Destruir

La creatividad a menudo se asocia con el acto de construir, pero, ¿es posible encontrar momentos de creatividad en la destrucción? ¿Se puede aprender de ella?

Me entretengo mucho observando a mi hijo mientras juega a destruir cosas. Es un proceso entretenido: primero mi hijo se tiene que poner a jugar, y luego yo tengo que ponerme a hacer algo (quitar el polvo, fregar los platos, organizar cajones) que me permita observar sin llamar la atención; si descubre que estoy simplemente mirando, la curiosidad que le despierta mi espionaje suele poner fin a todo el proceso. De un tiempo a esta parte le gusta mucho hacer construcciones con unas piezas tipo Lego pero de gran tamaño. El método al que ha llegado es bastante infalible: hace una base con las piezas más largas, primero, y sobre ella levanta el resto de la obra (a veces «casa», a veces «castillo», a veces «puente»; ayer era «una máquina»). La base le da estabilidad al conjunto. Está bien pensado. Normalmente, cuanto más se alejan las piezas de la base más irregular es la construcción; para colmo, hay un tipo de pieza que por abajo se encaja en dos protuberancias pero por arriba solo tiene una, en medio, una circunstancia que supone un pequeño desafío para mi hijo, aún muy pequeño. Su manera de superar el reto es simplemente forzar la conexión con la siguiente pieza inclinando la construcción y que sea lo que Dios quiera. Es por este tipo de licencias creativas por lo que a medida que se aleja de la base el asunto va perdiendo estabilidad.

Al principio, esta insistencia en someter la construcción a sus deseos me incomodaba mucho, sobre todo por el contraste que hay con la base y su apuesta decidida por la estabilidad. Cuando la cosa gana cierta altura (llega a construir «castillos» o «puentes» tan altos como él, a veces incluso más), algo en mi podrido cerebro adulto me pone en alerta en cuanto veo que un paso mal dado o un movimiento peor calculado que el resto podría poner en peligro todo el tinglado. Creo que no es por evitarle el disgusto a mi hijo sino por algún impulso atávico que no logro comprender del todo. Lo cierto es que mi hijo tiene planes muy distintos para sus cada vez más ambiciosas construcciones. Una vez que cada pieza está puesta en su sitio (o en el sitio en el que la ha forzado a estar, como mínimo), se levanta, la mira, da un par de vueltas a su alrededor, estudia cada lado; una vez que ha terminado su investigación, derriba su creación y empieza a reír a carcajadas, satisfecho con el Cristo que se ha montado en el salón y con el estruendo que ha formado la demolición. El juego no consistía en construir; construir era solo un medio: el fin era destruir lo construido.

Esta afición (¡o apetito!) por la destrucción me resultó curiosa por coincidir en el tiempo, casualidades de la vida, con un breve pero intenso escarceo con Red Faction: Armageddon, el clásico de Volition, uno de esos juegos medianos de la generación de Xbox 360 y PS3 de los que tengo buenos recuerdos, seguramente mejores de los que merecen. La cosa va de liberar Marte, básicamente; los porqués son lo de menos ahora mismo, aunque hay alguna misión y alguna idea interesantes por ahí. Me quiero centrar en la destrucción. Siguiendo la estela de sus predecesores (Armageddon es el cuarto de la serie), la simulación de daños en estructuras es una de las claves del juego, y una parte importante de su diseño de niveles: aunque tu arsenal no es precisamente pequeño, las fuerzas enemigas te suelen superar en número y las posibilidades de salirte con la tuya sin recurrir a trampas y encerronas es más o menos pequeña; además, y sobre todo jugando en 2022, los disparos son horribles, nada precisos y nada satisfactorios, y sospecho que aunque en 2011 no me importara tanto también en su día era, hablando en plata, una mierda. No pasa nada. Lo divertido aquí está en planificar y llevar a cabo misiones suicidas, operaciones catastróficas que a menudo salen mal, explotando la simulación de daños y dejando que sea el azar el que decida el resultado final. Si hay varios rehenes en un edificio esperando a ser rescatados, ¿qué tal si abrimos un boquete en alguna pared e intentamos conseguir que escapen por ahí? Es probable que los cascotes acaben matándolos, pero no se pierde nada por probar. Si el objetivo es derribar una estructura enemiga clave, ¿qué tal si pegamos en un camión tantas minas por control remoto como sea posible, lo estampamos contra el edificio y salimos por patas mientras lo detonamos? Cool guys don’t look at explosions. Es probable que el plan salga mal la primera, la segunda, la tercera vez; que salga mal veinte veces hasta que finalmente cumplas la misión de una manera más ordenada y razonable, en vez de darte cabezazos contra la misma pared (casi literalmente) por si alguna vez la suerte se pone de tu lado, ¡pero qué divertido es estampar unas cosas contra otras y ver qué pasa!

La mezcla que propone Red Faction: Armageddon es mucho menos inestable que la de la mayoría de juegos precisamente por ser eso, una mezcla: hay un contraste evidente y buscado entre la posibilidad de derribar edificios y la necesidad de mantener con vida a (algunos de) los seres humanos que hay dentro de ellos, y el chiste se levanta alrededor de ese contraste. Quizá por eso la destrucción suela estar infinitamente más controlada, y sus consecuencias suelen ser mucho más predecibles y por ello menos interesantes, aun siendo la escala mucho mayor. Pienso en la serie Battlefield, que a menudo utiliza imágenes dignas de Roland Emmerich como gancho, como aliciente y hasta como razón de ser de sus masivos enfrentamientos entre ejércitos rivales. Un rascacielos puede venirse abajo y modificar drásticamente el campo de batalla, pero ese cambio está guionizado, sus resultados pueden ser previstos y «jugar bien a Battlefield» también es aprender a controlar la catástrofe; apenas creo que se pueda llamar destrucción a algo que no inutiliza, sino que modifica la utilidad. Es una utilidad solo nominal, desprovista de la profundidad auténtica del verbo destruir, mucho menos divertida que la destrucción de Red Faction o, por quedarme en casa, del crear y tirar abajo de mi hijo con sus bloques.

Otros llevan el verbo destruir en el título, como Instruments of Destruction, en el que destruir es el objetivo; lo que se califica es cuánto, cómo y qué se destruye; sus paisajes están construidos solo para ser echados abajo con distintos vehículos, los instrumentos de destrucción de los que habla el título. Lo que construyes no son las estructuras que vas a tirar luego abajo, sino precisamente los vehículos-instrumento que vas a usar para ello. Hay creatividad en ese proceso de construcción, claro, pero, ¿puede haberla también en la destrucción? Hay juegos que razonan que sí, como Teardown, en el que todo está formado por vóxeles que pueden ser destruidos.

Lo de estos juegos y lo de mi hijo es, por supuesto, solamente un simulacro de destrucción. Una vez derribada la casacastillopuente, mi hijo vuelve a usar las piezas para crear otra construcción que puede correr o no la misma suerte; no hay posibilidad de ruina en lo que está creado para ser derruido. Es un paso más en el juego. Una torre de Jenga no se destruye; se cae, se derriba, se viene abajo; se desmonta. La destrucción necesita tener una gravedad y unas consecuencias que no siempre son posibles en el contexto de un videojuego, o de la mayoría de videojuegos. Estos días he estado jugando bastante a V Rising, y ahí la destrucción sí tiene consecuencias: inviertes muchas horas en construir tu castillo, en conseguir que sea útil, que esté bien ubicado, que esté protegido y sea cómodo y en última instancia hasta que sea bonito, un lugar agradable en el que pasar el tiempo. ¡Imagina perderlo! Pienso también en Rust, por ejemplo, y en las historias que me contó un amigo que estuvo muy dentro de una comunidad que incluso tenía un grupo de WhatsApp para avisarse en caso de ataque, por si había que entrar para defender su base. En esos casos, la destrucción tiene un matiz claramente distinto, mucho menos lúdico, mucho menos didáctico, más oscuro y triste; nada que ver con la feliz destrucción de mi hijo, que puede permitirse el lujo de crear y romper a patadas sus casascastillopuente y muchas veces no tiene ni que preocuparse por recoger los restos de la catástrofe, porque ya estoy yo ahí para coger las piezas y meterlas en su bolsa y dejarlas listas para la siguiente partida.


videomécum
Del lat. video ‘ver’, ‘comprender’ y mecum ‘conmigo’.

1. m. Libro de poco volumen y de fácil manejo para consulta inmediata de nociones o informaciones fundamentales.
2. m. Una columna de reflexión sobre videojuegos.

  1. molekiller

    Sobre el Battlefield, en la campaña del Bad Company 2 recuerdo que había bastante libertad para destruir. Me vienen a la cabeza flashes de reventar casas desde las que estaban saliendo enemigos. Es increíble y lamentable que eso se quedara en la época de 360. Al final la mayoría de juegos evolucionan en lo que menos importa y menos relevancia tiene.

    1. Xandru

      @molekiller
      Totalmente de acuerdo con tu último párrafo. Hubo un tiempo en que parecía que la evolución tecnológica iba hacia mayor interactividad con los escenarios, físicas… Y ahora la nueva generación parece que se basa en tiempos de carga mínimos (que bien) y el ray-tracing (que meh)

      1. fnxvandal

        @xandru
        Es todo estrategia, osea, al final siendo una compañía de exito con IP’s de exito lo que tienes que hacer es maximizar beneficios y creo que invirtiendo lo mínimo para que el usuario crea que hay algo nuevo lo están consiguiendo, ya empezó a pasar con el tema de los remasters y remakes pochos, luego te ves los remakes de THPS o Spyro/Crash y piensas… de verdad he pagado menos por esto que por un remaster que solo incluye 1080p?

  2. fnxvandal

    Muy fan de las casascastillopuente.

  3. Silvani

    Y por eso Split Second es el mejor juego de carreras.

  4. Rocks

    Genial artículo.

  5. Otro Mono

    Luigi’s Mansion no incluye en parte el placer de destruir?