
Jordan Peterson —perdón— autor del libro de autoayuda apenas camuflado como filosofía 12 reglas para la vida: un antídoto al caos, psicólogo clínico convertido en pseudo-intelectual, autoproclamado referente de cierto sector intelectualoide de la manosfera, subió hace unos años esta imagen que me persigue hasta el día de hoy. Pensé mucho más en ese díptico de lo que jamás había pensado en este notas, cuyas absurdas interacciones, polémicas entrevistas llenas de falacias y beligerancia disfrazada de objetividad dejé de seguir hace tiempo. No le seguía por afiliación, espero que sea obvio, sino porque tengo la manía autodestructiva de querer enterarme de lo que dicen los que mueven masas en el lado opuesto del espectro ideológico. La imagen muestra un tuit en el que Peterson guiña con un emoticono su parecido con el príncipe de la locura Sheogorath, mandamás de las Shivering Isles (o Islas Temblorosas, dijo nadie nunca).
Esta captura ha mantenido sobre mí el poder de hacer que me planteara las preguntas más esenciales de mi vida: ¿es Peterson fan de The Elder Scrolls IV: Oblivion y especialmente fan de su expansión Shivering Isles? ¿Es posible que compartamos gustos? ¿Quiere decir esto entonces que mi lectura de uno de mis juegos favoritos es absolutamente errónea?

Para entender Shivering Isles hay que entender a su gobernante, casi monarca, mejor llamado deidad; quizás esta sea la primera y simplísima razón por la que el ególatra de Peterson se ve reflejado en él. Sheogorath es la efigie de la locura, pero es también un tipo peculiar. Un tarambana de toda la vida. Un calavera. Un jambo cuyos dominios, esto es, las islas, no son si no un reflejo exacto de las dos partes de su psique absolutamente dividida. Su reino está dividido en Manía y Demencia: la primera es una explosión colorista de creatividad y euforia, la segunda un redil de paranoia y desesperación. Pero el menda no solamente es el principe daedra de la locura que conocemos: en un giro de guión absolutamente magistral hacia la segunda parte del DLC descubrimos que también es Jyggalag, el príncipe daedra del orden.
Como a Peterson le gustan las dualidades —de aquí parten la mayoría de los discursos más peligrosos—, esta podría ser la otra razón simplísima de su post celebratorio por su parecido. El proyecto pseudo-científico/intelectual/filosófico de este pinfloi trata básicamente de la contención, de convertir la complejidad en algo digerible, manejable y «moralmente» ordenado, entre otras cosas mucho más apetecibles para la alt-right. Fundamentalmente, Peterson quiere que intentemos que el orden (convenientemente relacionado con lo masculino) no sucumba al caos (adivinad con qué está convenientemente relacionado). Que andemos erguidas como las langostas macho, lol. Que limpiemos literalmente nuestra habitación, já. Que vistamos como adultas, ¿cómo?
Solo que en Shivering Isles, esta dualidad no está en oposición: Sheogorath es el figura que la equilibra, que contiene y personifica la dualidad sin resolverla, que gobierna las dos mitades de la locura y también el caos y el orden, no eligiendo uno sobre otro, sino bailando entre ellos. Y es esta lógica poliédrica, esta tensión la que ordena las islas, la narrativa del DLC, la que media entre tú y tu experiencia con Shivering Isles. La que el tolai de Peterson no entendería ni aunque le hicieran una infografía. La que se queda contigo casi veinte años después.

Entrar a las islas es, casi literalmente, la definición exacta de fantasía: al héroe de Kvatch lo reciben mil mariposas volando, un mayordomo con lechuguilla y un paisaje de setas gigantes. También lo recibe un cancerbero que custodia las verdaderas puertas a las tierras de Sheogorath, un montón de bichos gigantes y algún que otro obelisco de aspecto extraño. El reino es simétrico pero fragmentado, en partes colorido y en partes decadente, y está repleto de personajes que inspiran terror o compasión pero que son siempre trágicamente sinceros: un hombre obsesionado con un tenedor, un pueblo en que todo el mundo tiene dos personalidades, un duque y una duquesa enzarzados en una guerra por asesinar al otro, una mujer que llora la muerte de su monstruosa creación. Un monarca que todo lo ve y que dice cosas como «¡Vuelve a visitarnos, o te sacaré los ojos!» mientras se ríe descontroladamente. La capital de las islas, Nueva Sheoth, está igual de fragmentada que el resto del reino y contiene una división que llega hasta el palacio, hasta el mismísimo trono, dictando las identidades, las estéticas, las filias y las fobias de aquellas que se encuentren en un lado o en otro de esta línea invisible.

De base esto ya hace la geografía de este añadido al juego principal absolutamente original. Pero es que entrar a las islas también es dejar el mundo conocido de Cirodiil y sus sistemas para adentrarse en un espacio donde lo extraño por defecto de la experiencia del juego base tiene sentido aquí por diseño: lo histriónico está hecho paisaje, mecánicas, arquitectura y diálogos. Muchísimo de su diseño visual es en gran parte gracias al artista Adam Adamowicz (1986-2012) —nunca he visto un videojuego que se parezca tanto a su concept art y me parece algo admirable—. Adamowicz distinguió Manía y Demencia a través de sus formas, colores y texturas: la primera es elegante y luminosa, con ecos art déco; la segunda es orgánica y oscura, casi cavernosa. Incluso los caballeros del Orden, enemigos grises, fríos y geométricos al servicio de Jyggalag, que son todo lo contrario a las formas convulsas y serpentinas, parecen ser de otro videojuego completamente. Y sin embargo, esta estética desencajada no quita que las islas sean un mundo absolutamente cohesionado en el que las partes se hablan aunque sean opuestas.
Además, estas tensiones entre partes antagónicas no son solo estéticas; afectan a las misiones y al comportamiento de los personajes. Obviamente, esa línea divisoria no la marca solamente una paleta de colores diferente, si no también una guerra abierta e inutil entre los dos tipos de locura —una locura que el juego entiende y defiende como un espectro de significados que permean el mundo—. En una de las misiones principales, llamada La fría llama de Agnon, el héroe de Kvatch debe elegir qué facción (fanáticos maníacos o nihilistas dementes) controla el faro de locura. Pero ninguna de las dos opciones es «correcta» de una forma reconocible, en un sentido moralista, es más: las dos formas de resolverla son detestables. No hay forma de buscar, ni encontrar, una solución buena que mantenga contentas a todas las partes, en su lugar te ves obligada a aceptar la contradicción y la ambigüedad y quizás incluso la idea de que la objetividad y la cordura podrían ser contenedores demasiado pequeños para la verdad.
No nos queda otra que aceptar que hay dualidades que no son tan fácilmente divisibles o resolubles, o quizás que ni siquiera es tan fácil hacer una ordenación del mundo de esa forma.
En este mundo cíclico el orden y el caos se turnan para reinarlo y ninguno es preferible al otro (en todo caso nosotras desarrollamos una conexión emocional con el caos, que es el estado de las islas que conocemos). Pero por diseño Shivering Isles te fuerza a jugar y habitar su mundo de forma errática —como posicionarte contra una de las partes en una misión solamente porque así podrás matar a ese personaje y quedarte con su ropa, sí, o simplemente porque el otro personaje te cae peor—. Esta forma de jugar se aleja de formalismos y preceptos moralistas (de pacotilla) pettersonianos: no nos queda otra que aceptar que hay dualidades que no son tan fácilmente divisibles o resolubles, o quizás que ni siquiera es tan fácil hacer una ordenación del mundo de esa forma. Ah, y por supuesto, que la fantasía puede y debe albergar lugares que escapen a la lógica, extender nuevos significados, crear mundos tan escandalosos y extraños que nos hagan plantearnos por qué un saltimbanqui como Peterson tiene la autoridad moral para cierto grupo de personas en esta nuestra realidad.
Shivering Isles es, ni más ni menos, y en mi humildísima opinión, la mejor expansión de todos los tiempos —así de personal era el asunto desde el principio—, porque no solo coexiste perfectamente con la historia y el mundo principal, sino que potencia al infinito sus mejores cualidades y da sentido a sus rarezas, a sus limitaciones técnicas e incluso a su estética. Quizás Shivering Isles gana en coherencia al juego base porque no necesita una jugadora que resuelva su mundo tensionado. O quizás, Shivering Isles simplemente me gusta más aún ahora que sé que Peterson no se enteró de un carajo.
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+1 por meterte con el tonto de Peterson