Hay una pregunta que recorre Arctic Eggs y que es fundamental para entender el extraordinario juego de The Water Museum, uno de los lanzamientos más sorprendentes y cautivadores de lo que llevamos de año; si quisiera exagerar podría decir que de lo que llevamos de década, pero no es el caso. La pregunta es: «¿Puedes freír huevos en lo alto del Everest?» Despiertas o revives o naces, lo que sea que pasa en los videojuegos cuando presseas start, en un almacén en el que se guardan decenas de gallinas enjauladas. (¿Están almacenando las gallinas o las jaulas?) El primer persona que te hace la pregunta es el soldado que te recibe en el almacén. «Can you fry eggs ontop of Mount Everest?», te dice, mientras su grotesca cara de gelatina palpita y se bambolea como un intestino grueso.
Es una pregunta muy pertinente y en la que está contenido todo Arctic Eggs: la naturalidad con la que te la espeta el soldado, el enigma que plantea, las faltas de ortografía, que son una actitud en sí mismas (estamos preguntándonos algo importante, ¿qué más dará que una palabra se haya juntado más de la cuenta a otra?, ¿acaso no se entiende?). El soldado te avisa de que, debido a tu último intento de escapar (¿de dónde?), el jefe (¿quién es?) ha limitado la gran mayoría de tus funciones (¿eres un robot?) y ahora solo puedes caminar y cocinar. Te pide que le hagas un huevo, cocinado por los dos lados; «como siempre».
Qué simpático juego de risas, puedes pensar en ese momento, con estos gráficos estrafalarios y esta ortografía de shitpost. Entonces sale la sartén, la herramienta con la que te comunicas en el decadente mundo de ciencia ficción de Arctic Eggs. Tu objetivo está claro desde muy pronto: hay un determinado número de personas hambrientas en cada una de las zonas que puedes explorar en el juego, y tu misión es darles de comer; en la primera zona tienes que cocinar para quien te lo pida, sin excepción, pero a partir de ahí puedes moverte con algo más de libertad (visitando el resto de áreas en el orden que quieras, yéndote y volviendo a placer) hasta que le quitas el hambre al número de personas que te pide un guardia concreto, el que vigila la puerta de acceso a la cámara en la que vive el Santo de los Seis Estómagos.
Arctic Eggs es uno de esos juegos que, cuando empiezan, no para hasta que acaba; si te paras a pensarlo no hay tantos así, que den ganas de jugarlos sin pararte a pensar. Es perfecto para metértelo entre pecho y espalda de una sentada, del tirón, profundizando más y más en las desquiciantemente perfectas mecánicas de cocinado con la sartén y en el perfectamente desquiciado universo por el que te mueves, una de las ciudades cyberpunk más únicas que he visto: fragmentadísima, desestructurada, imposible de mapear de manera coherente; una aberración de hormigón, metal y mugre en la que es impensable querer vivir. La pregunta va volviendo de vez en cuando. «¿Puedes freír huevos en lo alto del Everest?», te preguntan, de una forma u otra, muchos de los personajes principales del juego antes de pedirte que les cocines cualquier cosa: huevos, por supuesto, pero también latas de sardinas, cigarrillos, cucarachas, balas, peces globo, botellines de cerveza. Con un botón, al jugar con mando, calientas la sartén y la mueves más lentamente, con mayor suavidad, calentando cada ingrediente hasta que esté bien cocinado; soltando el botón el movimiento se aligera, perfecto para darle toquecitos al stick y darle la vuelta a aquellos objetos que requieran ser cocinados por los dos lados.
Es un juego de risas, por supuesto, porque la idea de cocinar cigarrillos y cucarachas con una sartén y gráficos retro es graciosa, y Arctic Eggs es un juego con un sentido del humor arrollador. El sentido del humor es la señal más evidente de inteligencia; una inteligencia necesaria para tener la empatía, la compasión y el control de las distancias que hacen falta para, partiendo de una idea tan aparentemente intrascendente («¿Puedes freír huevos en lo alto del Everest?»), explorar la creatividad y las distintas formas en que se manifiesta, se desarrolla y se somete, a través del trabajo asalariado, la artesanía o la enseñanza. No hay tanto una gran tesis, o una convicción previa muy evidente, como una exploración a través de los personajes y las mecánicas del juego de qué es hacer, por qué hacemos, qué sentido tiene hacer cosas, para quién o con qué fin la especie humana dedica su tiempo y su esfuerzo al arte mientras el mundo se deshace (se derrite, se desploma, se da la vuelta) delante de nuestros morros. Lo importante de Arctic Eggs no es tanto lo que pasa sino lo que transmite, que no siempre es algo específico ni concreto; por si necesitábamos alguna prueba definitiva de esa inteligencia y ese cariño que se han volcado sin duda en el juego, las escenas finales terminan de rematar y darle un cierre poderosísimo a los temas e ideas que han ido apareciendo durante las dos, dos horas y media previas, sin sentar cátedra ni soltar una moraleja: abrazando y envolviendo, dejándote recogido y tapadito, para que pienses —ahí, ya sin la sartén en la mano, sí— a gusto.
Imagino que existe el riesgo de que por su propia naturaleza Arctic Eggs levante sospechas. ¿Va realmente en serio? ¿Es todo una broma pesada? ¿Quiere burlarse de alguien? En ese caso, ¿de quién? Son sospechas comprensibles por puro contexto: sabemos, nos decimos, qué son los videojuegos, y los videojuegos no son esto, sea lo que sea. Pero no creo que quiera burlarse de nadie, ni que sea una broma pesada (aunque sí sea una broma), y creo que va totalmente en serio, porque si no la risa que produce no dejaría ningún poso. Arctic Eggs no comete la torpeza de intentar responder la pregunta que le sirve de chispazo inicial, por supuesto, pero sí nos permite ver una vía de utilizar el videojuego (las mecánicas, el gameplay, la interacción, la presencia en un mundo virtual) para llevar a cabo un tipo de reflexión que muchas veces tengo la sensación de que se evita o se ignora simplemente porque creemos que no es posible. Lo es; en juegos como este, en superproducciones y en lo alto del Everest, si te lo tomas suficientemente en serio como para no tener miedo a reírte de ello.
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empatía
compasión
todo bien
Pues otra joya más que descubro gracias a vosotros.
Tremendo análisis. Le voy a dar ahora mismo.
Saludos!