Mis primeras horas con Baby Steps fueron tal que así. Después de un acontecimiento sobrenatural e inexplicable, Nate (el personaje al que manejas en Baby Steps: un nini grotesco y patético enfundado en un desfavorecedor pijama de una pieza raído y probablemente maloliente), mi Nate, despertó en un mundo desconocido y extraño, fuera, un campo salvaje que llegaba hasta donde alcanzaba la vista. Poco a poco, a mi lado de la pantalla, fui cogiendo soltura con los controles; mi experiencia con la demo fue útil para, en no mucho tiempo, empezar a caminar con sorprendente agilidad. En cualquier otro juego, caminar no tiene mayor complicación: empujas el stick izquierdo hacia delante y tu avatar avanza, moviendo las piernas como si tal cosa, posando los pies con gracilidad en cualquier superficie, deteniéndose con dignidad ante las barreras, visibles o invisibles, que delimitan el área de juego legal. Nate no es así. Para mover a Nate tienes que controlar individualmente sus dos pies; con R2 levantas el pie derecho, y con L2, el izquierdo. El stick sirve para, cuando un pie está arriba, moverlo en la dirección que necesites antes de soltar el gatillo y apoyarte en el terreno. Tienes que asegurarte de que el suelo es firme, que no resbala, que tu pie se apoya bien; tienes que tener presente la distancia que hay entre cada pie, su orientación, qué ángulo dibujan tus piernas, para evitar que un resbalón o una pérdida repentina de equilibrio te lleve al suelo. Nate no tiene el mejor equilibrio del mundo: años, quizá décadas, de vida pasiva le han convertido en un inútil absoluto, y apenas puedes confiar en que se mantenga en pie el tiempo suficiente para calcular el siguiente paso si no cuidas su verticalidad con mimo.
Pero yo ya había jugado a la demo, así que más o menos tenía cogido el truquele; R2, L2, R2, L2, y así fui avanzando hasta conocer a Pepe, un misterioso sujeto que insiste en que orines detrás de un pequeño arbusto, delante de él, y luego hasta llegar a la ladera de una montaña sobre la que se erige una potente luz; sin más puntos de referencia (sin mapa, sin waypoints, sin interfaz de ninguna clase en ningún punto de la pantalla), esa luz fue el faro que guio mis primeros pasos, pun intended, por el mundo de Baby Steps. Avancé, tropezando aquí y allá, manchándome de barro el pijama, riéndome de vez en cuando de los penosos traspiés de Nate, siguiendo los caminos que me parecían más naturales, o más sencillos; no tardé mucho en encontrar más puntos de referencia, apropiadamente esperpénticos y chillones, perfectos para servir de hitos en un mapa que, por lo demás, está lleno de hierbajos, charcos y pedruscos difíciles de reconocer. Una de estas referencias era una carpa a rayas blancas y rojas, como de circo. Caminé y caminé y me vine arriba, porque cada vez me veía más cerca de la luz, que no era otra cosa que, como descubrí al acercarme, una vela gigante de cera.
No sé cuánto tiempo tardé en llegar a mi destino; una hora, una hora y pico. Un buen rato. Ya estaba ahí. Quizá me confié demasiado; el caso es que en cierto momento, cruzando un riachuelo, creo recordar, di un paso en falso; no apoyé bien el pie en la piedra que me tenía que permitir pasar al otro lado y Nate tropezó, se cayó a plomo, irremediablemente ragdolleado, sometido en ese momento ya no a la voluntad que yo le transmitía a través del mando sino a la del motor de físicas del juego, que lo arrastró como un chorizo mal relleno por el agua hasta caer por un barranco, y de ahí a una zanja de barro, y la combinación de la fuerza de la gravedad y el terreno resbaladizo resultaron ser terribles para Nate, que siguió deslizándose (pegando gritos ridículos, poniéndose perdido de lodo) hasta que el suelo frenó su descenso. Aprovechando que estaba inerte, tirado en un barrizal, moví el stick derecho para intentar determinar dónde rayos estaba; a lo lejos, muy arriba, vi la luz de la vela, y a mi lado, muy cerca, rayas blancas y rojas: era la carpa que había dejado atrás un buen rato antes. Un pequeño tropiezo me había devuelto casi al principio del juego. Había perdido mil horas de partida. Tocaba volver a empezar.
Con Nate todavía tirado en el suelo, mirando al infinito, apagué la consola, solté el mando y me levanté. Salí a dar un paseo y a leer un rato. I’m too old for this shit, pensé (en inglés). Mi primera experiencia con Baby Steps, me temo, también fue la última.
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Estuve un día entero sin jugar a Baby Steps, en parte decidido a abandonarlo para siempre, a convertir esta pequeña anécdota inicial en la Gran Historia de mi relación con el nuevo juego de Gabe Cuzzillo, Maxi Boch y Bennett Foddy. Al día siguiente, sin embargo, decidí reencontrarme con Nate, que seguía tirado en el barro, esperando a que alguien le animara a seguir adelante.
Lo hice por el caché de sus creadores, por supuesto, por la confianza en lo que puede tener que decir la gente que hizo QWOP, Ape Out o Getting Over It; hay algo de esos tres juegos en Baby Steps, algo de «juego de streamer«, un aura de pretendido «fenómeno viral» que puede producir algo de rechazo, razonablemente. Pero, más allá de este pastiche, hay también en Baby Steps algo más, una exploración en última instancia sincera de las posibilidades de un sistema de movimiento obviamente excéntrico pero que, en muchos casos humor mediante, intenta generar situaciones interesantes sometiéndose a unas reglas igual de estrictas e intransigente que las que (como no tardé en experimentar yo mismo, en mi frustrante y trágico primer ascenso y caída) te impone; a veces es difícil saber si es más divertido para ti o para sus creadores, a los que es fácil imaginar partiéndose de risa en sus casa, quizá espiando tus pifias, pero cuanto más avanzas más evidente es que el objetivo principal no es putearte hasta sacarte de tus casillas: eso es solo un efecto secundario.
Baby Steps es un juego de mundo abierto en el que te mueves con un sistema de control extraordinariamente complicado. Todo el juego gira en torno a estos baby steps del título: pasito a pasito avanzas por un gigantesco mapa, perdido y desorientado igual que Nate, tu avatar, siguiendo las miguitas de pan que el propio entorno te va dejando. Las velas o la carpa de las que hablaba antes son las más evidentes, pero a medida que progresas van entrando en escena también otros elementos, interactivos o no, que articulan el avance: hay latas de bebida energética vacías y botellas tiradas por ahí, por ejemplo, pero también cabañas, torres y otros elementos arquitectónicos que hacen doblete como referencia visual y desafío de escalada. En última instancia, Baby Steps es su mapa: sin puntuaciones, inventarios, marcadores ni listas de objetivos que estructuren la partida, el esqueleto sobre el que se sujeta el juego es el mapa, que en ocasiones sí delimita de manera más evidente los momentos en los que empieza un «nuevo nivel», por ejemplo, introduciendo un accidente geográfico o una estructura a priori insalvable y que te encamina, por descarte, en una dirección concreta.
El placer de explorar este mapa es lo que hace que Baby Steps funcione, de una manera que a veces entra en conflicto con la furibunda parodia de los sandbox triple A que está en el corazón del juego. Las cinemáticas, más o menos frecuentes, son esperpénticas a conciencia, con diálogos improvisados y absurdos entre personajes desquiciados, desde senderistas infatigables hasta burros antropomorfos con la polla al aire. Hay torres y atalayas que quizá en algún momento quisieron ser un zasca a las de los «juegos de Ubisoft». Hay más misiones secundarias de las que parece, objetivos opcionales, coleccionables inexplicables; hay contenido a punta pala, quiero decir, más del que seguramente necesita un juego como Baby Steps, o más del que necesita una parodia de las superproducciones de mundo abierto.
Pero, lo confieso, he jugado alegrándome enormemente de encontrar cada cinemática, todas ellas delirantes y garrysmodescas, groseras e irreales, como decía aquel, pero también señales discretas de que estaba avanzando en alguna dirección, descubriendo algo, tengo hacia algún sitio. No solo no me ha ofendido encontrar atalayas, puestos de vigilancia y torres, sino que las he buscado activamente, porque (igual que en muchos juegos de mundo abierto actuales) además del desafío de escalarlas en muchas ocasiones son útiles para orientarse y encontrar nuevos lugares que explorar, sobre todo cuando por la naturaleza del entorno el horizonte está menos despejado. No he hecho muchas misiones secundarias, porque son realmente complicadas, pero las que sí he podido completar me han resultado muy satisfactorias; es cierto que tienes que estar ya bastante dentro de la propuesta para casarte con ellas, pero, cuando llega ese momento, encontrar unas llaves perdidas (dentro de una cabaña cerrada a la que solo puedes acceder desde el tejado, por el agujero que dejan unos tablones rotos… y cayendo dentro de una bañera llena de lo que parece orina) y llevarlas al puesto de vigilancia para que su dueño las recupere es un reto casi incomprensiblemente apetecible: duro, complicado, también insufrible, muchas veces, pero retorcidamente satisfactorio cuando logras llevar a cabo la proeza.
Es importante esta idea de satisfacción ante la conquista de un desafío aparentemente imposible, porque la idea principal que mueve el argumento de Baby Steps es la incapacidad patológica para aceptar cualquier tipo de ayuda o expresar las necesidades o deseos de uno mismo. Nate, el nini que se ve envuelto en este isekai enfermizo, se niega sistemáticamente a aceptar que el resto de personajes le echen una mano; esta circunstancia es cómica, al principio, por ejemplo cuando Nate se hace mucho pis y no acepta el consejo de Pepe (un weirdo con el que te cruzas nada más empezar el juego) de mear en un arbusto, pero poco a poco se va volviendo más oscura, a medida que ves cómo rechaza mapas o botas, cosas que le harían la vida mucho más fácil a él y, por extensión, también a ti. Ningún logro, por grande que sea, aplaca el impacto del patetismo de Nate, que en cierto momento del juego descubre que por ser un recién llegado a ese mundo aún puede pedir un deseo si llega al castillo que hay en lo alto de una montaña: incapaz siquiera de desear por sí mismo, un burro en chándal le convence para que pida tabaco, en vez de volver a su mundo e intentar recuperar las riendas de su vida. Hay metáforas más elegantes para representar ese tipo de depresión masculina que en Castilla y León llamamos «ser normal», pero pocas tan punzantes como esta, que te golpea mientras te ríes porque un burro con la picha colgando te ha despertado de la siesta restregándotela por la cara.
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Mientras Nate pena, en mi caso, el diseño de Baby Steps me sigue animando a avanzar, a intentarlo una vez más y llegar tan alto como pueda. En gran medida tiene que ver con la forma en que la mofa de los lugares comunes de los juegos de mundo abierto está bien diseñada: se entiende la broma y se entiende el cuidado y la intención que se ha puesto en ella. El mundo está lleno de diseño, pequeñas islas o grandes lagos en los que se ven ideas; es, en eso, un videojuego serio, que es consciente de que no le queda otra que hacer que hacer que cada paso cuente. La escalada es divertida, inmersiva de una forma parecida a la de esos simuladores de toro mecánico que consisten en recoger palés y colocarlos en estanterías. Cuando consigues llegar a lo alto de una torre con una escalera de caracol en la que en algunos peldaños hay cáscaras de plátano, el recurso cómico definitivo, tienes realmente una sensación de logro que sería imposible si no supieras que un pequeño error de cálculo te puede llevar a lo más bajo, de esa torre o de una montaña entera. La relación entre los pies y el mundo es tan poderosa que acaba ganando matices que te habrían resultado inimaginables en los primeros minutos del juego, en los que un único escalón parece un desafío imponente. Cien horas de SnowRunner —otro juego inenarrablemente masculino— enseñan paciencia a cualquiera.
También ayuda tener gusto por los mundos en los que todo es un poco raro; el viaje onírico de Nate está lleno de situaciones sorprendentes, tanto dentro como fuera de las impredecibles cinemáticas. No es el juego más puntero técnicamente, pero no parece importarle mucho; las prioridades son otras y usa sus propias limitaciones para generar más momentos extraños. El foco está puesto en unos pocos sitios: en el diseño y el gameplay, decía antes, pero también en otros sitios como la música, generada al azar con los efectos de sonido del juego, muzak ayuda a recuperar un poco de aire después de estar demasiado rato aguantando la respiración para concentrarte mejor. Se ven ahí los años de Maxi Boch en Harmonix y su interés por combinar jugabilidad y música, que ya en Ape Out dieron como resultado una banda sonora que se generaba siguiendo los destrozos que hacías en pantalla.
Aún no he terminado Baby Steps, pero voy a hacerlo. Quizá esa sea la gran victoria de este juego foddiano, ese subgénero que ha acabado siendo perturbador a base de streams, después de lo que parece —imagino que según tengas el algoritmo— una cantidad inagotable de videos de gente desesperada y pegando gritos intentando llevar a cabo las proezas más arbitrarias. Acaba convirtiéndote en Nate, el lamentable individuo secuestrado por su incapacidad de aceptar ayuda; el ragequit nunca es definitivo. Vuelves. Desde la zanja embarrada en la que has acabado tras caer a plomo desde lo alto de una montaña, lleno de mierda hasta las cejas, vuelves a hacer el mismo camino. Pero, ¿y si intento atajar por aquí, que parece que se puede? Encuentras caminos secundarios, rutas ocultas, formas de forzar las físicas para tardar menos; vas aprendiendo, y encuentras formas más satisfactorias de superar obstáculos más desafiantes. Ya no hay ragequits, sino pequeñas pausas para despejar la cabeza. Te gusta. ¿Y si Nate no va tan desencaminado? ¿Y si hay algo en avanzar por la vida sin ayuda? ¿Y si solo sin ayuda puedes experimentar una sensación tan potente como la de superar un obstáculo exageradamente difícil? Cuando dejas de jugar, te levantas, miras abajo y ves tus pies: son los de Nate.
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