Saber demasiado

Ironías de la vida

¿Podemos siquiera disfrutar de manera genuina lo que propone Oblivion ahora que hemos oficializado su dimensión irónica?

Cuando jugué a Oblivion por primera vez, en el lejano año 2006, lo hice en una Xbox 360 conectada a una pequeña tele de tubo, la misma en la que jugué a Kameo y Perfect Dark Zero, a Call of Duty 2 y a Hexic, a Marble Blast Ultra y a la versión de Xbox Live Arcade de Smash TV. En esa televisión, que hacía doblete como reproductor de DVD, mi relación con los infinitos detalles de The Elder Scrolls IV fue, quiero creer, diferente a la de la gente que reseñó la versión de PC hace casi veinte años. «Los paisajes se extienden hasta la lejanía frente a ti mientras los árboles y la hierba se mecen, y la luz y el nivel de detalle del cielo puede llegar a ser imponente», escribían en IGN. «Los entornos se ven tan bien que es casi imposible resistir el deseo de lanzarse a lo desconocido». Aunque la versión de Xbox 360 tiene alguna arruga, en su momento fue un videojuego que, efectivamente, «puede llegar a ser imponente», y con todo la tele de tubo seguro que puso de su parte para ponerle un filtro a mi Oblivion, o al menos así me ha llegado al día de hoy, distorsionado, enneblinado, envuelto en una bruma lisérgica a la que ayudó la falta de experiencia en general, en videojuegos y en básicamente todas las cosas. Sabía de videojuegos lo que sabemos todos con diecinueve o veinte años, que es siempre menos de lo que nos creemos; no había jugado a muchos RPG, y la mayoría habían tenido una J delante. Algún escarceo había tenido con los popes del género, pero en esa época para mí los videojuegos solo necesitaban dos sistemas: combos y scoring. Seguro que esos paisajes que se extendían frente a mí «hasta la lejanía» tuvieron algo que ver; el caso es que Oblivion, por resumir, me pegó fuerte. Lo jugué caóticamente durante unas 180 horas, sin avanzar más que lo mínimo necesario en la historia principal hasta que te dejan suelto y dedicando mi tiempo a las hazañas más rocambolescas: a matar a un puma con un penoso cuchillo refugiándome en la orilla de un lago, donde el letal felino no se atrevía a entrar; a escalar la montaña más alta forzando la geometría del juego para convertirme en una auténtica cabra montés; a amasar cantidades récord de dinero ilícito robando sigilosamente a todo quisqui.

Para cuando conocí a Agronak gro-Malog, el orco que defiende el puesto de Gran Campeón en la Arena de la Ciudad Imperial, estaba tan dentro del juego de Bethesda que viví su historia con una intensidad alucinante. Agronak te cuenta, si entablas conversación antes de enfrentarte a él, que su madre, recientemente fallecida, le dejó en herencia una llave que le podría llevar hasta la verdad sobre su origen; Agronak es hijo de un noble, Lord Lovidicus, y una criada, que tuvo que huir cuando de su amor surgió descendencia, ante las amenazas de Lady Lovidicus, que amenazó con matar a la madre y al hijo. Esta historia, que Agronak cuenta con orgullo y algo de tristeza, es bien conocida por las gentes de la Ciudad Imperial, y por ello le conocen como el Príncipe Gris. Desgraciadamente, el noble (en varios sentidos) orco no puede abandonar la Arena, y ahí es donde entras tú, que para entonces ya tienes experiencia más que suficiente en patearte medio mundo para echar un cable a la gente: Agronak te da la llave y las indicaciones para llegar hasta el lugar donde su madre le dijo que encontraría la verdad, y allí que te vas. 

En las catacumbas de Crowhaven encuentras a Lord Lovidicus, que resulta ser un vampiro, y también su diario, más importante. Leyéndolo descubres su historia: tiempo atrás, Lovidicus, un imperial, se enamoró de una orca, Luktuv, que era su criada, un amor que tuvo que llevar en secreto por miedo al qué dirán. Para él fue solo uno más de los secretos con los que ya cargaba; el más pesado, el más longevo y el más insidioso era su verdadera naturaleza: Lovidicus era un vampiro, y durante los últimos doscientos años había recorrido Tamriel ocultándoselo a todo el mundo. Lovidicus y Luktuv concibieron milagrosamente descendencia, un varón, al que decidieron llamar Agronak. Un día, Lovidicus decide sincerarse con Luktuv y revelarle su verdadera naturaleza, convencido de que el amor que compartían (profundo, real, indestructible) podría superarlo todo, también eso que a él le había atormentado durante dos siglos.

Pero la respuesta de Luktuv no es la que el enamorado había previsto, y la historia gira de una manera que el Príncipe Gris no tenía presente: la orca desconfía, se asusta, cuestiona su futuro en común y las intenciones de Lovidicus para tener un hijo. Mientras él duerme, ella se fuga y lo encierra en su fortaleza; allí, Lovidicus va sucumbiendo a la sed de sangre, perdiendo su frágil humanidad, en competición constante con su vampirismo; la última vez que consigue escribir en su diario, solo consigue escribir sobre su hambre, lo único que ocupa su pensamiento.

Cuando vuelves a la Arena y le cuentas a Agronak lo que has descubierto, el Príncipe Gris se derrumba. Es el Gran Campeón, así que para ocupar su puesto tienes que batirte en duelo a muerte con él. Tras la revelación, el Príncipe Gris no tiene ya ganas de seguir adelante: los pilares más esenciales de su existencia, de su pasado, son una mentira que su madre urdió… ¿para qué? ¿A quién intentaba proteger realmente? Completamente abatido por la noticia, Agronak no encuentra las fuerzas para luchar; la depresión, como a su padre el vampirismo, acaba sometiéndole, convirtiendo al Gran Campeón en nada más que una sombra de lo que un día fue, o creía ser. Cuando llega el gran combate, Agronak te pide que acabes con su vida: no te ataca y no se defiende, porque solo quiere que pongas fin a la mentira que una vez fue su pasado.

El impacto que tuvo en mí esta historia fue enorme; me conmovió y se ha mantenido conmigo hasta el día de hoy. Todavía me remueve por dentro la visión de Agronak, destrozado, pidiéndome que le matara mientras de fondo el público que había ido a ver el combate en la Arena aullaba, sediento de la misma sangre que volvió loco a su padre. Es una historia que no se puede disfrutar con la ironía activada; es una historia verdaderamente melodramática, llena de giros (el temible orco es en realidad un ser amable; el noble padre resulta ser un vampiro; la querida madre fue la que se dejó llevar por el miedo y frustró los planes familiares, empujando al padre a la reclusión) dignos de una telenovela cutre, como tantas historietas con las que nos cruzamos a diario, en series, libros y otros videojuegos. Es, en pocas palabras, un dramón catedralicio. De haberme cruzado con Agronak y sus movidas diez, veinte, treinta horas antes, quién sabe con qué gesto habría recibido su historia; pero para cuando nuestros caminos se cruzaron, estaba tan inmerso en el mundo de Oblivion que ya no existía ningún tipo de distancia irónica entre el videojuego y yo: habitaba ese mundo igual que Agronak, que no era mi vecino (¿se puede llegar a tener una relación vecinal en un videojuego?) pero sí mi convecino. Los videojuegos tienen, en mi caso, un efecto enorme a la hora de lograr esa inmersión que anima a bajar el escudo, a despreocuparse y dejarse llevar por lo que te quieren contar sin pasarlo antes por el filtro de la ironía; visto así, Like a Dragon: Infinite Wealth podría ser la Broma Infinita de los videojuegos.

Seguro que el tiempo, que todo lo cura, y la tele de tubo (que también tiene sus poderes curativos), han dulcificado y elevado mi recuerdo de esta misión, por lo demás sencilla, una de las tantas quests que un juego masivo como Oblivion te va proponiendo a medida que exploras su mundo. Pero, ¿cómo nos relacionamos hoy, en el hiperirónico año 2025, con el Príncipe Gris y su historia? En The Elder Scrolls IV: Oblivion Remastered, la nueva versión del juego de 2006 que Bethesda publicó este mismo año, también está Agronak, por supuesto, y también se le conoce como el Príncipe Gris; también tiene la llave que le dejó en herencia la madre, y también te pide ayuda para viajar al lugar en el que se encuentra la verdad sobre los orígenes del orco.

El nuevo Agronak, de hecho, tiene tal cantidad de detalle en la cara que puedes ver su dolor cuando recibe la noticia sobre la verdadera naturaleza de su padre; puedes notar la decepción y la tristeza en su cara, en cómo se mueven sus cejas, en cómo se retuerce su cara mientras te pide que acabes con su vida durante el combate del que saldrás como Gran Campeón. Comparado con el Agronak de 2025, la cara del de 2006 es casi estática: tienes que poner de tu parte para ver tristeza o dolor en su cara, que se mueve solo lo justo y necesario. Pero yo no recuerdo cómo se movía la cara de Agronak en mi tele de tubo, sino lo que sentí «viviendo» esa historia en su día; recuerdo la frustración que sentí cuando el juego no me permitió intentar que Agronak entrara en razón, que se lo pensara dos veces, que, al menos, combatiera de manera justa y limpia, como lo habría hecho de haber pensado que era el hijo de un noble imperial y no de un vampiro. Recuerdo esa victoria final en la Arena porque no fue motivo de celebración. Fue, de hecho, una derrota: ¿no habría sido mejor haber mantenido la mentira? ¿Merecía realmente ser el Gran Campeón si había ganado el título de aquella manera?

En 2006, cuando jugué a Oblivion por primera vez, el juego era, para mí al menos, un misterio. Lo recuerdo, y por supuesto el recuerdo en estos casos siempre derrota a la realidad, como una experiencia similar a la magia; hacía pocos meses que tenía esa Xbox 360, y más que ninguna otra de mis experiencias con la consola ahí el salto generacional se confundía en mi inexperta cabeza con la auténtica magia. No cuestionaba la estructura del juego; no distinguía entre la «aventura principal» y las historias secundarias, porque mi torpe partida de novato las mezcló en un potingue indescriptible que se acabó convirtiendo, para mí, en la Gran Aventura Oblivion, en la que salvar el mundo y ayudar a un granjero cualquiera tenían la misma importancia; no me preguntaba si la posibilidad de saquear todo y acumular trastos en un cofre concreto de una cabaña específica podía tener consecuencias veinte, cuarenta, cien horas más tarde, cuando mis tejemanejes caóticos y sin ninguna lógica subyacente acabaran corrompiendo de manera irrecuperable mi save, un problema que para cuando salió Skyrim ya era bien conocido. Agronak no era para mí un NPC, sino una persona. Sus esperanzas y su dolor eran míos.

Pero, en 2025, ¿podemos acaso relacionarnos con un videojuego de esa manera tan inocente, ahora que sabemos que Agronak no es un orco con una trágica historia de origen sino una colección de assets y scripts? Por curiosidad, busqué en YouTube partidas de gente que experimentaba Oblivion por primera vez gracias a la remasterización, intentando localizar el punto en el que conocen a Agronak. ¿Cómo reaccionarían? ¿Les impactaría tanto como me impactó a mí en su momento? No sé qué conclusiones pensaba extraer de este pequeño e informalísimo experimento en YouTube, pero lo cierto es que no encontré a nadie a quien la historia de Agronak le resultara conmovedora o le hiciera mover un músculo más que para soltar alguna risita o torcer el morro cuando el orco se negaba a combatir en la Arena. Una persona se sorprendió, para mal, por las exageradas expresiones de Agronak al recibir la noticia sobre el vampirismo de su padre; otra ejecutó sin despeinarse a Agronak en cuanto vio que el personaje ya no tenía nada más que aportar, en cuanto entendió —bien entendido— que la quest del Príncipe Gris había terminado y que el último paso era convertirse en Gran Campeón de la Arena de Ciudad Imperial. Agronak, una vez que descubres la existencia de Matrix, es un NPC que activa una quest opcional gracias a la cual puedes ganar una ventaja enorme para completar el desafío de la Arena, que son una serie de combates de dificultad progresivamente más alta; si te tomas el tiempo de cumplir la misión del Príncipe Gris, el juego te «convalida» el combate contra el Gran Campeón: un enfrentamiento —contra Lord Lovidicus, en la cripta de Crowhaven— sustituye a otro. El juego se convierte así en una serie de botones que pulsas en un orden específico y nada más; podrías ignorar, si así lo quisieras, todos los diálogos, sus matices, sus sutilezas, el gran oficio con el que se logra que en esta historieta de folletín barato todos los personajes formen un equilibrio delicado y precioso a pesar de sus reacciones extremas, de sus decisiones definitivas y que le pondrían la vida patas arriba a cualquiera.

Parece que 2006 fue ayer y que el mundo es más o menos el mismo, iPhone arriba, iPhone abajo, pero en 2006 faltaba todavía un año para que se pusiera a la venta, en Estados Unidos, el primer iPhone. Era otro mundo distinto. En 2025, Oblivion puede permitirse el lujo de presentarse haciendo también énfasis en sus partes más extrañas, como los «diálogos estrafalarios» o la manera «nice and creepy» de presentarse que tienen algunos NPCs. Se lo puede permitir porque, por supuesto y evidentemente, Oblivion estambién sus rarezas y sinsentidos; y también porque Bethesda es consciente de que una parte importante del público ve esas rarezas y sinsentidos como un punto fuerte, como la demostración tangible de una serie de virtudes (el diseño de sistemas que permite rolear con gran profundidad; la ingeniería que hace posible que los assets del juego interactúen entre sí de las maneras más inesperadas; el inmenso trabajo de arquitectura necesario para dar forma a una epopeya de este calibre, independientemente de que a título personal te guste más o menos) que sabemos que son las que hacen que los juegos de Bethesda sean especiales. Su último gran RPG, Starfield, se permitió un lujo similar: se ganó su autenticidad contando la historia de la productora Jamie Mallory, que rolea una pirata espacial obsesionada con robar sándwiches, que sustrae y almacena en la bodega de su nave. En el vídeo se ve una mesa llena de sándwiches, desbordando sándwiches, una situación inmediatamente reconocible para cualquiera que en 2006 recorriese Cyrodiil de punta a punta transportando platos, manzanas, queso, jarras de madera y cualquier porquería que el juego le permitiera meter en su inventario.

Es antinatural jugar al rol irónicamente. Agronak no es un meme.

Pero antes de ser eso fue un juego de rol; la manera irónica de relacionarnos con Oblivion, a través de sus marcianadas y sus Adoring Fans y sus situaciones menos naturales, llegó más tarde. Es antinatural jugar al rol irónicamente. Agronak no es un meme: es el Príncipe Gris, un orco nacido del censurado amor entre un noble vampiro y su criada de otra raza, el Gran Campeón de la Arena de Ciudad Imperial. ¿Podemos hoy, cuando todo lo hacemos irónicamente (posando para la cámara, evitando la incómoda exposición al melodrama, que en cualquier momento podría hacer que se nos corrierse el rímel), entender de verdad lo que intentaba hacer Bethesda en 2006, lo que quería proponer la persona que escribió la quest de Agronak? ¿Dudaría yo mismo antes de estamparle la maza de plata en la cabeza al Agronak deprimido que se deja matar en la Arena si lo hubiera conocido ahora, y no hace casi veinte años? En su momento, si lloré o no con la quest de Agronak era cosa mía; se nos suponía una intimidad importantísima para dejarse llevar por según qué emociones. Hoy, el ciempiés humano del inner circle nos anima a relacionarnos a través de memes, dejando claro que sabemos de qué se está riendo todo el mundo, investigando si hace falta el chiste para certificar ante notario que pertenecemos al grupo. La historia de Agronak necesita que te desarmes antes de que te la cuenten; te necesita con la guardia baja, inmerso ya en la rutina de la telenovela, empadronado casi en Ciudad Imperial. Necesita, como el Show de Truman, que no salten las alarmas en ningún momento, que nada te distraiga, que vivas en Cyrodiil y no en Burgos, como era mi caso en 2006. El motor gráfico, el motor de físicas, el sistema Radiant AI, los bugs, la estructura de quests de Oblivion; todo eso son cosas del Mundo Real, y no las queremos para nada: no en Tamriel.

Quizá el pecado original de Bethesda fue la Armadura para Caballos, ese infame DLC que nos animaba a comprar accesorios para nuestros caballos con dinero del Mundo Real. Puede que ese fuera el principio del fin de ese preciado pacto con el juego; los trucos de magia, ironías de la vida, son así: cuanto más sabes sobre ellos menos mágicos son.