Un análisis de Doom: The Dark Ages

El escudero violento

id Software lleva su saga mejor conocida a sitios inesperados manteniendo intactas las virtudes que hicieron que Doom iniciara un nuevo capítulo en la historia de los videojuegos.

Confieso que, sobre todo cuando hablamos de ese tipo de juegos que durante un tiempo se conocieron como Doom clones, soy menos romerista que carmackista. En Masters of Doom, el libro de David Kushner sobre los «dos Johns» y cómo Doom y Quake cambiaron el mundo de los videojuegos, hay una cita de John Carmack en la que sentencia que «la historia en un juego es como la historia en una película porno: se espera que esté ahí, pero no es importante». No puedo decir que esté de acuerdo, pero sí me pasa que de forma instintiva busco otras cosas, no una historia, cuando juego a un Doom clone, no digamos ya a un Doom.

Doom: The Dark Ages es una precuela, y como tal cuenta «el épico y cinematográfico origen de la leyenda del Doom Slayer», como dicen las descripciones oficiales. Es cierto que es un juego más parlanchín que los Doom recientes, con una narrativa más dirigida y explícita; no diría que es un juego de personajes, pero desde luego hay suficientes personajes como para que tengas que retener algún que otro nombre y rango de los actores principales en esta guerra contra las fuerzas del infierno. A efectos prácticos, esta nueva ambientación «tecnomedieval» le sirve a id Software para crear un mundo en el que castillos, laboratorios, mechas y dragones se mezclan con un desparpajo casi pudoroso, poniéndote en el pellejo de un Doom Slayer con escudo y que aun así es tan activo y agresivo como cabe esperar en un shooter con este pedigrí. Las armas en un Doom no son como la historia, quiero decir: se espera que estén ahí, y son importantes.

La inteligencia a la hora de crear un diseño a la vez instintivo y rococó, complejo y técnico en la misma medida que visceral y violento, queda patente desde los primeros niveles. La omnipresencia del escudo puede ser una de las pruebas más claras. The Dark Ages no es el tipo de juego en el que el escudo reste velocidad a la partida o la haga más pasiva; más allá del tan comentado parry, que te permite desviar y devolver ataques, el escudo es una herramienta eminentemente activa, diseñada para ser agresiva y que consigue que incluso las maniobras evasivas sean ataques: en la mayoría de casos, es más recomendable usar el ataque fijado del escudo —que te permite atravesar distancias enormes para plantarle un violentísimo puñetazo a enemigos lejanos— que el bloqueo normal, no solo por cómo te reposiciona sino también porque crea nuevas oportunidades para conseguir los recursos —salud, munición…— que puedes necesitar en ese momento para salir del apuro. A medida que avanzas, el escudo gana también nuevos usos en combinación con las armas que vas mejorando; entre unas cosas y otras, para cuando llegas a ese punto de The Dark Ages en el que juegas con las tripas y no con el cerebro el escudo deja de ser un escudo y se convierte en el punto alrededor del que pivota la gran cantidad de sinergias que se forman entre todas las piezas del juego: mecánicas, armas, enemigos, niveles. Todo está —sorprendente y felizmente— atravesado por el escudo de una manera u otra.

La carga está repartida, quiero decir, entre este nuevo elemento (sin el que The Dark Ages no se entiende: si algo tiene que ser la prueba del éxito de esta idea del escudo, que sea el hecho de que sin él no hay juego) y las armas, importantes, como decía antes; diría que lo más importante, pero el tipo de máquina compleja que es este Doom no se movería bien, como ya era el caso en Eternal, si no estuvieran en su sitio todos los engranajes. También aquí hay cambios sutiles pero que tienen un impacto en la manera en que se juega a The Dark Ages. Para empezar, con el botón derecho del ratón ocupado en el escudo, las armas ahora no tienen modificaciones sino que se presentan en distintas variedades a las que se puede acceder desde el propio menú radial, con la posibilidad de elegir algo así como la variedad por defecto desde el menú para acceder más rápido a ella; el Triturador, la ametralladora de clavos, por ejemplo, tiene una variante más lenta y con menos munición (el Empalador) pero que concentra todo el daño en un mismo punto, y que además hace mucho daño si disparas a la cabeza. Además, mejorándolas es posible acceder a distintos modos de fuego entre los que se puede cambiar desde el menú y que añaden pequeñas variaciones a su comportamiento: el rifle de plasma (el Acelerador) se puede cargar a medida que aciertas disparos, y con la carga completa puedes elegir entre aumentar drásticamente la ya de por sí frenética cadencia de fuego o mejorar la dispersión, que por defecto es grande y hace que sea un arma más recomendable para las distancias cortas.

Cada arma, cada tipo de munición (balas, plasma, clavos, plasma…), tiene un papel destacado, y aunque en general todas cumplen la misma función (matar) el juego agradece usar la que toca, cuando toca. Los escudos y armaduras de metal se calientan y deterioran más cuando atacas con armas de fuego o clavos; lo mismo con los escudos y barreras de plasma. Además, destruir de maneras específicas las defensas enemigas tiene ventajas que poco a poco se vuelven imprescindibles para salir con vida de los enfrentamientos más multitudinarios: un escudo de plasma destruido con un arma de plasma explota, haciendo una gran oleada de daño de área que puede fulminar a un grupo de enemigos en un instante, o noquear y frenar a los más poderosos. Nunca hay una sola solución correcta para resolver ese brutal puzzle abierto que es el combate de Doom, pero siempre hay pistas de por dónde tirar para maximizar tu output de daño, que al final es a lo que hemos venido; a lo que ha venido el Doom Slayer como arma viviente en esta guerra a gran escala. Hay un estricto código de colores que recorre todo el juego y que deja claro de qué va cada cosa: el rojo es la señal de que puedes hacer daño con el escudo; el verde, de que puedes hacer parry; el azul sugiere el uso de plasma. Soy de los que quiso ver trazas de Bayonetta en Doom Eternal, una extravagancia retórica como otra cualquiera pero que creo que sirve para visualizar el tipo de experiencia a la que apuntaba id con su anterior título; jugando a The Dark Ages he pensado más de una vez en Sekiro.

Todo este gigantesco mecanismo que hay detrás del rip and tear en esta ocasión tiene un equilibrio delicado, sofocante, por momentos, arriesgado y delicioso todo el tiempo, lleno de decisiones contraintuitivas pero que acabas interiorizando como si fueran tu lengua materna. Confieso que en más de una ocasión temí que se les hubiera ido la mano: tan lejos como se puede estar de la seminal sencillez de los Doom originales, aquí el teclado se usa con frenesí de campeonato de Excel, muchas veces usando —da la sensación— más dedos de los que tienes en las dos manos para disparar, cubrirte, cambiar de arma, elegir variantes, desviar ataques, correr, saltar. Jugando en la mitad superior de los niveles de dificultad, de Ultraviolencia para arriba, pensar lo que quieres hacer 15 frames más de la cuenta puede significar la muerte, o como mínimo un pellizco en la salud de los que harían al Doom Guy original fruncir el ceño y sangrar por la napia; tú pegas fuerte, pero los demonios también. Imagino que algo así me pasó (como le pasó a mucha gente) con Doom Eternal, que también supuso un aumento de la complejidad respecto al reboot de 2016. Pero, como Eternal, The Dark Ages sabe que no tiene que dejarte espacio para pensar: tiene que darte oportunidades para sentir. Cuando brilla, lo hace con tal fuerza que te deslumbra. Es ahí donde Doom ha destacado siempre, desde las campañas originales hasta los wads que se ven cada año en los Cacowards, y The Dark Ages hace todo lo posible para mantener vivo ese legado, ofreciendo una demostración brutal de algo que se podría llamar sin mucho problema «diseño emocional». Puedes dedicar el tiempo que quieras a diseccionar cada pequeño detalle del juego, intentando analizar y entender cómo cada pieza interactúa con su entorno, pero al final lo que sale a flote, lo que te hace vibrar y estar pegado a la pantalla un nivel tras otro, son las emociones: la fiereza del Doom Slayer, su potencia infinita, su capacidad para hacer trizas a todos los demonios que se le pongan por delante, sin importar lo numerosos, terroríficos o gigantescos que sean.

Hay también oportunidades para pensar más de la cuenta, y seguramente sea en esos momentos cuando The Dark Ages brilla menos. En general me gusta, y mucho, el diseño de niveles, que apuesta con buena mano por los espacios más amplios para representar esa idea de la guerra y de los ejércitos infernales salpimentando cada arena con multitud de enemigos rasos, masillas en el más vulgar de los sentidos, que a ojos del Doom Slayer no son más que ganchos para su acometida con escudo o pequeños contenedores de recursos de los que se puede deshacer de un simple salto (literalmente: tu salto tiene onda expansiva y puede matar a los enemigos más sencillos si caes cerca de ellos); esta nueva filosofía de diseño se mezcla con las estructuras laberínticas, pasilleras y llenas de recovecos, huecos y zonas secretas que explorar, con atajos y desvíos que podrían recordar a los de Dark Souls si no fueran literalmente los mismos que hicieron que el diseño de los primeros Doom sea todavía hoy impecable. Los secretos son esta vez un poco menos secretos, y su presencia destacada en el mapa que puedes consultar hace que más de una vez los puntos de no retorno (bien señalizados en los marcadores, uno de esos añadidos de quality of life que gustan) no sean invitaciones a prepararte para un momento emocionante o para la próxima sección del nivel sino triggers para volver atrás y dar vueltas hasta que limpias por completo lo que sea que se te pueda haber quedado. No es dramático (en mi caso, acabé ignorando los coleccionables por pura higiene mental; en una necesaria rejugada en las dificultades superiores será un gusto ir a por ellos), pero sí es una pequeña piedra en el camino con la que me ha parecido más o menos fácil tropezar, y que puede llegar a interferir en la sensación de urgencia y avance constante que quiere transmitir la historia.

Esa misma historia, con sus cinemáticas y sus momentos de exposición explícita de quién es tal o qué es cual, también me ha resultado más prescindible de lo que su nueva presencia puede llegar a sugerir. La historia de los anteriores Doom, que en el reboot estaba casi oculta detrás de sus coleccionables, me resultó más efectiva precisamente porque no me paré a pensar en ella hasta que no pasaron los tiroteos; eran excusas menos complejas para poner al protagonista de Doom a arrancar cabezas, por supuesto, y quizá sea precisamente la escala del conflicto que se cuenta en The Dark Ages lo que ha hecho que sea necesario ponerte en situación con más frecuencia, contarte más lo que está pasando, que no siempre es lo que tú estás haciendo, aunque siempre sea más interesante, emocionante e incluso emotivo lo que vives desde la primera persona del casco del Doom Slayer. Solo alguna vez llegué a agradecer una cinemática como oportunidad para apoyar la espalda en el respaldo de la silla, coger aire y descansar antes de la siguiente tormenta de balas; imagino que por ahí van también las secciones en las que pilotas mechas y dragones, de nuevo una idea que casi parece prestada de un juego de PlatinumGames y que aunque a veces compensan la drástica reducción de velocidad con algunos momentos exquisitamente hiperbólicos (por ejemplo, cuando tu dragón ejecuta a un demonio gigante vomitándole fuego dentro de la boca; nice) no creo que acaben estando entre los momentos favoritos de nadie. Es ahí también donde se ve una experimentación más explícita con la estructura de los niveles, cuando subes y bajas del dragón en distintos puntos de un mapa más amplio, pero también ahí lo mejor es lo que ocurre cuando vas a pie y Superescopeta en mano, y no subido en un dragón que en última instancia no tiene tiempo de proponer nada particularmente interesante.

Son los puntos más flojos del juego, pero no me atrevería a decir que acaben siendo lastres o manchas en una experiencia que en todo momento sabe estar definida casi exclusivamente por sus mejores momentos. Justo cuando estás a punto de desconectar después de una sección de dragón particularmente larga, o de dar alguna vuelta de más por un mapa en busca de un coleccionable que sabes que está ahí, en algún sitio, el juego te lanza de vuelta la bola en forma de un demonio especialmente fuerte y divertido o de una zona secreta bien diseñada, capturando de nuevo tu atención y devolviéndote a ese estado mental en el que Doom se desenvuelve mejor que nadie, en parte gracias al impulso que dan los altos presupuestos (esto no son boomer shooters, por mucho que todos los boomer shooters beban de ellos; son otra cosa) pero sobre todo gracias a un ADN común que id Software cuida y respeta sin miedo a moldearlo a su gusto, de darle otras formas o experimentar con sus límites. En ese sentido, en Doom: The Dark Ages hay mucho del reboot y de Eternal, por supuesto, pero también se ven en él las enseñanzas de los «dos Johns», tanto en las bases del diseño de niveles como en la atención con la que podan y riegan ese motor id Tech que, en su octava iteración, sigue dando motivos para respetarlo. Incluso con sus irregularidades y sus experimentos menos afortunados, nunca tan graves como para conseguir que este tren blindado descarrile o para ocuparte espacio en la memoria durante más tiempo del estrictamente necesario, The Dark Ages es un shooter de una fuerza incontestable, y que no da puntada sin hilo incluso cuando lo que cose no es lo que lo que te veías venir. Por eso, torciendo la cita de Carmack, veo en el escudo la condensación de todas las grandes victorias de este nuevo Doom: porque —como todas las mejores ideas de los videojuegos— no se espera que esté ahí, pero es importante.

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