Nuevos ojos

Un rollo antiguo

El acercamiento por primera vez a Oblivion genera sensaciones complejas, despierta recuerdos, engendra visiones espirituales.

Tardé bastante en tener una consola que no fuese portátil; ya había salido Skyrim cuando fui verdaderamente consciente de que el televisor del salón —de mi salón en concreto— podía usarse para ese tipo de cosas. Me gustaba la Nintendo DS y minijuegos.com así que supongo que sí me interesaban los videojuegos, pero salvo quizás con los Pokémon jamás me obsesioné con ninguno, ni me interesaba ningún tipo de reto ni contemplaba el concepto de «pasarme» nada.

Clara Doña me escribió hace unos meses para proponerme jugar al Oblivion con motivo de un monográfico de Anait; le interesaba la perspectiva de alguien que no lo hubiese jugado nunca. Soy su hombre, pensé: no solo no había jugado Oblivion jamás, sino a ningún The Elder Scrolls. Pasé del Nintendogs a las aventuras de acción en tercera persona de la Play 3; largo parón hasta los indies de la Switch y, recientemente, a cualquier cosa no ludopática que me ofrezca la Xbox Series X, que afortunadamente es capaz de reproducir la copia de 360 de Oblivion que compro en Wallapop por cinco euros. El día antes de que me llegue, anuncian un remaster que promete ser la experiencia óptima para jugar a este clásico en el año 2025. Me la suda, en seguida tendré mi DVD, ya vintage, y seré, como siempre soñé, un auténtico gamer.

Mis muy primeras horas de Oblivion

Se supone que debo enfrentarme a esto con ojos nuevos pero no hay ojos lo suficientemente nuevos para un juego como este, auténtica historia de la cultura de nuestro milenio. La reverencia y el respeto son condiciones casi innegociables a la hora de acercarse a él; al fin y al cabo estamos hablando de la saga que propició el vídeo de las flechipollas del Rubius, la cosa que más risas generaba en mi clase de tercero de la ESO. (Nota del editor: el vídeo de las flechipollas es de Skyrim, pero mantengo la referencia por respeto a las risas.) Decido, ya que estoy, intentar ver lo mínimo antes de probarlo, por supuesto evitar guías, meterme en ese mundo como si estuviésemos en 2006; sueño con ser la persona de la que lees u oyes que echa ciento cincuenta horas sin hacer ni una cosa de la historia, que encuentra bugs graciosos por primera vez, que se hace uno con el maldito Oblivion.

Así que me lanzo, sin miedo, a ver qué me cuenta el viejo este.


El viejo me cuenta unas cosas del lore y está muy bien, el principio es emocionante, con este señor rey escapando de los malos por las cloacas, que confía en mí y me hace unas preguntas sobre mis situaciones astrológicas que marcarán mi partida. Me gusta mucho la forma en la que está integrado este asunto de forma diegética, pero la verdad es que no me entero de nada, sé que es culpa mía y de mi inexperiencia pero es una primera señal de que este juego no es para mí, algo obvio dado que no soy un rolero de 2006, pero lo acepto y lo abrazo. Me dejaré llevar por la vibra y elegiré peregrino bajo la marca de la torre aunque no sepa qué significa nada de esto y seguiré al rey por los pasadizos aunque los soldados me dicen que no lo haga porque he intentado no hacerlo y no hay otra, iré agachado porque pulso el stick izquierdo pensando que voy a correr y no pasa, así que gano sigilo y siempre me hace gracia.

Me constaba que, pese a lo serio que es este juego, como ya apunté arriba, estaba imbuido por completo con una serie de imperfecciones que hacen risa. No me atrevo a llamarlo comedia involuntaria porque evidentemente ser un juego medio «torpe» forma parte de su encanto y no hay duda de que hace que el juego sea mejor, sea lo que sea eso, más memorable e icónico.

Un ejemplo claro de la mezcla entre iconicidad y comedia en Oblivion: es difícil saber hasta qué punto ese zoom que hace a la cara de los personajes ha sido siempre gracioso, o al menos gracioso desde el principio y no a la bicentésima septuagésima octava vez que te lo hacen, pero está tan profundamente codificado ese zoom en el shitpost posterior que resulta divertidísimo una y otra vez, me pregunto cuántos juegos habrán tenido ese impacto en la comedia.


Lo que no es torpe ni feísta ni anticuado aunque sí definitivamente antiguo es el mundo. Sufrí un poco con toda la sección introductoria bajo tierra, con la oscuridad y las ratas, liándome entre el arma y la antorcha, tirando flechas a cubos de pozos. Pero todo merece la pena al salir al exterior, me enamoro del verde, del «ruido» de la imagen, saco decenas de capturas, puede que igual más de cien, durante las primeras horas que paso a la intemperie. Me hace daño un lobo y descanso, de repente es de noche y hay estrellas y de repente encuentro templos con fuentes que hacen cosas que no entiendo, pero eso es lo mejor la verdad. Pronto me daré cuenta que lo que más me gusta, con mucha diferencia, de Oblivion, es pasear por el campo, cuanto más vacío mejor.

La verdad es que me encantan los gráficos de este juego. No quiero hacerme el tonto, entiendo por qué alguien querría jugar a un remaster hecho en Unreal, pero hay algo en la estética de este videojuego que siento que canaliza la auténtica esencia del videojuego, como cuando ves una película antigua y notas la iluminación, el grano del celuloide, el vestuario… y sabes que es una película y no un vídeo de YouTube ni un TikTok ni una serie de televisión. Eso no tiene por qué decir nada de lo que contiene esa imagen pero la diferencia de lo demás. El aspecto de Oblivion encarna de forma concreta una idea abstracta de los espacios modelados digitalmente en 3D para recorrerlos, de un videojuego. En ese sentido, al menos, hacerle un remaster me parece como colorear Casablanca.


Todo me mata, soy malísimo, un manco.

Como digo, soñaba con hacer el vago por el mundo, ayudando a amables desconocidos, corriendo aventuras, libre como el viento, pero todo me mata. A las pocas secundarias fracasadas y mazmorras no satisfechas, tras larguísimas caminatas sin rumbo fijo a ver qué me encontraba en las que me encontraba más bien poco —como dije antes, por mi parte perfecto—, me decido a seguir la misión principal y no hacer más el tonto: buscar a un monje y que me dé indicaciones para buscar a otro monje que resulta que es el ignorante hijo putativo del rey. Para ello tengo que atravesar un portal y llegar a Oblivion (el sitio).

Oblivion (el sitio) es el infierno casi literalmente. En cuanto me doy cuenta de esto doy media vuelta, pero no hay otra: si quiero avanzar tengo que abrirme paso a saber hacia donde en este lugar hostil. Lo hago, le salvo la vida a un soldado que se muere, luego resucita y luego se muere de nuevo. Avanzo y me meto en un sitio lleno de enemigos y comprendo, finalmente, que no tengo el nivel ni el conocimiento del juego ni nada para estar ahí, pero tampoco sé salir; me frustro.


Harto de ser el malo en las partidas offline que jugaba al Modern Warfare 2 en casa de mis amigos, me atreví a pedirles a mis padres la PlayStation 3 por reyes. Nunca mejoré, o al menos lo suficiente, me consolaba autopercibiéndome como la persona que había llegado tarde a los shooters, mientras mis amigos practicaban yo había estado haciendo el panoli. En el fondo no pasaba nada, era una actividad social, no me importaba suscitar algunas risas con respecto a mi habilidad, la era del youtuber de Call of Duty comenzaba y, en el fondo, todo el mundo era un manco comparado con Willyrex. 

Cierto tiempo después, jugando al Batman Arkham Asylum, tuve una revelación en la que he seguido pensando pese a los años. Mientras combatía contra el cocodrilo gigante conocido como Killer Croc recibí —un «yo» que en este caso es ni más ni menos que «Batman»— un mordisco o un puñetazo que me hizo morir y tener que empezar de nuevo. Por alguna razón esa muerte en concreto me afectó de forma especial y me hizo pensar que si yo fuese de verdad Batman, si habitase ese mundo, no tendría una segunda oportunidad, el mínimo despiste o imprecisión acabarían con todo y habría dado igual que antes hubiese frenado a Hiedra Venenosa o al Espantapájaros, porque los malos ganarían. El juego me permitía continuar pero, a la vez, me exigía que me lo tomase en serio, que fuese ágil y acertado a la hora de actuar, porque tenía que ser Batman y no yo.

Manquear es el pecado original de los videojuegos, ser torpe, impaciente o simplemente impermeable a las posibilidades mecánicas te puede convertir en un inútil frente a esa historia o ese mundo. En uno de los primeros desafíos «obligatorios» de Oblivion, a las pocas horas de un juego de hace veinte años al que se le presuponen cientos de ellas, pensando en mi escarnio público como gamer y en la confianza que Clara Doña había tenido conmigo, me sentía un auténtico inútil, como me sentía cuando me trickshoteaban en Black Ops, como cuando buscaba soluciones en internet a los puzzles del profesor Layton o como tantas veces fuera de los videojuegos que no relataré. Me veo encarnando un espíritu del manquismo que es eterno, muy anterior a 2006 y absolutamente inmune a la nostalgia. Mi espíritu viaja, posee a un manco del pasado y me veo yendo al Game a comprarme este DVD de Xbox 360 en vez de invertir en bienes raíces, odiando el juego a la primera de cambio, lo vendo de segunda mano, sigo mi vida, observo que ese juego que odio se convierte en mítico, me perdí mil cosas por mi incapacidad, espero que al menos le haya llegado a alguien que le haya gustado, pero la verdad es que no mucho.

Epílogo

Venzo a la frustración paralizante, cargo una partida antigua, no entro en ningún portal hasta que no esté preparado, consulto guías, estudio un poquito y aprendo, lo justo para moverme con soltura, he aprendido que la libertad que ofrece Oblivion exige la responsabilidad de aprenderlo, no tengo mucho tiempo pero puedo hacerlo poco a poco, subo de nivel honradamente, aprendo cómo demonios se utilizan las ganzúas pero no termino de aclararme con lo de convencer a los NPC, no pasa nada, soy feliz.

Colaborador

Filólogo hispánico, cantautor, crítico cultural y, aun así, aficionado a la diversión.