Análisis de Horizon Zero Dawn

Tres décadas después, George Miller se inspiraría en esta historia para una de las tramas de Mad Max 3: Más allá de la Cúpula del Trueno: allí el foco de atención no estaba puesto tanto en las relaciones de poder o en la presunta naturaleza maligna del hombre como en esa necesidad, también muy humana, de crear una historia que dé sentido a nuestra existencia. La mitología de la novela de Golding era sustituida en la película de Miller por algo un poco más desarrollado, una forma embrionaria de religión que tomaba una foto del capitán del avión siniestrado como referente, como una especie de profeta que debía volver en una especie de Segunda Venida para llevarlos a la civilización.

Otros treinta años después, Horizon Zero Dawn da una tercera vuelta de tuerca a la misma idea abordando el largo plazo: un regresión absoluta, un reinicio de toda la humanidad en el que las nuevas generaciones se organizan repitiendo sin saberlo el ciclo antropológico entre los vestigios de un pasado suyo (y futuro nuestro) tan antiguo que nadie recuerda. La idea de que la Historia es algo tan necesario para mantener la cordura colectiva, unos cimientos tan imprescindibles sobre los que construir la identidad, que si no existiera o la hubiéramos borrado de nuestra memoria, habría que inventársela.

No está mal para un juego de cazar dinobots.

La historia de Aloy y su tribu en un postapocalipsis primitivista plagado de bestias mecánicas era quizá lo que podía ser en un principio el pilar más débil de la estructura: el riesgo de contar un cuento que se toma en serio a sí mismo pero ambientado en un mundo de fantasía quesuena a dibujos animados de los ochenta era caer en el ridículo, pero la aproximación de Guerrilla ha sido tan calculada como el resto de las facetas del juego. El guión entrelaza el relato personal de su protagonista con el del universo que habita, y ambas corrientes se alternan en el cauce de una crónica con conspiraciones y luchas encarnizadas entre pueblos de costumbres distintas. Es un equilibrio riguroso entre la sinopsis descerebrada de tres palabras (¡¡mata bichos robot!!) y la alegoría social de ciencia ficción que funciona con cierta eficiencia: invita sin grandes artificios narrativos a jugar a cambio de respuestas; estimula a ver en qué termina toda esa movida sin hurgar en las emociones.

Si de algo puede presumir Horizon Zero Dawn es, sobre todo, de una capacidad indiscutible para el magnetismo. Esa expresión, «adicción», que tantas connotaciones negativas y matices inexactos comporta va a ser utilizada por muchos jugadores aquí. Es un mundo que apetece descubrir y en el que todos los engranajes trabajan para que esa curiosidad siga palpitando con fuerza incluso después de haber alcanzado el final de la historia. Lo hace de maneras, además, muy transparentes: la mecánica central es el combate, un sistema tremendamente versátil que funciona en las distancias cortas y los enfrentamientos con tierra de por medio, pero que se especializa sobre todo en proponer escenarios donde el sigilo, la observación y la preparación de la caza o el asedio de puestos enemigos son la opción más laboriosa y también la más satisfactoria.

Con un virtuosismo visual que solo decae en las cinemáticas, cuando las animaciones de los personajes le hacen a uno salir momentáneamente del juego y recordar que está hablando un muñeco de ceros y unos, o cuando el motor de físicas da algún pequeño traspiés, Horizon sabe seducir por la mirada. El mapeado es grande y diverso pero no necesita caer en exageraciones cartográficas, y la iluminación enriquece el ambiente con colores vivos que bañan de rojo un atardecer o invitan a la cautela en la oscuridad de la noche, cuando la niebla nos deja entrever una luz azulada en medio del bosque: el ojo robótico de un dinobot, como los faros de un coche misterioso aparcado entres los árboles. Es un juego francamente bonito que invita a tirar de Modo Foto muy a menudo para capturar esos instantes en los que la luz, el ciclo climatológico, el ángulo, el escenario y la fauna no sintética se confabulan en busca del preciosismo.

Finalizada la campaña con unas cuantas horas extra de exploración, rapiña y completismo, uno puede darse cuenta de cómo Horizon Zero Dawn logra destilar una mezcla refinada y muy meditada de un montón de ideas de otros juegos que se le asemejan, un ejercicio de análisis exhaustivo y manipulación de cada una de las convenciones propias del sandbox, que se aplican aquí casi sin excepción —campamentos de bandidos, sidequests casuales, objetos de colección, árboles de habilidades, looteo de materias primas, niveles de rareza de objetos y armas agrupados en colores, artesanía, comercio,…— pero siempre en una medida ajustada y dando un empaque sólido y con personalidad al resultado final.

Lo único que impide a Horizon Zero Dawn entrar en la Historia es, quizá, la sensación de que a Guerrilla le falta cierta mano izquierda a la hora de implicar emocionalmente al jugador. Es un ejercicio que roza la excelencia en lo técnico y en lo lúdico, un engranaje que funciona y seduce y satisface, pero que no sabe dar el golpe de gracia definitivo en el corazoncito del jugador. Es un título del que presumir por tenerlo en el catálogo de exclusivos de su consola, una pieza de esas que decantan la balanza figurada en esa guerra imaginaria entre plataformas, y que será recordado como un juego bien hecho, con finos acabados y cierto rigor en sus mecánicas. Será un recuerdo amable y reconfortante, un buen ejemplo de ingeniería europea, y quizá incluso un referente. Pero, como las majestuosas bestias de cuello largo que patrullan en círculos perpetuos la tierra de Aloy, inmortales y ajenas a las batallas que se suceden a su alrededor, siempre quedará la sensación de que por muy bella y perfecta que sea, al final una máquina es solo eso: un montón de piezas bien colocadas. [9]