Se llamaba Chingu, y se murió cayendo por un barranco.
Chingu era un calicornio, una de las majestuosas bestias que pastoreas en Herdling, lo nuevo de Okomotive. Si me acuerdo de Chingu más que del resto de mi rebaño es por un solo motivo: escalando la primera zona peliaguda del juego, cuando teníamos que atravesar un risco peligroso, lo perdí. Acabábamos de atravesar una pradera con zarzas, unas zarzas gigantescas, desproporcionadas, como parece todo a veces en el mundo de Herdling; Chingu se había desviado y había acabado pinchándose con las zarzas, así que avanzaba herido. Yo pensaba (en alto, delante de mi hijo) en el momento de llegar a un lugar seguro, encontrar comida y alimentar a Chingu para curar sus heridas. Tanto pensaba en eso, que no supe calcular bien el peligro de aquel risco, y metí más prisa al rebaño de la que habría sido prudente. En cuestión de segundos vi cómo Chingu, que ya había dado el paso en falso que lo había llevado de cabeza a las zarzas, tropezaba en el borde del risco y se resbalaba; con dificultades, intentó agarrarse y yo corrí hacia él para intentar cogerlo de las patas. Antes de que pudiera llegar a él, a Chingu le fallaron las fuerzas y cayó por el barranco. El resto del rebaño (calicornios perdido que había ido encontrando, un grupo sin relación de parentesco ni apego; Chingu no tenía madre o su madre no estaba en mi rebaño, que para el caso es lo mismo) siguió adelante, en fila, y acabó atravesando el risco y llegando a terreno más seguro mientras yo miraba al fondo del barranco, sin Chingu a la vista. Eso, dentro del juego; fuera, mi dedo pulgar todavía sobrevolaba el cuadrado, el botón con el que, de haber llegado a tiempo, habría podido salvar a Chingu: si hubiera estado más atento, si hubiera estado más centrado, si no hubiera tenido la cabeza en otra cosa, por mucho que fuera el bienestar de Chingu (darle comida, curar sus heridas, etc.) lo que me tenía distraído. Un poco más adelante encontramos un sitio perfecto para acampar, y acampamos hasta el día siguiente, sin Chingu.
Esta experiencia, que ocurrió en algún momento del primer tercio de mi partida, definió la manera en que acabé pensando en Herdling. No fue así desde el principio. El juego comienza con el protagonista despertando en una ciudad, solo, y encontrando un calicornio: una criatura peluda que, como tú, está sola. Un calicornio te lleva al siguiente; en poco tiempo te acompañan tres, y te ves pastoreando un pequeño rebaño al que guías a través de las calles vacías, siguiendo el viento, hacia las montañas. Los picos nevados se convierten en tu referencia. Pronto llegas a los límites de la civilización, llevando a tu rebaño hacia las montañas, hacia su hogar, que quizá pueda ser también el tuyo.
En estos primeros compases, Herdling te deja espacio y tiempo para aprender a guiar a tus calicornios. No te siguen: eres tú quien tiene que ir detrás de ellos, lo que da forma a unos controles que tienen más valor por el poso que dejan que por el disfrute inmediato que puedas extraer de ellos. Si te mueves hacia la derecha, el rebaño va a la izquierda; con un botón puedes correr y con otro pides que los calicornios avancen más lento, y con poco más que eso el juego monta toda su propuesta. Todo lo demás es el viaje a través de praderas, bosques, montes y montañas, guiando al rebaño en la dirección correcta, protegiéndolo de los peligros que se cruzan en el camino. No llega al nivel de The Last Guardian, pero la manera en que se comportan los calicornios busca un efecto similar al del inolvidable Trico: no los manejas, sino que los guías, y su movimiento impreciso y en ocasiones impredecible hace que cuando el terreno es peligroso se generen situaciones tensas; por eso mismo, los momentos de descanso, cuando sabes que todos los calicornios están a salvo y no les puede ocurrir nada, se reciben con genuina alegría.
Es un juego breve y sencillo, en el que el level design trabaja para generar espacios en los que las mecánicas refuercen tu conexión con el rebaño. Las zonas peligrosas te animan a moverte despacio, vigiliando en todo momento por dónde pisan los calicornios, pero también hay amplias praderas en las que te puedes permitir disfrutar el movimiento, mandar en estampida a las bestias y correr tras ellas hasta olvidar quién guía a quién. Es un juego delicado en el que los pequeños detalles importan más que las grandes ideas: a lo largo del camino te cruzas con figuras talladas, altares de piedra y paja que parecen representar calicornios y en los que encuentras pendientes, coronas de floras, adornos que puedes poner a tu rebaño. No todas estas decoraciones son iguales, pero sí vas encontrando algunas a juego, y puedes ir cambiándolas y combinándolas de la manera que mejor te parezca; puedes ponérselas a los calicornios porque te hace gracia, o para diferenciarlos mejor, o para resaltar su personalidad, que no siempre es la misma. Cuando llegas al final del viaje, tu rebaño es tu rebaño, más que simplemente el grupo de animales que el juego te ha ido poniendo delante. Cuando adiestras a un calicornio para unirlo al rebaño, Herdling te permite ponerle un nombre o generar uno al azar, y en mi caso decidí —primero por agilidad, y después por convicción— quedarme con el primero que me lanzase el randomizer: Chingu se llamaba así no por ocurrencia mía sino porque ese era su nombre, y fue precisamente el nombre, como el de todos los demás calicornios, uno de los motivos por los que sentí que ese animal era un individuo, y no un NPC, una unidad o un minion.




No llegaría a decir que todo lo que hace bien Herdling corre el riesgo de irse al garete por sus puntos más flojos, aunque también los tiene. En ocasiones, los niveles intentan generar algo así como puzzles, pero —con buena cabeza— no llega a hacerlos tan difíciles o complejos como para entorpecer el ritmo de la partida; así, resolverlos se vuelve un trámite en el que esa conexión con el rebaño se muestra en su formato más explícito y vulgar: un calicornio te ayuda a trepar por una pared aquí y otros te echan una mano para empujar una piedra, por ejemplo, pero siempre en puntos bien marcados, legibles de una manera que a veces choca con el diseño más orgánico y libre de los mejores momentos del juego. Visualmente sabe tener mucha garra sin recurrir a grandes despliegues técnicos —una vez más, pequeños detalles: el color, la cámara, la composición—, y quizá por eso le pesan más los momentos en los que el rendimiento no es tan sólido (al menos en PlayStation 5, donde lo he jugado) como debería. No le iría mal un poco más de audacia aquí y allá, a la hora de presentar y desplegar sus mecánicas; en cualquier caso, ya digo, estas consideraciones se quedan en muy poca cosa cuando piensas en Herdling en global, en lo compacto y memorable de la experiencia más allá de lo que aporta a la suma cada parte.
Los pequeños detalles, como decía, acaban siendo los ases que Herdling se guarda bajo la manga, listos para ser jugados cuando menos te lo esperas; es en ellos donde se concentra el poder del juego para formar sus momentos memorables y sus ambientes más poderosos; no conozco lo suficiente los anteriores juegos de Okomotive, Far: Lone Sails y Far: Changing Tides, como para hacer comparaciones más directas, pero por lo que sé de ellos en la propuesta de Herdling está bien presente el ADN del estudio. Otro pequeño detalle: un rato después de que Chingu cayera por el barranco, mientras jugábamos en silencio (mi hijo, intentando disimular el impacto, comentaba de vez en cuando «pobre Chingu», tímidamente; yo no decía nada), el rebaño llegó a un espacio abierto, una pradera verde y rica en flores azules, las que permiten a los calicornios, cuando pasan encima de ellas, «cargar» estampidas para echar a correr a toda velocidad. Echamos a correr, aprovechando las amplitudes; quién sabe cuándo volveremos a ver otra. El rebaño corría y yo corría detrás, siguiendo a los animales, al viento y el rastro de flores que dejaban a su paso, cuando de pronto vi un espectro: era Chingu, que durante unos segundos se materializó al lado del rebaño, un fantasma translúcido que corrió al lado de los suyos durante unos instantes antes de desaparecer de nuevo. La alegría de volver a ver a Chingu fue inmensa; no fue la última vez que volvió a acompañarnos mientras viajábamos, ni la más impactante, y aunque su pérdida nunca dejó de resultar dolorosa fue balsámico saber que seguía ahí, en algún sitio, en nuestra memoria y en la idea misma del rebaño del que un día formó parte. Son estos detalles (y no las mecánicas principales, los gráficos, la banda sonora, que aparece y desaparece con buen gusto para subrayar y acompañar algunas escenas) los que convierten Herdling en un juego que se instala en el recuerdo, que se queda con uno sin estridencias ni aspavientos exagerados, con una delicadeza y elegancia que resultará anticuada o atemporal en función del cariño que guardes a una cierta filosofía de diseño que fue muy popular en los primeros 2010 y que hoy, gracias en gran medida a estudios como Okomotive, puede parecer algo más evidente pero sigue demostrando que las mecánicas son más que engranajes, botones, mecanismos, piezas que se mueven y chocan y te dan una recompensa u otra en función de lo rápido o lo fuerte que hayas aporreado el panel de mandos: pueden ser también invitaciones a la introspección, a una inmersión bonita y fragante que nos diga algo sobre nuestra realidad, incluso cuando, como es el caso, no hay una historia específica o un argumento trepidante.
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Ese segundo párrafo es brutal. Es curioso que haya salido en la misma semana del Sword of the sea, siendo Herdling quien mejor saber heredar y homenajear (quizás me equivoco) a Journey, sin quedarse en la copia estética y poco más.
que
bonito
Victor
Gracias ❤️