánea a través de Hollywood. El medio reclamaba independencia.

La coyuntura siguió favoreciendo a inFamous cuando, hacia 2014, a su tercera entrega le tocó inaugurar la PlayStation 4 y demostrar prematuramente los graficotes que podía llegar a procesar la nueva consola. En este sentido, además de mantener el ímpetu comiquero, inFamous: Second Son mostró un cuidado muy reseñable por la iluminación, el desfile sugestivo de superpoderes y el afán por que la ciudad que lo ambientaba, sin dejar de ser otro Chiquipark, poseyera una cierta convicción en su puesta en escena. Seattle amanecía preciosa, la vida de sus parques estaba sazonada por una agradable luz otoñal, y la subsiguiente destrucción era si cabe más estimulante porque ganaba concreción: «reconocías» lo que destruías. Las satisfacciones aparejadas al hecho de ser un superhéroe —o lo que fuera el Delsin de Second Son— dependen muchas veces del hecho de saber lo que hay en juego. Así que, dejada atrás la pandilocura, los estudios debían esforzarse por que sus mundos abiertos ganaran corporeidad. Para destruirlo o, si eso, para salvarlo.

III

Arkham Asylum, última entrega de la trilogía superheroica de 2009, no estaba sin embargo demasiado interesada en estos supuestos. De hecho el componente de la licencia —o como mínimo un concienciado parentesco con las demás expresiones mediáticas de Batman— seguía pesando lo suyo en su génesis, al extremo de que todo surgiera de una oportuna inversión de las expectativas. El influyente Batman de Christopher Nolan había generado como mandaban los tiempos una adaptación, un Batman Begins en 2005, y cualquiera habría pensado que el colosal éxito de crítica y público de la secuela cinematográfica, El caballero oscuro, demandaría otro oportunista juego licenciado. No ocurrió. Rocksteady prefirió nutrirse de algunos aspectos del acercamiento de Nolan —que, en su hincapié por la oscuridad y el perfilado psicológico, no eran sino una regurgitación de lo que el cómic había planteado en los años 80—, y combinarlos con otras versiones. La famosa serie animada de los 90 tenía incidencia en Arkham Asylum bien a través de las voces de Kevin Conroy y Mark Hamill, bien desde la confianza en que Harley Quinn ya era un personaje popular, y el propio lecho comiquero estaba representado por reminiscencias argumentales y la presencia de Paul Dini como guionista. Hablamos, pues, de un nuevo tipo de videojuego licenciado: una obra autónoma que, no por derivativa, quiere autolimitarse a nivel narrativo y estético. A Arkham Asylum no le intimidaba dar réplica a El caballero oscuro desde su propio terreno.

Pero había otros alicientes. Siendo lineal, Arkham Asylum no quería limitarse a ser un «yo contra el barrio». En la senda del Batman del 86 —donde el murciélago casi no pegaba a nadie—, Arkham Asylum prestaba atención al carácter detectivesco del personaje con sus procedimientos y sus gadgets, con un encomiable razonamiento que a la larga también llevaba a preocuparse por cómo retratar la presencia de Batman —no existe un superhéroe más identificado con su mera silueta que Batman—, y cómo lograr que esta se retroalimentara del combate. Lo que nos lleva a la «coreografía Arkham», tan tremendamente influyente por su sencillez e intuición, tan dada a combos alargados que exaltan la fantasía de poder frente a masillas que simplemente no tienen ninguna posibilidad. Ya ha quedado claro que la desigualdad de fuerzas es indispensable para la experiencia superheroica en el videojuego, pero Rocksteady lo llevó a otro nivel al emparentarlo dando un rodeo con lo cinematográfico: no era ni tan siquiera un quick time event, sino la bellísima posibilidad de dirigir tu propia película de hostias. Los enemigos estaban indefensos ante la fuerza física de este Batman mazado. Y no era casual que el Joker tuviera que convertirse en una mole hulkiana hacia el final para poder medirse con él en combate directo.

Luego ocurrió un poco lo esperable. A Arkham City le tocaba ser un mundo abierto, haciéndolo posible solo con ampliar absurdamente el radio de ese manicomio donde desfilaban a placer los villanos históricos de Batman. Arkham Origins, título a reivindicar, siguió apegándose a la lógica para desplazarse por fin a Gotham manteniendo un equilibrio que Arkham Knight destrozó por completo al malentender trágicamente qué era lo que hacía especial un apartado imprescindible si hablamos de mundos abiertos superheroicos: el movimiento. Batman es lo que es por el ondeo de la capa, por cómo surge de las sombras y por cómo se abalanza desde un tejado hacia sus presas. Siendo, propiamente, un murciélago gigante. Darle un Batmóvil y convertir la conducción en un elemento central de Arkham Knight suponía dar la espalda a este atractivo para pervertirlo entre las mareas de la tradición primitiva del género. Un Batman no es un GTA. A nadie se le ocurriría poner a Spider-Man a conducir un coche, y es que a la larga esto fue lo más revolucionario que hizo el Spider-Man 2 de 2004: darse cuenta de que lo importante era el balanceo.

y IV

El periodista José Antonio Luna ha seguido con atención la andadura de Spider-Man en el videojuego. Con respecto al Spider-Man 2 al que no dejamos de volver, atribuye a Jamie Fristrom el gran hallazgo de este juego de Activision. «Fue él quien pensó que Spider-Man debía columpiarse como un péndulo». El lugar al que se adhería la telaraña que lanzabas solo influía si te desplazabas por una zona sin edificios altos, y esto era algo que se venía entendiendo desde la estupenda duología de Spider-Man de PlayStation (2000-2001), donde el balanceo tenía que ser fluido por principio. Lo vital pasaba a ser cómo cambiar de telaraña alteraba la velocidad o el rumbo del viaje, y en ese sentido el entendimiento de las físicas de Fristrom marcó la diferencia. Con estas alteraciones tan fácilmente controlables y susceptibles de cobijar distintas cabriolas, Spider-Man 2 convertía el desplazamiento en un disfrute total y en una gramática propia, independiente de la conducción de vehículos.

Este disfrute total que tanto tenía que ver con una impresión de libertad debía, evidentemente, estar radicado en un mundo abierto. Para Luna «es obvio que un superhéroe con la habilidad de balancearse entre rascacielos ha de encontrar en el mundo abierto su género por excelencia», aunque «no cree que tenga que deberse a él en exclusiva». Luna cita el caso de Spider-Man: Shattered Dimensions: juego de 2010 que no solo se anticipó a los multiversos de Spider-Man: Un nuevo universo o Spider-Man: No Way Home, sino que volvía a las fases cerradas e incluso iba cambiando de personajes para desempeñarlas, recuperando una cierta linealidad con el convencimiento de que esta no tenía por qué afectar negativamente a nuestra experiencia trepamuros. Sin ir más lejos, Spider-Man está presente en un juego reciente como Midnight Suns, de estrategia y rol táctico, muy alejado del machaque de botones dentro de amplios mundos a recorrer como te plazca.

A nadie se le ocurriría poner a Spider-Man a conducir un coche, y es que a la larga esto fue lo más revolucionario que hizo el Spider-Man 2 de 2004: darse cuenta de que lo importante era el balanceo.

Luna defiende que, en oposición al hecho de que «actualmente el mundo abierto sea el género por excelencia de los triple A», hay otras fórmulas posibles para contar historias de superhéroes. Pero la situación es la que es. El regreso a la linealidad de Shattered Dimensions y Edge of Time fue contemporáneo al esplendor de Arkham, y seguidores tardíos se han saldado con un fracaso vergonzante —Marvel’s Avengers— o una narración sólida pero de hechuras finalmente llamadas a ser la excepciónMarvel’s Guardians of the Galaxy—; notas al pie del perfeccionamiento de una fórmula acotada que fue Marvel’s Spider-Man en 2018. Su categórica efectividad nacía de un destilado de todos los hallazgos en los que un grupo específico de videojuegos hubieran incurrido a lo largo de lustros previos. El esquema de Spider-Man 2, claro. Pero también la rutilante luminosidad de inFamous: Second Son. El arrogante combate de Arkham. El mundo abierto desgajado en iconos y misiones secundarias de derribo a las que precipitaba el mismo avance del género. Una sofisticación narrativa, también, que no tenía tanto que ver con los guiones de Arkham como con el reinado de Naughty Dog en la segunda década de los 2000.

Quizá sea esa la prueba máxima de que el videojuego como medio da por supuesto al superhéroe. Los Spider-Man de Insomniac son extraordinarios a todos los niveles, pero estos son niveles con nombre de tópicos y géneros. ¿Por qué incluir un viaje rápido tan puntero en Marvel’s Spider-Man 2 cuando se ha pulido hasta lo absurdo el balanceo? Simplemente, porque el viaje rápido es algo que se asume que ha de tener un mundo abierto. ¿Por qué estos juegos se prodigan en fases de walking simulator cuando quieren ponerse íntimos e insistir en que están estupendamente escritos (lo están)? Simplemente porque es algo que a Naughty Dog, vanguardia narrativa y escénica del medio, le ha funcionado de maravilla. La figura superheroica es lo de menos: el medio y sus particularidades van por delante. Lo que no es negativo en absoluto, y para eso solo hay que volver al dichoso balanceo. Es posible que la idea del héroe arácnido como personaje siempre haya sido que «todos podemos ser Spider-Man», pero realmente solo lo hemos sido hasta tener un mando en las manos. Y eso dice mucho y muy bueno de los jueguitos que tanto nos gustan.

Colaborador

Periodista especializado en cine y cultura pop. Autor de ‘La otra Disney’. Ha ejercido de crítico cinematográfico en medios como SensaCine, Canino Magazine o Espinof, y actualmente es redactor de Actualidad en Cinemanía y copiloto del podcast Choquejuergas.

  1. Artur Lozano

    Excelente la reflexión sobre lo superheroico como consustancial al medio. Si el superhéroe es superfluo para el videojuego, no es menos cierto que las características del medio lo convierten en en el espacio ideal para experimentar las capacidades sobrehumanas de los personajes. Ojalá se atrevan a dejarnos experimentar más con «roleos» alternativos al establecido por décadas de tradición. Que un mismo juego te permitiera ser Peter de manual o un *What if*… ¡Muchas gracias por el análisis!

  2. Quién?

    Pues creo que me he perdido algo en el artículo. Hay muchas fechas y un seguimiento por varios videojuegos, pero no veo ningún analisís que indique algo que no vea cualquiera que se pone a jugar un rato a estos juegos que se mencionan. Esto parece el prefacio, antes de introducir al verdadero artículo o tesis. ¿Dónde está la reflexión acerca de que estos superhéroes no tienen responsabilidad?¿Cuáles son las causas más allá del diseño que le han querido dar al juego?¿Cuál es la conclusión a todo ello? Por qué al final hay una alabanza hacia el spider-man 2? Significa que todo lo que nos dijo el texto hablando de fantasías de poder, de sentirte superior, extraordinario y sin responsabilidad es lo que deberían ser este tipo de juegos? Cuál es la opinión de quién escribe? Se vierten varias opinones de otra gente, qué quiere sustentar?

    Sin acritud toda mi crítica. Pero se ve completamente vacia,sin hilo conductor, una cronologia seleccionada de esos videojuegos, acotado por frases de otros autores…sin más.

  3. Sudi_14

    Es cierto que al pensar en superhéroes o (en menor medida, creo) en videojuegos, pensamos en personajes con capacidades físicas imposibles y en historias de escala colosal, así que son una combinación impecable y para algunos innecesaria. Sin embargo, creo que tanto la variedad mecánica de los videojuegos como la inmensidad de historias y géneros diferentes que ofrecen los cómics de superhérores tienen todavía mucho por exprimir. Me gustaría ver qué particularidades tendría un juego de gestión (entre Simcity y Los Sims?) ambientado en la Isla de Krakoa o en la Mansión X, o cómo se podrían plasmar los poderes de un anillo de poder de Linterna en una mecánica que realmente requiera de la imaginación de los jugadores. Ojalá vivir en un mundo en que unas licencias tan conocidas se pudiesen permitir un poquito más de experimentación.