El cierre de Zachtronics, tan plácido y poco dramático como fue, tuvo una consecuencia en la que he pensado mucho estos últimos años: sin Zachtronics, ya nunca iba a haber más juegos de Zachtronics. Los juegos de Zachtronics son más que juegos desarrollados por ese estudio; son una estética, un tono, unos intereses, un formato específico que hace que nadie haya sido capaz de estar a la altura del tipo de puzzle abierto que con tanto gusto desarrollaron durante años Zach Barth y su equipo. Esa altura no es la mayor, posiblemente (ha habido unos cuantos buenos juegos de este subgénero desde que Zachtronics cerró), pero es la suya; después de Shenzen I/O, Opus Magnum, Exapunks y esa despedida tan formidable que fue Last Call BBS (con la guinda de la colección de solitarios que lanzaron unos meses después), el lugar feliz en el que se convirtieron estos juegos de programar artilugios, automatizar cadenas de montaje y hackear todo lo hackeable es demasiado poderoso como para aceptar imitaciones. Solo Zachtronics puede hacer juegos de Zachtronics.
Coincidence no es Zachtronics, pero casi: es el estudio (el framework, como se autodescribe) que fundó una parte importante de Zachtronics después de su despedida, y donde caben juegos de mesa, proyectos educativos y, ahora, también un juego como Kaizen: A Factory Story, que es, lo primero es lo primero, un juego de Zachtronics sin las presiones de tener que ser un juego de Zachtronics. En Kaizen somos David, un gaijin que, en 1986, llega a Tokio para trabajar en el departamento de ventas de una empresa; por error, acaba colocado en la gestión de la cadena de montaje de una fábrica pequeña y algo anticuada que fabrica objetos básicos y baratos pero que el público aún demanda, como relojes digitales sencillos o robots de juguete; poco a poco, a medida que se integra en el equipo y se adapta a la manera de trabajar en Japón, va moviéndose entre diferentes fábricas de la compañía, un gran conglomerado que lo mismo te hace una cámara digital que un katsukare de plástico. Tu tarea es diseñar la cadena de montaje que se encargará de automatizar el proceso de montaje de cada producto, disponiendo brazos mecánicos, fresadoras, carriles para que las herramientas se muevan, taladros; todo lo que necesitas para que los productos se fabriquen con la mínima intervención humana, reduciendo el tiempo de fabricación, el coste de la maquinaria y el espacio que ocupa para encontrar la manera más óptima de realizar el trabajo.
Ese kaizen del título es una pista inconfundible del espíritu zachtroniano del juego: se refiere a esa filosofía de gestión empresarial que busca ir siempre a mejor a través de cambios constantes, por pequeños o intrascendentes que parezcan. Los personajes de Kaizen: A Factory Story son gente interesada por el progreso: no por los beneficios, sino por el trabajo bien hecho. En ese sentido, David, tu avatar, sirve como encarnación pura de ese kaizen del título (porque, en la ficción, su mejora necesita ser constante y tan rápida como sea posible: no sabe absolutamente nada sobre el trabajo, así que sus soluciones son siempre improvisadas e intuitivas, y cada nuevo proyecto le permite aplicar aprendizajes de los anteriores) y en ocasiones como fondo sobre el que se proyectan los principales temas del juego: norteamericano como es, en David hay una fina capa de cinismo yanki que tiene siempre un toque de desconfianza frente a las intenciones a veces casi de una inocencia infantil con las que los profesionales japoneses se enfrentan a su trabajo, por machacón y poco estimulante que pueda parecer desde fuera. Ante la presencia de un manager joven, David desconfía de su valor y sospecha que es el hijo de algún mandamás de la empresa; para David, la vida del encargado de una fábrica dedicada a la creación de réplicas de comida en plástico parece gris y triste, porque no vive en la emocionante Tokio sino en Gifu, una ciudad dormitorio más o menos apartada: pero el hombre, a quien no le interesa mucho ni el mundo del plástico ni la gastronomía, encuentran un estímulo irresistible en optimizar la producción del producto, y le gusta poder ganarse la vida con ello. También en esto, es a lo que voy, Kaizen tiene ese sabor Zachtronics tan único, en el que los puzzles se mezclan con unas historias sencillas pero profundamente integradas en el juego; la estructura y el ritmo en el que se intercalan las secciones narrativas resulta inmediatamente familiar si has jugado a un par de juegos de esta gente.
Pero lo importante son los puzzles, por supuesto. Ahí, Kaizen encuentra un genial equilibrio entre la sencillez de sus herramientas y el delicioso reto de usarlas de la manera más eficaz, para sacarles el máximo partido y optimizar la línea de producción hasta conseguir ensamblar los productos en el menor número de pasos posible. La idea es la siguiente: cada nivel te propone montar un objeto (una hamburguesa de plástico, una cafetera, una cámara de vídeo), y te da las piezas que necesitas para ello; también las herramientas con las que mover, soldar y recortar lo que necesites. Disponiéndolo todo sobre la mesa de trabajo, tienes que diseñar una secuencia, colocando cada acción en la línea de tiempo con una interfaz visual muy intuitiva y fácil de leer, que dé como resultado el objeto final, con todas las piezas en su sitio, bien colocadas y soldadas entre sí. Cada herramienta puede tener más de un uso: el brazo mecánico sirve para empujar piezas, pero también puede moverlas hacia sí si activas la función de agarrado. Combinado con una vía, un brazo mecánico también puede moverse por la mesa, ampliando su alcance y sus posibilidades. La fresadora corta todo lo que pasa por ella, y el taladro es básicamente una combinación entre el brazo y la fresadora; con estas herramientas básicas, más la soldadora y la remachadora, el juego te propone crear los objetos que requiere cada nivel, buscándole los tres pies a estos gatos concretos de maneras progresivamente más complejas, gestionando más piezas que deben manipularse de formas más complicadas hasta dar lugar a productos poco a poco más avanzados.
La gracia está en las limitaciones, por supuesto. Muchas veces, un objeto necesita que uses varias «copias» de una misma pieza: los botones de una calculadora, por ejemplo. En vez de darte los veinticuatro botones para que los dispongas sobre la mesa, el juego te pide que generes copias partiendo de la pieza básica: de un set de cuatro botones, que ocupa un cuadrante del tablero, sale otro idéntico cuando la posición inicial del original queda vacía (cuando, por seguir el ejemplo, un brazo empuja los botones al cuadrante de al lado, y luego se retrae para despejar la casilla en la que estaban). Es importante, así, gestionar bien el espacio para que las instrucciones que das a las herramientas no solo hagan el trabajo que tienen que hacer sino que no interfieran con otros procesos, como la aparición de nuevas copias de piezas que necesitas para terminar el producto.

Así, la idea de la automatización, central en los juegos de programación en los que Zach Barth ha trabajado durante tanto tiempo, es en Kaizen un proceso físico, con presencia y peso: las máquinas ocupan un espacio, pueden chocarse entre sí, se estorban e interfieren en el montaje. Es crucial para encontrar una secuencia correcta tener presente la fisicalidad de la cadena de montaje; hay algo de Opus Magnum, pero también de 20th Century Food Court, con sus cintas transportadoras y sus máquinas cableadas a mano, o incluso de Hobby Studio, aquel irresistible simulador de montar gunplas. Los primeros puzzles son suficientemente sencillos como para poder llegar a resultar incluso pesados; pero a partir del tercer mundo el juego empieza a proponer niveles cada vez más ingeniosos, en los que los procesos de aprender nuevas técnicas y aplicar las que has ido perfeccionando en proyectos anteriores se mezclan y cruzan de formas realmente estimulantes: volver atrás no es obligatorio, pero es enorme el salto que se percibe si repites los niveles previos, sobre todo alguno que hicieras claramente peor de la cuenta porque no conseguías encontrar una solución mejor (una posibilidad real y que conviene tener presente: las soluciones «malas» son soluciones, y pasarse el juego «mal» es también pasárselo; de optimizar siempre hay tiempo).
A medida que superas niveles, el juego te va lanzando nuevas oportunidades para aprender técnicas avanzadas y productos con necesidades cada vez más específicas, convertidos en puzzles brillantes que te animan de manera orgánica a jugar «bien»: poco a poco, te descubres utilizando el kaizen para buscar la manera de hacer tal o cual producto un poquito mejor, no porque te interese particularmente el producto sino por el mero hecho de optimizar el proceso. Una vía te permite reutilizar un brazo y recortar un poco el coste de producción; poner la remachadora aquí en vez de allí reduce un poquito el área de fabricación; unos ajustes en las órdenes que das a las herramientas te permite eliminar un paso. Estos tres parámetros (pasos, área y coste) son los que se puntúan en Kaizen, como en casi todos los juegos de Zach Barth; es un sistema familiar y que sigue funcionando bien, pero personalmente creo que tiene que haber una manera de mejorarlo un poco, solo un poco, y que esa pequeña mejora puede dar lugar a un efecto mariposa que termine haciendo que el clic que te hacen estos juegos cuando buscas, como es su objetivo, optimizar un poquito más para arañar puestos en las tablas de puntuación llegue antes, o sea más intenso, o tenga, en fin, más sentido, convirtiendo este sano pique en los leaderboards en un proceso más integrado, en vez de una batalla eterna a tres frentes.
Es un roce mínimo en un juego como Kaizen: A Factory Story, que por lo demás creo que pulsa casi todas las teclas correctas. El concepto del juego, tanto mecánico como temático, es genial; es uno de esos juegos en los que los puzzles son brillantes, pero no lo es menos el contexto en el que se te presentan, que esta vez incluye hasta minijuegos de pachinko y baile corporativo. La curva de dificultad es más suave y progresiva; por ello, los primeros niveles pueden hacerse un poco más básicos de la cuenta, pero en cuanto pasan las explicaciones y el juego empieza a mostrar todas sus cartas el diseño de los desafíos es genial, tanto por los puzzles en sí como, de nuevo, por el envoltorio en el que se presentan, con esos productos tan seductoramente japoneses y retro. Es un juego menos abrumador que Shenzen I/O o Exapunks, menos estricto y obtuso, y quizá a la larga también menos profundo, pero aquí está presente ese mismo placer de aprender, esa colección de momentos eureka que muchas veces no están tanto en el puzzle en sí como en la solución personal a la que has llegado (que no tiene ni siquiera que ser la mejor: es la tuya, que da más gusto), de una manera que puede funcionar, además, como puerta de entrada ideal para aprender a disfrutar de los placeres de este genial género de los puzzles abiertos.
[ 8 ]
Solo los usuarios registrados pueden comentar - Inicia sesión con tu perfil.