Desde su anuncio hasta su lanzamiento, incluso tiempo después de estar a la venta, Wanderstop ha estado ligado a la coletilla de «el nuevo juego de los creadores de The Stanley Parable y The Beginner’s Guide». Si bien es una afirmación verídica, esto hizo que más de uno quisiera probar el juego de Annapurna en busca de ese girito que no podía verse en el contenido promocional. Lo bueno es que todo lo que cuenta el juego, todo lo que nos hace sentir durante las cerca de 15 horas que dura —taza de té arriba, taza de té abajo— destila tanta verdad que consigue dejar tanta huella como el plot twist más inesperado.
Wanderstop nos embarca en la historia de Alta, la mejor guerrera del mundo, imbatible, inmisericorde, insuperable. Hasta que deja de serlo. Tras toda una vida dedicada a llegar a la cima es incapaz de asimilar la derrota, no puede hacerlo porque toda su vida consiste en ser la mejor. La desesperación lleva a esta formidable luchadora a buscar una solución en la profundidad de un bosque en el que habita una combatiente retirada cuya fama supera incluso la de Alta. Llegado el momento, su cuerpo no puede más. De esta forma recalamos en un claro con la tetería que da nombre al juego en el centro, rescatadas por uno de los personajes más bonachones del sector como compañía. Por mucho que queramos continuar con nuestro camino, Alta ya no es capaz de portar siquiera su espada. Estamos atrapadas.

Podemos intentar dejar el claro, pero todo intento será inútil. Tarde o temprano, cuando aceptemos que sencillamente no podemos más y que debemos parar y recuperarnos, Wanderstop, tanto el juego como la tetería, nos espera con los brazos abiertos. Boro, el simpático caballero que nos encontró tiradas en el bosque, nos explicará las veces que sea necesario qué podemos hacer y cómo hacerlo, al igual que la absoluta falta de premura que conlleva cada una de estas tareas. En nuestra mano queda tomarnos las molestias de optimizar cada segundo para producir té sin parar o preparar una taza de vez en cuando, tras haber paseado por los alrededores haciendo esto o aquello; una serie de actividades que se puede dividir en tres categorías: la jardinería, la elaboración de infusiones y la atención de cara al público.
Comencemos por los cimientos del edificio, nada más básico, en cuanto a fundamental por ser la base de algo, que la jardinería; no podemos preparar té en Wanderstop sin dar un par de vueltas por los terrenos. Es un proceso que lleva su tiempo, una forma útil que lograr que tanto la protagonista como quien juegue —que en muchas ocasiones compartirá el ritmo apresurado de Alta— aprenda que no hay nada malo en tomarse las cosas con calma. Recogeremos hojas de té para ponerlas a secar, quitaremos las malas hierbas si así lo consideramos —tiene sus ventajas: movilidad, es una tarea relajante y permite conseguir tazas más bonitas— y nos convertiremos en expertas de la mutación, la hibridación y todas las ramas de la botánica.
El terreno se divide en casillas hexagonales en las que plantar semillas. Cada semilla reacciona con las que pongamos a su alrededor y a lo largo del juego conseguiremos desbloquear nuevos tipos de semilla y nuevas composiciones que generen nuevos tipos de planta. Es sencillo pillarle el truco, incluso aprender cómo conseguir lo que buscamos, pero por si acaso siempre podremos consultar las notas que ofrece el juego sin movernos del sitio. De esta forma transcurre uno de los bucles jugables del juego: conseguir semillas, plantarlas, llenar la regadera, regar lo sembrado, recoger los frutos y volver a empezar; justo a tiempo para añadir las bolas de té, convenientemente secado, tras esperar un ratito. Con estos ingredientes, además de alguno que otro que le sienta muy bien al juego pero que no aparece hasta cierto punto de la historia, podemos empezar a crear distintos tipos de brebajes dentro de la tetería.




Toda Wanderstop, la tienda, se construye en torno a una inmensa maquinaria destinada a la elaboración de infusiones. De una forma que puede parecer aparatosa al principio, pero que se convierte en una rutina de lo más relajante y gustosa con el tiempo, deberemos repetir una serie de pasos para llenar una taza con el té que queramos preparar. El proceso es sencillo: subir a lo alto de una escalera para tirar de una cuerda que permita que el agua se precipite hasta llenar una suerte de matriz, descender hasta el fuelle para avivar las llamas y calentar el agua hasta el punto que nos interese, abrir una válvula para que el agua llegue a un gran recipiente en el que poder añadir los ingredientes que queramos —ojo con echar algún objeto imprescindible, el juego contempla esta posibilidad, pero la bebida quizá no sea la más deliciosa—; todo listo para que pongamos una taza bajo la boquilla y tiremos de otra cuerda durante el tiempo que consideremos; no ganamos nada por no derramar ni una gota, pero es bastante satisfactorio lograrlo de una sola vez.
Carecería de sentido que este proceso hubiera sido tan sencillo como tener los ingredientes y darle a un par de botones en un menú. Dotar de este espacio al proceso, que cada pedido lleve su tiempo, es justo lo que resuena con lo que Wanderstop, el juego, nos transmite. Además de las mecánicas del juego, tanto los puntos de giro de su historia como lo que aporta un elenco de clientes de lo más variopinto y original contribuye a que nos quede claro que es muy buena idea aprender a bajar el ritmo, también a dejar marchar según qué cosas y a redescubrir dónde radica realmente la importancia de las cosas.
Es en la relación con el resto de personajes donde Wanderstop alcanza la excelencia que permite que se gane un hueco en nosotras. Es esa pausa tras leer a Boro reflexionar sobre por qué hacemos realmente las cosas, es en el dolor de cierta niña revoltosa o en el entusiasmo incombustible de un padre dedicado a ganarse el cariño de su hijo donde encontraremos los momentos de conexión más profunda con el juego. Ayuda que la escritura sea tan inteligente, capaz de recordar por momentos al estilo de Terry Pratchett y su particular Mundodisco por tener un colmillo bien afilado, un humor a tono y una forma de criticar ciertas convenciones de nuestro mundo a través de la fantasía que resulta admirable.




Wanderstop es de esos juegos que invita a comentar y, a la vez, todo lo contrario. Cuando hablamos de él en el Podcast Reload intentamos no estropear la experiencia a quien no lo hubiera probado porque no es lo mismo que comentemos que hay una cazademonios de un gremio milenario que se encuentra algo perdida o que en cierto momento el claro del bosque se llena de señores trajeados a que lo hayas jugado y puedas profundizar en lo que estos personajes representan. Sin miedo a estropear experiencia alguna sí es posible afirmar que la mezcla de mecánicas entretenidas y una historia con el ritmo justo y necesario deja un regusto estupendo.
Puede que al principio no entendamos qué pasa, por qué Alta no puede más o por qué merece la pena seguir si tras mucho esfuerzo toca empezar de nuevo, pero de una forma bastante mágica tanto la protagonista como nosotras acabaremos por encontrar nuestro sitio —uno cómodo y apacible— en Wanderstop. Todos los ingredientes de esta bebida son importantes para que el sabor de boca que deja el juego de Ivy Road sea tan bueno: la música, los cambios, la relación con un elenco de personajes bien medido, la atmósfera casi onírica que tiene en ocasiones, los simpáticos animalillos que habitan el claro o las preciosas ilustraciones que vehiculan las cinemáticas.
Pocos juegos han logrado conectar conmigo a un nivel tan profundo. Tanto es así que la sensación inicial estaba más cerca del rechazo, por todas las fallas que evidenciaba Wanderstop al ponerme un espejo delante de esta forma. La prueba de que es un juego sobresaliente es que logre ser así de relevante para alguien, por invitar a la reflexión, por hacer que se involucre con lo que sucede, porque no pueda apartar la vista de la pantalla cuando comiencen los créditos finales. También es un juego sobresaliente porque incluso quien no logre esa conexión podrá disfrutar es un juego muy bien hecho, con unas mecánicas sólidas, un ritmo bien medido y una escritura en las antípodas de lo anodino.
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