HunieCam Studio, el Cookie Clicker de las tetas, es un canto a la misoginia

De Cookie Clicker nos habló largo y tendido @chiconuclear en su magnífico artículo sobre los clickers, los idles games y lo que este género significa a escala lúdica tanto para el jugador como para la máquina que ejecuta —y en cierto modo también juega— el juego. Como él mismo explicaba, el clicker de las galletas incorporaba a su lore el mismo simbolismo social y económico que tantos otros de su estilo, una especie de reflexión un poco superficial y sobreutilizada enfocada al tema del trabajo, la explotación y la vigorexia monetaria del capitalismo salvaje. Era interesante la manera en que el juego alteraba nuestra percepción numérica: en un rato podíamos pasar de pensar que 10.000 galletas por segundo era un ritmo de producción absolutamente delirante a considerarlo una miseria en comparación a las cifras que estábamos empezando a manejar. Es el mecanismo relativizador que se resume en esa frase tan repetida entre la clase obrera al referirse a la codicia del patrón —o, más de actualidad, lo que explica casos de evasión fiscal por parte de multimillonarios—, «cuanto más tienen, más quieren», un razonamiento que se apoya en la idea del poder corruptivo del dinero cuando quizá la cosa es aún más sencilla: hay gente que no cree en los impuestos.

El caso es que el efecto más inmediato de esta carrera numérica tan propia de quien más dinero posee tiene como consecuencia cierto nivel de deshumanización. En Cookie Clicker «a partir de los 15 clics», explicaba @chiconuclear, «el juego empieza a ser autónomo». O dicho de otro modo: los engranajes de la maquinaria ya giran por sí mismos y la responsabilidad del patrón empieza a menguar. Lo importante es la empresa, porque da trabajo y genera riqueza, así que toda decisión drástica se respalda en el bien común y es por tanto indiscutible dentro de la lógica corporativa.

Haciendo cálculos uno descubre que las abuelas cocineras de galletas son el recurso más rentable de Cookie Clicker, irónicamente el único elemento generador de galletas que tiene algo de humano, y que si se acumula la suficiente cantidad de abuelas y niveles de mejora, se pone a nuestra disposición una nueva mejora: la construcción de un salón de bingo. Se entiende que al tener un lugar donde reunirse y distraerse las yayas producen más galletas, pero ahí el juego nos la mete doblada de forma magistral al crear una alegoría de las primeras uniones de trabajadores. Al reunirse, las abuelas levantan su propio Matriarcado, que se convierte en lo único parecido a un enemigo que hay en todo el juego. La siguiente mejora de nivel de las yayas se titula Lavado de cerebro comunitario, que deriva en un fondo rojo y las abuelas en estado de «disconformidad», mutando en una especie de monstruos sanguinolentos. Seguir con las mejoras significa llegar al nivel Acuerdo ancestral, que termina de transformar a las viejas en bestias repulsivas en estado de «ira» mientras la marquesina de noticias anuncia el caos y la llegada, tal cual, del Fin del mundo.

La única manera de detener esta debacle es comprar un ítem llamado Ofrenda ancestral, que las frena durante un tiempo, o activar y mantener la Alianza ancestral para que todo vuelva a la normalidad. Lo que significa, despojando la metáfora de su tono místico, que el empresario debe llegar a acuerdos bilaterales con los trabajadores si quiere evitar una revuelta de los obreros: o les da más dinero para que aguanten callados un poco más hasta que la olla a presión vuelva a estallar, o permite y promueve la unión sindical y una dinámica de negociación permanente en favor de la estabilidad.

Es algo inherente a la propia mecánica del género: la relación ideológica entre los clickers y el modelo ultracapitalista está ahí.

Un ramo de trabajadores y trabajadoras en el que últimamente la cultura parece haberse fijado, es el negocio del erotismo profesional. Documentales recientes como Hot Girls Wanted o Cam Girlz retratan el lado negativo y el positivo, respectivamente, de la industria del porno en distintos formatos. Mientras uno habla con un tono amarillista y de reality show de la explotación sexual sistemática sobre la que se sustentan algunas productoras, el otro echa mano de una edulcorada visión del comercio sexual a través de la webcam como una herramienta de empoderamiento y autonomía femenina, en este caso quizá idealizando demasiado la profesión. La verdad, como suele ser habitual, está más en las áreas grises que en el blanco o el negro, pero como en tantas otras industrias también existe explotación, y por eso un clicker como HunieCam Studio era una buena oportunidad de plantear algunas cuestiones sobre el negocio de las webcamers.

En el juego de HuniePot, la desarrolladora fundada por el ex-Insomniac Ryan Koons que se dio a conocer con una extraña mezcla de puzzle y date sim titulada HuniePop, gestionamos una compañía de camgirls que esencialmente trabajan exhibiéndose a través de retransmisiones por internet. Nuestra empresa les da los medios (en la vida real sería la plataforma de streaming, la conexión, la cámara, la promoción y la pasarela de pagos; en el juego es todo un poco más simple) y las mujeres ponen su imagen y cierta actividad masturbatoria o exhibicionista durante.

La idea es mezclar el clicker puro con un sistema de gestión sencillo: reclutas a las webcamers y las mandas a trabajar por el sueldo acordado, tratando de mejorar su popularidad para hacer que generen más beneficios. HunieCam Studio podría ser una crítica jugable a un sistema que explota a sus trabajadoras, algo incluso remotamente relacionado con el newsgaming, pero a medida que añade opciones empieza a abandonar ese potencial terreno del activismo y la protesta para cruzar hacia la otra orilla y practicar algo que se parece demasiado a la misoginia.

El arquear las cejas empieza cuando uno observa las fichas de camgirl que muestran sus estadísticas de personaje. Una imagen que muestra su rostro, un indicador de talento y otro de estilo (que inciden en la capacidad de aumentar la base de fans), un par de etiquetas algo incómodas pero irrenunciables en el porno actual (teen, MILF, big tits, tattoos…), la tarifa que cobran por hora, el número de fans y, aquí vienen las manos a la cara, la frecuencia con la que fuman y beben. Podría ser un dato biográfico sin más, como el signo zodiacal o la estatura, pero tiene una importancia dramática: se trata de elementos que sirven para restar beneficios, haciendo que tengamos que mantener a las camgirls surtidas de tabaco y alcohol para seguir funcionando en su trabajo. Para HunieCam Studio las mujeres que se dedican al erotismo por streaming son necesariamente adictas a algún tipo de droga blanda como poco, e incluso podemos proporcionarles cocaína para que aumenten el ritmo de beneficios temporalmente.

HunieCam Studio no solo es una oportunidad perdida de hacer algo positivo y con significado, sino que directamente es un compendio de prejuicios respecto al comercio sexual libre, un juego que en lugar de criticarlo promueve y normaliza el tipo de pensamiento que convierte a las actrices porno retiradas —o las webcamers a tiempo parcial cuya identidad trasciende a su entorno o su otro trabajo— en parias sociales a quienes les es casi imposible seguir circulando en el mercado laboral.

Como redactor en una web porno (enlace +18) que trata el mundo de la pornografía y su industria, uno está acostumbrado a ver todos los días comentarios de la más rabiosa misoginia. Hombres que consumen porno en grandes cantidades al mismo tiempo que no pierden la oportunidad de despreciar e insultar a las profesionales del sector, aferrados a la creencia inconsciente de que la mujer es menos válida cuanto más activa es sexualmente; que las actrices porno son prostitutas glorificadas y que las prostitutas son siempre despreciables a cualquier nivel porque alquilan su cuerpo, como si no hiciésemos todos exactamente eso cuando vamos a trabajar; que el sexo es algo sagrado y la virginidad es signo de pureza y otros cuentos de hadas salidos de alguna retorcida jerarquía moral judeocristiana. Lo tengo muy visto pero, eso sí, no esperaba verlo plasmado en un videojuego.