Amor de memory card

Guardados identitarios

Si cada partida es única, cada archivo de guardado es un relato singular y valioso; el testigo de una aventura que no puede repetirse igual.

En 2002, empecé tres veces Final Fantasy X. Mis padres me regalaron una PlayStation 2 junto al juego de Square Enix durante el verano, pero lo hicieron sin una Memory Card para guardar el progreso. Tuve que esperar hasta que ese trocito misterioso de plástico y circuitos, caro para la época y la situación económica de casa, que me permitía volver al punto que había querido o podido preservar, estuvo conectado a la consola, desbloqueando la querida opción. Una que en nuestros días nos parece tan evidente que la acción de guardado manual obligatorio parece tan peregrina que sorprende cuando se añade. Pero entonces eso, fuera o no cómodo, posibilitó que siguiese el camino de Tidus, Yuna y compañía, valiéndome de la gran fortuna de cargar si el equipo perecía o había dejado atrás algún diccionario Albhed. No había otra manera entonces. Por esa razón, el gran salto que supuso para mí almacenar el progreso no había tenido la importancia emocional con la que, aquel verano de hace casi 20 años, introduje la tarjeta de memoria y, a la tercera, pude avanzar más allá del pueblo en la Isla Besaid. Ahí germinó la impresión de que cada partida es irreemplazable, incluso la de un videojuego lineal.

No hubo parecidos, más allá de las cinemáticas, los tutoriales y algunas estrategias enemigas, en las tres veces que inicié el título. En esencia, parecía todo idéntico, pero en el fondo unos pocos cambios modificaban la andanza. Eso generó en mí el efecto de que algo tan básico como un guardado encerraba más de lo que imaginaba. Por desgracia, a lo largo de todos los años que llevo jugando, apenas he conservado unas pocas partidas, y todas ellas son de mi última etapa vital. Tarjetas perdidas en varias mudanzas, guardados en plataformas que no me pertenecen, discos duros estropeados… Es en la pérdida donde siento el pesar de no haber conservado en una cajita aquella Memory Card que encerraba el progreso de mis personajes y de mis eones una vez acabé mi partida de Final Fantasy X. La ilusión por retroceder, por reconstruir, por comparar y revisitar un videojuego que, aparentemente, es idéntico a otras copias del mismo, no lo es cuando la duración, la evolución y los objetos que aparecen en ella son tan distintos como personas han recorrido la senda de la oradora. Habrá similitudes, pero no certezas. Entonces, las disparidades construyen un relato, uno que bebe de lo que rememoramos y lo que hemos retenido en un archivo.

Los objetos que hemos acumulado, los diálogos que hemos escogido, las muertes que hemos provocado (propias y ajenas), el último escenario que hemos visitado, las misiones completadas y pendientes, los coleccionables recogidos o abandonados, haber resuelto ciertos rompecabezas, las horas totales de juego… Esas son algunos de los muchos atributos que pueden encerrar los códigos inscritos en el soporte de memoria que tengamos por defecto en la plataforma, o aquel que pensemos que es más idóneo. Probablemente, el número de pociones que lleve encima o los materiales que tenga en mayor o menor número en el inventario no serán los mismos que los de otre jugadore, aun cuando el título que tengamos entre las manos parezca un pasillo o sea un walking simulator, lo cual nos induce a pensar que les jugadores pasaremos por las mismas zonas en idéntico lapso de tiempo.  Puede que por probabilidad y el diseño de un videojuego cueste más o menos que quede nuestra marca, pero nunca dejará de estar. El cuadro que hemos observado más segundos para averiguar detalles, que seamos recolectores de coleccionables o queramos fotografiar los entornos que el videojuego nos ofrece, acumulan disimilitudes.

Es decir, lo más plausible es que el conjunto de variables, en su mayoría obra de quiénes somos, produzcan una huella irrepetible. A este rastro bien podríamos llamarlo «partida», que es un punto desde el que podemos continuar. Dado que posee la capacidad de conservar una serie de decisiones tomadas durante la acción de jugar, es decir, en el diálogo con el título, una partida encierra tanto de nosotres como de quienes han participado en su creación. Casi como si fuese el ADN de une jugadore. Tomamos lo que nos ceden sin quedarnos únicamente con ello, sino que lo moldeamos, pudiendo, en la mayoría de casos, tener un punto al que regresar, hasta cuando hemos llegado al final. Es la firma que ha quedado estampada mediante afán, tiempo, amor, tenacidad, ilusión… Si alguien toca o modifica el archivo de guardado sin permiso, manipulando aquello que con ahínco hemos introducido, o queda corrompido por la razón que sea, no solo perdemos la opción de continuar, sino que se lleva con ella todo lo que hemos aportado en la partida, incluyendo esa fracción de identidad que, de manera consciente o no, ha quedado incrustada en cada minúsculo fragmento. 

Moldeamos y nos moldean. Por un lado, inscribimos nuestras aventuras y desventuras plagadas de briznas únicas resultantes de nuestro diálogo con un videojuego. Es más, decidimos qué obras y qué partidas guardadas vamos a mantener en el cajón del tesoro. También si hacemos copias y las compartimos con otras personas, al margen de su supuesta legalidad, y si para ello pasaremos por los canales habituales, previo pago en algunos casos, para tener el derecho de importar y exportar esos archivos, o buscaremos la forma de esquivarlos. Por el otro, nos sentimos restringides en la capacidad total de memoria de un dispositivo, la cual nos empujan a elegir qué vamos a mantener en ella o si la ampliaremos de poder hacerlo, igual que nos condiciona la plataforma escogida y su política en lo que respecta al trato de estos datos, el tipo de formato y los títulos exclusivos. Así, podremos tener, o no, los datos de un videojuego u otro dentro de un contorno al que hemos accedido sabiéndolo o desconociéndolo. Quizás hasta nos demos cuenta de que saltar de una consola a otra en los títulos multiplataforma hace que perdamos ese progreso.

Pero no solo contiene lo que consideramos algo material (tiempo, esfuerzo físico, dinero…), porque esos lugares seguros también son viscerales. Cuando regresas a tu casita en Stardew Valley, cuando repasas tus puntuaciones en Sayonara Wild Hearts y cuando lees los archivos desbloqueados de 13 Sentinels: Aegis Rim, no es simplemente la satisfacción de atesorar y exhibir, son a la vez las vivencias, las sensaciones y la identidad de quien puso en el juego algo más que una cosa puramente sustancial. Puede que para algunas personas, o para algunos videojuegos, tener una partida acabada es un trofeo, la prueba de que estuviste ahí y lo superaste, pero esa posesión es a la vez un anclaje particular a una etapa y una persona que estuvo ahí, tomando decisiones en lo concerniente a su vínculo con ese videojuego. En otras palabras, es natural que perderlas sea molesto, desolador e irritante, llegando a ser una tragedia el que se borren, se corrompan o no podamos trasladarlas cuando un soporte ha fallecido, puesto que esa esencia que hemos engendrado ahí no puede ser sustituida por nada, puesto que esos bits, o datos, en el fondo contienen una parte de nosotres. 

Generalmente, se acepta que las pertenencias preciadas sean físicas, como cartas, libros, fotografías… En cambio, el pasado ya no tan reciente ha trasladado a archivos digitales las estimas. Ahora nuestros ordenadores, dispositivos móviles y el almacenamiento en la nube se encargan de albergar una tipología heterogénea de posesiones queridas, habiendo mutado las cartas por chats o correos electrónicos, las fotografías por un soporte no analógico y los libros en formatos aptos para reconvertirlas en obras electrónicas. Si ese ha sido el paso para aquello que en otros tiempos guardábamos a buen recaudo dentro de cofres, baúles o cajones, opino que lo que hemos construido con cariño en digital también debe igualarse a esos enseres puesto que la tecnología ha irrumpido en toda la cotidianidad. Nuestras partidas, salvando la distancia con, por ejemplo, los dibujos que le regalábamos a nuestres familiares debido a las características del formato, tienen un valor afectivo: el que nosotres les hayamos aportado. 

Y es que es tan estimable aquello que embebemos en un guardado, que algunos videojuegos desafían o tentan a le jugadore mediante ese elemento. Partidas que debemos eliminar, recorridos sin opción a morir, secuestro o borrado del registro… Dichas situaciones hacen que nos planteemos de golpe cuán estimable puede ser un archivo de ese tipo. Porque, en el fondo, la mayoría de nosotres admitimos, con pesar e irritación, perder objetos y coleccionables, pero es más difícil que pensemos lo mismo de una partida, que es algo intangible. De hecho, aunque el autoguardado, aquel que no podemos controlar, parece ser nuestro aliado, la arbitrariedad de un error o un guardado a deshora puede hacernos perder no un archivo, pero sí la posibilidad de decidir dónde queremos hacerlo. A saber, jugamos bajo los comandos y las limitaciones del medio, de los soportes y de les desarrolladores. En este tira y afloja de restricciones y libertad, según se mire, el guardado parte de una cierta expresividad, capacitado en sí mismo para amparar «esa» rebelión ante un entorno acotado, llevando por bandera la personalidad y el relato de cada une.

Mi aprecio por un viejo cartucho, por una Memory Card desgastada o por una carpeta de guardados en un disco duro, ergo, un formato que encierra un contenido, es que cuenta historias: la mía y las nuestras. Puede hablar de una época, como en la que usaba cartuchos o tarjetas de memoria de PlayStation para resguardar mis avances en los videojuegos de manera idéntica a otres, por lo que a la vez expresa una comunidad y una individualidad. Esa singularidad es un recurso a través del que puedo explorar la historia en común del medio y cómo era, cómo soy y cómo seré al definir como jugadora. Las manías de buscar un punto de guardado manual y de asegurarme que lo he llevado a cabo volviendo a registrar la partida, parten de ese lugar en el tiempo. Es tan fuerte la impresión que tuvo en mí y en otres, que todavía mantenemos la sensación de dejarnos algo cuando cerramos un videojuego que tiene guardado automático. Físicos o digitales, los objetos son capaces de evocarnos recuerdos, en solitario y/o en compañía si los compartimos. Por eso pienso en si, a consecuencia de esto, tarde o temprano veremos tarjetas de memoria repletas de partidas de videojuegos en los legados de nuestras personas queridas.

Si acaba siendo así, disculpad, lectores, si no llegáis a ver ni a tener esas partidas guardadas, ya sea porque quedan en manos de otra persona o porque no han sobrevivido a mi caótica existencia. A cambio, en vida os cedo gustosamente un texto sobre ello, que será, junto a los otros artículos publicados en esta casa, mi pequeña herencia virtual para todes. Porque, si bien en parte los guardados poseen cualidades similares a los diarios, aun cuando lo que expliquemos no sea dado de forma literal, más bien evocativa, como ellos, esta columna mensual es mi tarjeta de memoria y los textos mis partidas guardadas acerca de lo que el medio y la comunidad me habéis regalado. Acaso el tiempo y el ecosistema de la red los erosione, encripte o haga que desaparezcan en el flujo de Internet, pero sé que una parte de cada uno de ellos que habéis leído ha quedado en vosotres. Esa es mi pequeña gratitud por cada comentario, por cada felicitación, por cada apoyo y por cada abrazo, analógico o digital, con el que me dais vuestro amor después de leerme. Gracias. ¡Y feliz partida!

Colaboradora

Apasionada de los videojuegos independientes y de la comunicación, no duda en hablar sobre videojuegos allá donde es bienvenida. La curiosidad me lleva a buscar respuestas en los lugares menos sospechados, así que siempre tengo preparadas algunas preguntas.

  1. Caveleira

    El año pasado me mudé y tiré una libreta en donde anotaba yo los passwords de los juegos donde te daban códigos para continuar las partidas… me dolió tirarla, pero tendría 30 años y llevaría 20 sin necesitarla, además que por orgulloso que esté de esos passwords de megaman con la anotación «pantalla final con tantas vidas» no me veo rejugando esos juegos al menos si no es desde el principio.

    No aproveche ninguna noticia del monkey island para decirlo, pero lo voy a hacer ahora; pedazo cabrones por no dar passwords numéricos y hacerte dibujar caras de piratas.

    El artículo mu guapote, pero le quito puntos por joven que es deborah y no hablar de passwords.

  2. Caveleira

    @orlando_furioso
    Cuando rulan está claro que no definen identidad, y los de las aventuras gráficas solo definen un progreso. Pero los del megaman definen aunque solo sea lo pro que eras o lo perfeccionista por sacar el password más perfecto.

    No se… si le sacas punta a la expresión «definir identidad» son poquísimos los juegos que entrarían…

    (Y fuera de tema, esa libreta que al fín tiré tenía dibujos de partidas editadas de mucho juego de pc, desde el supaplex hasta juegos de estrategia, eso sí define identidad a todas luces)

  3. octopus phallus

    Yo no tenía tarjeta de memoria y un sábado dije «hasta aquí hemos llegado» y me pasé el Spyro todo de golpe.

  4. Crypto44

    me paso lo mismo de tener una ps2 pero no tener memory card y me tenia que pasar los juegos del tiron