CONTROL
DE RITMO

Es posible que algunos, en medio de esta dieta rica en televisión que nos ha traído el coronavirus, hayáis descubierto Tales from the Loop entre vuestras opciones de streaming. Basada en los libros de ilustración de Simon Stalenhag, la serie es algo así como la respuesta melancólica de Amazon al Stranger Things de Netflix y el Amazing Stories de Apple. Un paseo bucólico entre coches Saab de la Perestroika y cachivaches roñosos con propiedades paranormales. Cada episodio dura unos sesenta minutos, pero cuando los terminas podrías jurar que has estado tres horas sentado frente al televisor. Y esto no es algo malo, sino la consecuencia lógica de su enfoque estilístico, inspirado en el trabajo de Krzysztof Kieslowski y Andrei Tarkovsky entre otros. Un capítulo de Tales from the Loop se mueve de forma parsimoniosa, mientras que a uno de 24 lo define una inagotable sensación de urgencia. Ambos casos se distinguen especialmente por su ritmo, otro de esos recursos silenciosos que saltean la ficción sin dejar rastro, pero que puede evitar que un drama reflexivo se convierta en algo tedioso o una aventura trepidante en una sobredosis de speed. En videojuegos también existe, pero quizá por aquello de la interactividad, apreciar su funcionamiento se hace un poco más cuesta arriba.

En la última edición del festival Fun & Serious de Bilbao, pregunté al diseñador de niveles Kevin Pinson sobre cómo se definió el ritmo de A Plague Tale durante su desarrollo. Considero que el juego de Asobo es uno de los ejemplos más recientes de un uso consciente de matices narrativos que propulsan al público hacia delante o le animan a saborear momentos de su historia cuando el subconsciente lo pide. Una misma secuencia permite experimentar la quietud de las calles en un pueblo azotado por la peste, para instantes después impulsarte a recorrerlas huyendo despavorido del ejército inglés. En cierta ocasión, una escena transitoria de camino por el bosque se aprovecha para colar un apunte emocional cuando Hugo, el hermano pequeño de la protagonista, se distrae jugando con unas ranas junto al río. Estos momentos se suceden de manera enteramente orgánica, casi por accidente, aligerando el paso del relato o conteniéndolo sin que se perciba la existencia de un documento de diseño detrás. «No tengo ni idea de cómo lo hicimos», me respondió Pinson. «Es cuestión de ir probando cosas hasta que funciona».

Ir probando cosas hasta que funciona es más o menos la manera en la que se ha hecho esto en otros medios desde siempre. Cortes y recortes de metraje pueden transformar por completo la energía de una película, de igual forma que un orden armonioso puede hacer que un juego deje de ser una sucesión de encuentros monótonos para convertirse en una experiencia fluida y singular. Es bien sabido que la gente de Asobo tuvo a Naughty Dog como referencia para Plague Tale, y desde luego, el estudio de Sony representa el patrón oro en cuanto a diseño narrativo también en lo que a manejo del ritmo se refiere. Panorámicas despampanantes de ciudades perdidas detienen al jugador los segundos justos en Uncharted, lo mismo que camiones sin frenos o marañas de insectos lo empujan a salir corriendo. Sus personajes tampoco tienen inconveniente en detenerse a conversar, inspeccionar su entorno o azuzarnos. Una de las críticas más frecuentes a los de Druckmann, la del uso recurrente de palés, escaleras o arcones móviles para entorpecer el paso, responde precisamente a la necesidad práctica de retrasar al jugador cuando toca que la historia respire. Tal vez sea la más obvia, pero no es tan diferente a otras tretas con las que allanarle el camino cuando hace falta que la acción se resuelva deprisa. Al final, tanto unos recursos como otros buscan un mismo fin: moldear el tempo argumental de la forma menos intrusiva posible para romper la artificialidad del juego y construir una historia envolvente.

Dificultad maleable

La sensación de intrusión es un posible efecto secundario sobre el control del ritmo único en videojuegos. Un pequeño empujón extra a Nathan Drake o Lara Croft puede suponer la diferencia entre un salto perfecto en el último minuto y la consiguiente sensación de catarsis, o la imagen ridícula de tu héroe despeñándose al vacío de forma anticlimática. Por ello, asegurarse de que el jugador salga airoso de según qué situaciones de manera intuitiva ha ido normalizándose con el paso de los años. Y es que un pico de dificultad mal ubicado puede echar a perder la inercia de una secuencia, llevándose por delante el estado mental del jugador y haciendo descarrilar su tren emocional. Especialmente, conforme más intentos necesite para salvar el bache.

Una variante reciente de este problema la ha protagonizado Remedy con Control, su shooter telequinético con refuerzo de hormigón. Al comienzo de su tercer acto, el juego atrapa al jugador en un laberinto de aires lynchianos que se retuerce al son de la guitarra eléctrica de Poets of the Fall. La secuencia es una lección maestra en el uso interactivo del ritmo, con paredes y techos que se desdoblan hipnóticamente a nuestro paso, racimos de enemigos que afloran desde la arquitectura cambiante, y una banda sonora que refleja estrictamente la experiencia modulando su intensidad. Igualmente importante, completar el nivel no es demasiado difícil, ya que está diseñado como un choque climático entre una heroína en pleno dominio de sus facultades y unas fuerzas enemigas en declive. El resultado es un set piece tan icónico que no es raro que Remedy tratase de sacarle un pareado en su primera expansión para Control, The Foundation, donde una cámara de cine embrujada transporta a la protagonista a un túnel cubierto de neón en el que se mide contra hordas de villanos entre acordes de música synthwave. Por desgracia, el nuevo nivel concluía con un enfrentamiento innecesariamente duro que echaba por tierra su ritmo ágil y excitante, hasta el punto que Remedy se vio forzada a simplificarlo mediante un parche a las pocas semanas del lanzamiento.

La moraleja a extraer de traspiés como este es que no siempre es necesario seguir bombardeando al jugador con obstáculos, especialmente cuando lo que exige el momentum del relato es su resolución. En la última década se han multiplicado los ejemplos que lo confirman: Journey hizo del pecado la virtud con su vuelo triunfal entre las nubes durante su desenlace. Buscando el contraste con la serie de penurias a atravesar en las últimas etapas del juego, Jenova Chen planteó el final de su aventura como una celebración apoteósica entre saltos hacia el cielo. Caerse es prácticamente imposible, lo cual transmite una inmediata sensación de alivio que se suma al júbilo por estar a punto de culminar la historia. Los mismos mecanismos funcionan en What Remains of Edith Finch cuando su protagonista brinca de rama en rama en el cuerpo de un gato. Y también en Inside mediante su ya famoso revoltijo de carne en lo que seguramente sea el intento de fuga más aparatoso y a la vez menos arriesgado de todos los tiempos.

Cuestión de equilibrio

La paradoja, hasta cierto punto inevitable, es que una ayuda excesiva corre el riesgo de sentirse antinatural y llevar a la misma desconexión que se pretendía evitar. Por ello, lograr que una ficción se desarrolle de forma enteramente satisfactoria sin cargarse el juego por el camino es una cuestión de equilibro realmente peliaguda. Sobre todo en un medio que tradicionalmente se ha nutrido del espíritu competitivo en su audiencia, y con un sector importante de esa audiencia siempre dispuesto a poner el grito en el cielo cuando los desarrolladores priorizan cualquier cosa por encima del reto de habilidad.

Tameem Antoniades, la cabeza visible de Ninja Theory, aprendió esto a las malas con Enslaved: Odyssey to the West. Basado en el mismo clásico de la literatura china que dio vida a Son Goku, escrito por la pluma ilustre de Alex Garland, y protagonizado por ese Mortadelo catódico que es Andy Serkis, a Enslaved se le venía venir en sus ambiciones cinematográficas. Quizá por esa razón, acabó sacrificando abiertamente su nivel de exigencia con la esperanza de mantener un ritmo narrativo consistente. Monkey, su protagonista, escalaba paredes y evadía obstáculos prácticamente en piloto automático. Durante el combate, se zafaba de sus enemigos mediante acrobacias vistosas que se resolvían con un par de pulsaciones de botón. Muchos jugadores se tomaron esto como una actitud paternalista y condescendiente, lo cual se tradujo en una recepción crítica más tibia de lo esperado. En realidad, el problema de Enslaved era un diseño indeciso, a medio camino entre la experiencia narrativa y la aventura de acción tradicional, pero el tiempo acabaría dando la razón al instinto de Antoniades con Hellblade: otro juego generoso con su dificultad pero sobrado de decisiones inteligentes que justificaban su enfoque.

Hellblade podría haber mantenido un control firme sobre el ritmo limitando su gameplay a la exploración inocua de walking-sims como Gone Home, o directamente haber abolido el game over como defiende David Cage. Pero lo que hizo no fue ni una cosa ni la otra, sino que se presentó mediante un aviso en pantalla que advertía de que la muerte en el juego era un proceso irreversible y final. En verdad, enseguida trascendió que todo aquello era un cuento, pero de alguna manera la idea obligaba a los jugadores a afrontar su partida con especial cuidado por si las moscas. Seguramente, desde Ninja Theory la intención no era más que llevar la sensación de paranoia de su personaje protagonista fuera de la pantalla, pero además de eso consiguieron garantizar un flujo narrativo impecable en su historia. Al fin y al cabo, amenazar con los fríos colmillos del permadeath en un juego donde ser derrotado ya es complicado de por sí aseguraba que el jugador se preocupase de que cada estocada cayese justo donde debía caer, y duelos de espadas orquestados entre bambalinas se convertían en gestas involuntarias que remataban las secuencias de cariz más introspectivo sin derivar en paréntesis interminables.

El escollo de la redundancia

La alternativa a estos juegos de despiste es la aplicación de una curva de aprendizaje tradicional. Las últimas entregas de Doom, sin ir más lejos, son el paradigma del frenetismo desbocado y requieren que el nivel de competencia no decaiga durante toda la partida. El juego es exigente sin caer en la desesperación, y consigue su propósito encerrando una rutina didáctica implícita en su gameplay. Gracias a esto, despachar la trigésima oleada de engendros marcianos no es significativamente más difícil que enfrentarse a la quinta, pese a que la cantidad de enemigos y su factor de amenaza sea considerablemente mayor. Para entonces, el jugador sencillamente se ha curtido a golpe de disparo en la frente, y por tanto requiere un desafío en continuo crecimiento para mantener el mismo nivel de tolerancia a las turbas de demonios enfurecidos.

En un artículo para Polygon sobre Doom Eternal, Nicole Carpenter se refería a esto como el ‘estado de flujo’, un término acuñado por el psicólogo Mihály Csíkszentmihály en relación a estados de concentración elevada donde el subconsciente toma las riendas. En esencia, es ese punto al que se llega mediante una exposición prolongada a la misma acción, que después permite ejecutarla de forma rápida e involuntaria. Siendo justos, la idea no es nueva y viene a ser el abecé del diseño de videojuegos, afectando en mayor o menor medida a toda clase de títulos sin importar su condición. Pero el estado de flujo tiene un toque de automatismo vinculado a juegos más preocupados por su impacto mecánico que por el emocional, y gameplays basados en la reiteración como el de de Doom no siempre casan con el cruce de momentos vivientes propios de una narración dramática. 

Contar una historia requiere de un grado de espontaneidad y sutileza que contrasta con la estructura fría y aritmética convencional de los videojuegos. Demasiado a menudo, listados de objetivos, subquests y enfrentamientos finales se delinean de forma todavía obvia y compartimentada, recordando al público que está ahí para desempeñar una tarea antes que ninguna otra cosa. Y a partir del instante en el que la tarea prima sobre la ficción, el conjunto comienza a decantarse por las mecánicas y su reiteración en detrimento del momento y su significado. El juego corre el peligro convertirse en una experiencia plana y uniforme, donde mucha cantidad de algo bueno no conduce necesariamente a algo mejor, hasta que el cansancio y el aburrimiento toman el relevo a la novedad. En cine y literatura, se lucha activamente contra esto mediante técnicas de edición que subrayan un concepto poco recurrente en videojuegos: la concisión. Ya que sin concisión no existe claridad de ideas, sin ideas no hay momentos singulares, y sin momentos singulares es doblemente difícil justificar ningún sentido del ritmo.

Montaje interactivo

En la película Edge of Tomorrow, Tom Cruise vivía atrapado en su versión particular del día de la marmota en mitad de una invasión extraterrestre. Pese a todo, su personaje sacaba partido de la situación para llegar hasta Emily Blunt a base intentar atravesar un campo de batalla impracticable una y otra vez. Sin embargo, el montaje de la secuencia obvia cada nueva vuelta a partir del momento en el que Cruise cae víctima de un disparo láser, dentellada alienígena o lluvia de metralla, empalmando la acción directamente con el resultado de su siguiente intento. Situado a medio camino entre cine y videojuegos, el especial de Black Mirror Bandersnatch utilizaba un recurso similar, condensando escenas y eliminando planos de momentos ya vividos cuando tocaba repetir fragmentos de la historia por los que el espectador ya había pasado en su vaivén de opciones interactivas. La estructura de ambas producciones gira en torno a mecánicas convencionales de videojuego, pero las dos rompen con una penitencia habitual de todo aquel que se sienta a los mandos de una consola: la de visualizar continuamente la misma escena hasta caer fulminado por algún enemigo o derrotarlos a todos, logrando así avanzar realmente en la historia. Tanto Edge of Tomorrow como Bandersnatch separan así el grano de la paja, se ciñen al contenido que realmente importa y desdeñan lo redundante en aras de la concisión. En cine, hacer lo contrario sería absurdo, pero ¿pueden los videojuegos valerse también de las mismas técnicas de edición para definir su ritmo? Curiosamente, su uso es más habitual de lo que parece.

Títulos como Thirty Flights of Loving, Firewatch, Virginia y The Stanley Parable introducen cortes de escena en mitad de la acción como si de películas se tratase. En el caso de los tres primeros, son elipsis en su sentido básico, extrayendo al personaje de una secuencia para volcarlo en otra y así sugerir el paso del tiempo. Entre ellos, destaca el ejemplo de una escena cómica en Firewatch, sólo accesible si el jugador decide robar las provisiones de los demás vigilantes forestales de un caché común. Al día siguiente, su supervisora Delilah le sorprende de camino al retrete preguntando por radio si cogió más comida de la cuenta, una situación embarazosa que se resuelve con un simple “¡me tengo que ir!” cortando a negro. Siempre impredecible, The Stanley Parable sacó partido a esta misma técnica antes siquiera de existir, ya que la demo para PC del juego de Davey Wreden incluía una secuencia en la cual el personaje saltaba impotente de una localización a otra mientras la voz de su flemático narrador le zarandeaba por sus recuerdos. La idea consistía en elevar el diálogo con un contrapunto visual sin necesidad de pausar el curso del gameplay o recurrir a cinemáticas. Y de paso, agilizaba el ritmo del juego rompiendo la homogeneidad de un mismo escenario como telón de fondo para los chistes de sus personajes.

Con el tiempo, los desarrolladores con mejor olfato dramático han sabido valerse del montaje también para combinar ritmo con significación emocional. The Last of Us concluía así la agonía de su episodio más intenso, aquel en el que Ellie es acosada por un grupo de caníbales, contraponiendo una larga sección de gameplay con varias imágenes fugaces que resumían su reencuentro con Joel. Tras esto, la siguiente secuencia comienza con un encuadre de la niña observando el tallado de un ciervo sobre una pared, creando un paréntesis reflexivo que alude al estado mental del personaje: su primer encuentro con los caníbales tenía lugar durante la cacería de un ciervo, y por tanto, el público entiende que los acontecimientos recientes han hecho más mella en ella de lo habitual. Todavía más elaborada fue la travesía por el desierto de Uncharted 3 (un favorito personal mío), con su serie de escenas encadenadas que describían con inesperado ojo artístico lo tortuoso de una caminata bajo el sol abrasador de Arabia Saudí. Y hasta aquí por no hablar de Cory Barlog y su celebrado God of War, que prefiere prescindir de los cortes para diseñar un único plano-secuencia monstruoso en el que, aún con todo, caben momentos tan dispares como el silencio solemne de un funeral, charlas distendidas a tres bandas en canoa y un combate encarnizado dentro de las fauces de un dragón.

Primer, y no último respiro

Hablar sobre ritmo en ficción tiene un punto esotérico que le hace sentir a uno como si estuviese intentando describir el corte de pelo del Espíritu Santo. Si esa ficción es encima interactiva, donde el público determina en parte su duración, ya no digamos. Pero de alguna forma el concepto se ha hecho un hueco entre desarrolladores tanto grandes como pequeños. Y con mejor o peor acierto, progresivamente se van descubriendo nuevas formas de ejercitarlo.

La primera vez que recuerdo haber pensando en todo esto fue intercambiando mensajes con Mikko Rautalahti, coguionista de Alan Wake. Aquel juego fue la primera ocasión en la que un estudio tiró públicamente por la ventana los preceptos de lo que hasta entonces definía un buen diseño en nombre de otra versión más comprometida con una estructura dramática concreta. Más comprometida, Rautalahti venía a decir, con el ritmo que sus autores tenían en mente. Entonces, lo que parecía un prometedor mundo abierto se desechó en favor de un formato episódico donde la duración de cada nivel estaba medida con cronómetro. De repente, persecuciones y tiroteos se vieron intercalados con secuencias aparentemente superfluas donde había poco más que hacer que recoger unas llaves o conducir un coche por una pista forestal abandonada. Se hacía extraño, pero sin esos momentos, otros más evocadores tal vez habrían perdido su peso en un maremágnum de sensaciones entremezcladas.

Desde entonces, la misma filosofía se ha extendido hasta dar pie a escenas similares en juegos tan inesperados como Celeste, un plataformas despiadado que lo mismo te obliga a repetir un salto trescientas veces que te obsequia con un descanso meditativo bajo la nieve. Hoy ya nadie teme sentar a su personaje protagonista a tomar una cerveza imaginaria con su hermano en la jungla, tumbarlo a echar la siesta entre rocas volcánicas en un páramo postapocalíptico, o incluso basar las primeras dos horas de su juego en un círculo vicioso de haraganería y despreocupación por el simple placer de establecer un tono. Y si estos han sido algunos ejemplos de lo que un uso del ritmo más consciente ha propiciado en los últimos tres o cuatro años, personalmente no puedo esperar a ver lo que depararán los siguientes cinco o diez.

Colaborador

Artista de storyboard en animación, donde ha sufrido el yugo de Fox y Paramount. Escarmentado de aquello, ahora lo mismo trabaja en películas independientes sobre mujeres lobo que en campañas de Greenpeace.

  1. carlinos

    Estupendo artículo. Super interesante. Es increible pensar como el ritmo influye mucho más que los gráficos, por ejemplo, en el impacto emocional de la historia. Se nos olvida muchas veces.

  2. juandejunio

    Me encanta cuando el juego tiene un ritmo «entretenido» y no pensando en experiencias aceleradas solamente si no que en un ritmo bien hecho y pensado para entretener, he disfrutado cosas calmadas como Gone Home, Firewatch e Inside lo mismo que viajes frenéticos como el Doom Eternal (en este último, ese «estado de flujo» creo que no lo sentía desde hace mil años tan tan directamente en un juego, es un gozo maravillozo :3)

    Lo del Alan Wake… lo estoy jugando, voy por un poco más de la mitad y no me creo mucho eso de la narrativa que dicen que cambia… tiene una intención más cinematográfica, si, pero esa intercalación de conducir y tiros me parece que le resta identidad al juego a nivel de mecánicas… prueba de eso es que nadie recuerda esas partes de manejo y todos recordamos lo de la linterna pa debilitar enemigos y la onda Stephen King / Twilight Zone que le intenta dar en cada pixel del juego… no se, siento que el juego tiene personalidad pero no va en ese «ritmo» y queda como un intento fallido o a lo más mediocre.

    Buenísimo artículo!

  3. Paush

    Joder, muy buen artículo.

  4. carndolla

    Cómo he disfrutado con la lectura! Brillante, tendré que investigar y leer más textos tuyos.

    1. Iker Maidagan

      @carndolla
      Una cosa diré: tampoco te vayas muy atrás en el tiempo, porque en mis tiempos mozos, francamente, hay mucha tontería.

  5. dunedonut

    Interrsantísimo siempre el tema de la narrativa y,como ejemplos,la elección de los vídeos resulta una auténtica delicia.

  6. MarcoFidelio

    Un artículo fantástico.

  7. Borjoide

    Muchas gracias por la referencia a Simon Stalenhag! estoy gozando sus dibujos.

    Para mi el ejemplo de ritmo perfecto es Uncharted 2, te propone un ritmo frenético que no estresa y que ni Uncharted 4 ni mucho menos Uncharted 3 supieron captar. No es un ritmo para todos los juegos evidentemente, pero es el ritmo perfecto para lo que propone el juego, para mi Uncharted 2 es una obra de arte, del blockbuster, pero una obra de arte atemporal.

    Ojalá algún juego se atreva a utilizar el permadeath, un juego con permadeath que no sea rogue-lite, uno con historia, no muy larga, pero si qeu de sus 8 horas buenas, que no sea tirando a fácil pero con permadeath, puede ser muy muy estimulante. Evidentemente ningun AAA se atreverá, pero ojalá veamos un indie o un AA hacerlo.

    Doom eternal me ha encantado y para mi es de momento el goty junto a tlou parte 2. Sin embargo su dificultad me ha defraudado un poco en el tramo final, al principio si moría bastante pero conforme fui aprendiendo a jugar me dio la impresión que aprendí más rápidamente que el incremento de dificultad que se daba y por lo tanto me sentí un poco raro, pues en el final de juego moría bastante menos que en el principio, en un rogue-lite es lo que buscas pero en un juego que te presenta su climax final y tu lo sientes más fácil que nunca pues creo que no es lo acertado, pero vaya por lo demás Doom Eternal es casi perfecto.

    Control lo tengo pendiente, a ver si me animo que tengo buen cacharro para moverlo, pero entre Doom Eternal y tlou parte 2 no he tenido tiempo.

    1. Iker Maidagan

      @borjoide

      Me encanta el juego, pero creo que Uncharted 2 ha envejecido peor que Uncharted 3 y no digamos ya el 4 precisamente en cuanto a ritmo se refiere. El azote de escenas de acción es excesivo, y acaba volviéndose monótono. Esto se nota especialmente tras la set piece del tanque, que es una especie de cénit de adrenalina, y en lugar de ir seguida por una secuencia de diálogo o exploración, lo que sigue son aún más tiros.

      Si te interesa, hablé un poco de todo esto en la retrospectiva de Uncharted que escribí hace un par de años.

      1. Borjoide

        @liberance
        Quizá me puede la nostalgia. Lo jugué dos veces, la segunda nada más acabarlo y en mi cabeza es una obra de arte atemporal de los blockbuster, que no te dejaba respirar ni un momento pero que no te estresaba y que se basaba en ciertos clichés y trucos pero eran tan honestos y estaban tan bien implementados que generaba una obra de arte. El 3 lo recuerdo como un juego que funcionaba a ratos, con partes tediosas. El 4 creo que me pudo el hype, me gustó pero acabé decepcionado.

      2. Iker Maidagan

        @borjoide

        Pasa mucho con juegos que marcan un antes y un después, como es el caso de Uncharted 2. Yo suelo rejugar esa serie casi todos los veranos, y con el tiempo he ido notando que al diseño le empiezan a pesar los años (especialmente en comparación con otros juegos de Naughty Dog, porque la mayor parte del resto de videojuegos todavía ni ha llegado a donde Uncharted ya llegó en 2009).

        Eso sí, lo que nadie le va a poder negar nunca a Uncharted 2 es el capítulo del poblado tibetano. Al final, aún con trenes, tanques y yetis, eso quedó como su innovación más atrevida.