Análisis de Wolfenstein

No nos engañemos: nadie esperaba que el nuevo Wolfenstein fuese un Half-Life, una revolución en el género. Ni siquiera sus propios creadores parecen muy convencidos de haber dado a luz un gran juego, quizá por las limitaciones de una franquicia que siempre se ha apoyado en la más honesta sencillez. Y es que los anteriores Wolfenstein nos proponían una matanza descarnada en un castillo infestado de nazis armados y cabreados cuya única inquietud es convertirnos en frankfurter würstchen. Pero, qué demonios, así estaba bien.

I know a little German. He’s sitting over there.

En una época en la que los FPS suelen ofrecer algo más que cuatro tiros, los chicos de Raven Software parecen haber caído en uno de los errores más comunes de esta generación: escribir un guión. El frenesí asesino contra los malnacidos teutones se ha visto sustituido por una trama de conspiraciones, ocultismo y guerrilleros de la resistencia en una ciudad ficticia llamada Isenstadt a la que ha sido destinado nuestro protagonista, el espía norteamericano de apellido sospechosamente polaco B.J. Blazkowicz. Allí, nuestro héroe deberá detener a los nazis que están avanzando más de lo que deberían en sus investigaciones en el ámbito de lo paranormal. Y no es que la historia sea terriblemente mala, ojo, el problema es que le resta fluidez al juego empotrándonos un inicio flojo y francamente tedioso que recuerda más a los primeros Medal of Honor (de hecho, todo el juego huele a la saga de EA) con apacibles paseos por las callejuelas con algún tiroteo ocasional, que al supuesto desenfreno y violencia desatada de los Wolfenstein. Pero, ah, los videojuegos son un arte ((En realidad no. Bueno, ya me entendéis.)) caprichoso y a veces, como si plantáramos geranios en nuestro jardincito, la paciencia y la dedicación terminan siendo vitales para que nuestro trabajo dé sus frutos. Y en el caso de Wolfenstein el capullo florecido tiene forma de pistolas volatilizadoras, escaramuzas suicidas con rojillos de boina y chaqueta de pana, enemigos salidos de Matrix que nos lanzan hadokens, musculosos rip-offs de las temibles Berserker, y mostrencos interdimensionales de todos los tamaños y formas. Todo lo que un hombre de bien puede necesitar hoy en día. Para enfrentarnos a tanto indeseable no dispondremos únicamente de un amplio y muy satisfactorio abanico de armas tanto convencionales como futuristas, sino que también contaremos con un amuleto que nos permitirá usar el Velo, una especie de sexto sentido temporal con el que podemos ver los puntos débiles de los enemigos y acceder a puertas o escaleras invisibles. Durante el transcurso del juego, al fusionar con el medallón ciertos cristales que iremos encontrando, conseguiremos otros poderes que serán imprescindibles para seguir avanzando como el ya tradicional tiempo bala, un escudo místico o un potenciador de ataque. Algo encomiable en este sentido es el perfecto equilibrio que guardan estas ventajas con su propio tiempo de uso y las circunstancias con las que toparemos. Y es que los poderes son una ayuda muy útil, pero en ningún caso nos sentiremos ángeles exterminadores, como un niño en la entrada de un hormiguero.

—Is this the potato farm? —Yes, I’m Albert Potato.

Sin embargo, hay algunas decisiones que defenestran el potencial de este título. Al juego le sienta como una patada en plena boca del estómago ese sistema de asignación de misiones à la Oblivion ((Y tantos otros.)), con personajes encomendándonos tareas o pidiéndonos favores. El pueblo de Isenstadt será la base de la aventura desde la que accederemos a otras zonas para cumplir nuestras misiones, y por sus laberínticos callejones encontraremos las distintas facciones, incluyendo a la resistencia, liderada por una maestra de escuela; la Golden Sun, una especie de secta rusa muy preocupada por las averiguaciones nazis sobre algo llamado «Sol negro»; o los estraperlistas, que nos proporcionarán mejoras en las armas o los poderes del Velo. Y es que, en efecto, en Wolfenstein volvemos a darnos de bruces con ese elemento RPG —la inversión de experiencia (o dinero, en este caso) para mejorar capacidades— del que últimamente parece imposible escapar. Señores que hacéis jueguicos: esto es algo desesperante para un fan de los arcades y la acción descerebrada. Nos estáis minando la moral y os juro que si el próximo Serious Sam implementa algo remotamente parecido a esto, me volaré los sesos ante una cámara en directo para AnaitGames como airada señal de repulsa. O peor aún: lo haré desnudo. A la hora de elegir misión sólo podremos decidir el orden en que las completamos, pero nada más. Las vamos a hacer todas, nos pongamos como nos pongamos, así que ese intento de crear una falsa sensación de no-linealidad se queda en un desafortunado y evidente sinsentido. Es como si los diseñadores del juego hubiesen intentado crear un mundo más o menos abierto, con sidequests y con influencia del jugador en el desarrollo, pero finalmente hubiesen decidido abandonar esa idea a medio camino. Y si hay algo peor que añadir elementos de RPG a un FPS que no los necesita, es que al final esas ideas de tinte rolero no terminen siendo ni chicha ni limoná.

Good work, Chocolate Mousse.

Algo que sí se agradece, en cambio, es la mutación progresiva que se va produciendo en Isenstadt durante el transcurso del juego. Y es que, a medida que vayamos completando encargos, las calles de la ciudad se irán deteriorando por los bombardeos y estarán cada vez más atestadas de soldados alemanes, haciéndonos sentir como un yuppie paseando por las Tres Mil Viviendas, esperando a que tras la siguiente esquina se nos eche encima una panda de desalmados con casco. De ese modo, los repetitivos paseos por las mismas zonas de siempre para contactar con éste o aquél NPC irán variando considerablemente después de conseguir objetivos, algo que le da cierto encanto a un proceso francamente aburrido como es el de buscar algo que hacer. El modo campaña, como veis, ofrece lo que puede y, aunque lo haga sin mucha fe en sí mismo, consigue sobrevivir a poco que le demos cierto margen de tolerancia en las primeras misiones. El modo multijugador, sin embargo, es un auténtico despropósito. Desarrollado por Endrant Studios, nos ofrece sólo tres modos en lo que parece ser un añadido a regañadientes y por obligación. Su incomprensible tosquedad, sus limitaciones sorprendentes (sólo doce jugadores) y su aburrido sistema de combate le hacen parecer un juego completamente distinto al del modo campaña. Un mal competidor del magistral Return to Castle Wolfenstein de hace casi una década, a lo sumo.

Die Sauerkraut ist in mein Lederhosen.

En definitiva, con un desarrollo ascendente aunque incapaz de sacar los pies de la pantanosa ciénaga de la mediocridad, y un multijugador entre lo meramente prescindible y lo atroz, Wolfenstein es un efectivo entretenimiento para las ocho o diez horas que os puede durar el modo campaña. Más allá de eso, da la sensación de que con un poco más de amor propio y fe en sus propias ideas pudo haberse convertido en algo grande. Lamentablemente no ha sido así y nos tenemos que conformar con deleitarnos volatilizando oficiales de las SS o participando en batallas épicas contra las criaturas invocadas por el III Reich. Tareas que, eso sí, como el buen comer, el sexo gratuito o las masacres escolares, siempre da gusto repetir. Nota: 6