La sombra de Indy

Cine fósil

Indiana Jones y el gran círculo confunde expresividad cinematográfica con iconicidad, un malentendido que desmerece las posibles virtudes de la obra de MachineGames.

El coche de Marcus Brody se detiene frente a la casa de Henry Jones Jr. en Bedford, Connecticut. Según le abren la puerta el visitante no puede contenerse y le dice que la Inteligencia estadounidense ha quedado satisfecha con la reunión que tuvieron horas antes, en la Universidad de Marshall. El gobierno de su país quiere que localice el Arca de la Alianza antes que los nazis. Corre el año 1936 y Henry, alias ‘Indiana’, decide celebrarlo con su amigo en el salón, sirviéndose un lingotazo. No puede esperar, sin embargo, a ponerse a hacer la maleta revelando que el primer paso será localizar a Avner, sin disimular la tensión que le produce toparse con la hija de su antiguo profesor (un antiguo amor de la juventud) en el proceso. La conversación evoluciona velozmente, Indiana y Marcus van desplazándose por toda la casa. Un ligero zoom, acompañado de las notas más siniestras de John Williams, enfatiza a Marcus diciéndole que no es tanto de Marion de quien ha de preocuparse, como de qué ocurriría si encontrara el Arca. El profesor le alerta sombrío de su poder, hasta que las carcajadas de Indy motivan un corte brusco en la música mientras la cámara vuelve a encuadrarlos a ambos. Indy se muestra escéptico con las palabras de su colega, y dice que igualmente siempre va preparado para lo que pueda ocurrir. Hay un corte, a un plano detalle de la pistola de Indy incorporándose a su equipaje. Ha sido el único corte hasta ahora. Desde que Marcus entró en la casa de Jones, lo hemos visto todo en toma continua.

Dista de ser un plano secuencia —la secuencia como tal, a nivel de narración, comenzó con el plano del exterior de la casa y no terminó hasta los dos últimos planos donde Indy mostraba lo preparado que está— y quizá nunca figure en una selección de los momentos de mayor virtuosismo de Steven Spielberg. Es poco exhibicionista para lograr algo así y lo que cuenta no deja de ser algo transitivo. Sin embargo, esta toma continua por el interior de la casa de Indy es mejor indicio de la habilidad cinematográfica de Spielberg que buena parte de los pasajes más pirotécnicos de En busca del arca perdida. Los cambios anímicos de la conversación han guiado la cámara, se ha encuadrado a los personajes empleando la luz para enfatizar sus posturas —Indy de espaldas, en introvertida penumbra, recordando a Marion; acto seguido Marcus iluminado del todo, para que el espectador se sienta directamente apelado por los peligros del Arca de la Alianza—, y todo ha fluido de tal forma que no se haya tenido que reparar en la ausencia de cortes. Pues el montaje ha sido perfectamente interno y ha sido el puro y duro movimiento, acompasado por el diálogo, quien ha guiado nuestra lectura. No es algo tan rompedor. Etimológicamente la palabra “cine” nos remite a la “escritura del movimiento”. Pero muchas veces es fácil pasar por alto su auténtica naturaleza.

Evidentemente no es esta secuencia de En busca del arca perdida la que Indiana Jones y el gran círculo homenajea de cabo a rabo. No se va muy lejos, solo unos minutos antes, para recrear el famosísimo inicio de la película que Spielberg estrenó en 1981. Ahí el juego de Bethesda y MachineGames trata de emular al detalle cada plano de la primera aventura de Indiana Jones, desde que se abre paso por la selva peruana hasta que ha de salir por patas del templo con el Ídolo en las manos. Es una operación de mímesis con la que ya nos hemos familiarizado en estos tiempos; pide a gritos que algún usuario edite un vídeo comparativo entre juego y película, y así pueda documentarse a fondo la minuciosidad del proceso. Cada nuevo episodio de la serie de The Last of Us ofrece estas posibilidades con respecto al videojuego original, alterando el orden de referencia toda vez que ilustra unas jerarquías difuminadas, propias de una industria cultural donde son intercambiables referencia y referente. Lleva a recordar, al fin y al cabo, que Indiana Jones y el gran círculo fue anunciado poco después del estreno de la película Indiana Jones y el dial del destino como una obra completamente independiente, y que su acogida por parte de los jugadores fue a la postre mucho más cálida que la de los espectadores. Pues Indiana Jones es más (o menos) que el título de una saga de películas: es propiedad intelectual, y eso trasciende el cine.

No lo bastante, claro, como para dejar de lado el referente asfixiante de En busca del arca perdida, y despreocuparse por que el videojuego sea “cinematográfico”. El gran círculo debía ser cinematográfico —hay que atar al público a unas coordenadas reconocibles, algo como un “grado cero” de afectividad, para afianzar el atractivo mediático de la propuesta—, y por supuesto que para presentarse al jugador la estrategia más apropiada pasaba por dejarle protagonizar la secuencia de apertura de En busca del arca perdida. La que presentaba al personaje, la de la sustitución del Ídolo por un saquito de arena, ¡la de la roca rodante! Son imágenes de la cultura popular, profusamente recordadas, cuyo desfile no produce tanto nostalgia como la placidez de hallarse en un lugar familiar que nunca se ha abandonado del todo. El golpe viene cuando la secuencia concluye y de repente Indiana Jones y el gran círculo ha de contar su propia historia. Volvemos a la Universidad de Marshall y, en un segmento análogo al de la casa de Indy —los preparativos para la aventura central—, nos damos cuenta con dolor de que esto ya no lo dirige Spielberg.

Hay una diferencia dramática, casi antagónica, entre “cine” e “iconicidad”. La iconicidad refiere al grado de parentesco visual que vincula una imagen (en singular) con todo aquello que representa. Destacamos que algo es “icónico” cuando hemos interiorizado que, a la hora de explicar cuánto nos impacta una obra, podemos extraer un pequeño elemento capaz de sintetizarlo todo. Una imagen vale más que mil palabras, en definitiva, solo que este axioma se antoja algo resbaladizo si queremos analizar las particularidades del medio cinematográfico. Que no solo apela a varias imágenes, sino a imágenes en continuo movimiento, que modifican o enriquecen su significado a través de él. La obsesión por la iconicidad desmerece el poder de estas imágenes sucesivas por preferir quedarse con unas pocas, las que deben de producir el significado preferido.

Indiana Jones y el gran círculo replica la escena introductoria de En busca del arca perdida porque toda ella es icónica. Es decir, que buena parte de los planos individuales que la integran forman parte de la memoria sentimental de (mínimo) un par de generaciones, articulándose en este marco como representaciones unívocas del significado global del fenómeno Indiana Jones. El régimen de iconicidad ha sido extremadamente provechoso para atemperar la pulsión nostálgica en el audiovisual mainstream de los últimos años —de él participan tanto El gran círculo como Indiana Jones y el dial del destino, rodeados de Star Wars, Parque Jurásico, etcétera—, pues garantiza una eficacia fundamentalmente económica. Colocando la iconicidad en el centro, bastando con replicar unas cuantas imágenes que retengan esta propiedad para despertar una sensación placentera —la de que se está en “casa”—, pocas piezas más son necesarias. Hay que construir un altar alrededor de ella —el andamiaje de lo que normalmente llamamos reboots, remakes, remasters, recuelas, hay para elegir—, con el icono (¿el Ídolo?) en el centro, y poco más. Éxito asegurado.

Hay que escoger bien esos iconos, sin embargo. Estudiar cómo ha fluctuado la memoria sentimental y qué imágenes han acaparado una mayor capacidad icónica. El dial del destino y El gran círculo, quizá por desarrollarse de forma tan cercana, comparten el pálpito de que la “imagen aglutinante de la experiencia Indiana Jones” ha de ser el Harrison Ford más joven y esbelto de En busca del arca perdida, recién nacido de las mentes de George Lucas y Spielberg. Por eso El dial del destino comienza con un largo flashback donde Ford ha sido rejuvenecido por CGI, y por eso El gran círculo desarrolla gran parte de su trama en 1937, entre En busca del arca perdida y El templo maldito. Ambas obras se topan pronto con el interrogante de qué altar construir alrededor del icono: tesitura delicada pues, en ambas obras, el icono ha sido abrillantado y exprimido nada más inaugurar la exhumación. Película y videojuego resuelven la papeleta como pueden. El dial del destino trabaja nazis redivivos y tratamientos crepusculares para el arqueólogo —que durante gran parte del film tiene la misma edad que Ford ahora, unos 80 años de nada—, mientras que El gran círculo enfatiza a cada tanto la iconicidad más básica posible de Indiana Jones. Esto es, su silueta. 

A Indiana Jones se le reconoce de espaldas, y es de espaldas como empieza cada partida de El gran círculo. Su mera sombra tiene un poder icónico equivalente —así lo comprobábamos minutos después del pasaje de la casa de Connecticut en En busca del arca perdida, al reencontrarse con Marion en su bar de Nepal—, con lo que el diseño de El gran círculo se emplea a fondo para sacarle brillo. La decisión de la perspectiva en primera persona no funciona del todo desde el claim principal —aquello de “sentirnos en la piel de Indiana Jones”—, aunque desde luego lo hace si es de iconicidad de lo que hablamos. Movemos la cámara y una sombra heroica se proyecta sobre el suelo o en la pared. Es la sombra de Indiana Jones, una sombra que reconocemos y amamos. Cada vez que nos topamos con esa sombra, recordamos. Pero una sombra, en sí misma, es plana. Carece de detalles, matices. Solo importa en la medida del cuerpo que la emite.

La primera persona de Indiana Jones y el gran círculo modula el impacto de estos rituales icónicos. No es que lleguemos a sentir esas sombras como “nuestras”, pero desde luego activan nuestra familiaridad y fortalecen la sensación de que lidiamos con Indiana Jones, una institución cinematográfica. Como manifestaba el prólogo extirpado de En busca del arca perdida, es la gran preocupación de Bethesda y MachineGames: una angustia lacerante por merecerse la IP, acercándose a ella según estrategias sobradamente establecidas. 

Esta intensa angustia se justifica de dos formas. Por un lado está el saberse en una industria donde el legado de Indiana Jones ya ha sido plenamente exprimido. Desde 1996, con el nacimiento de Lara Croft, el videojuego cuenta con una figura de acción arqueológica de su propio cuño, indiscutiblemente influida por las películas de Spielberg. De hecho cuenta con dos: apenas había transcurrido una década de juegos de Tomb Raider cuando conocimos a Nathan Drake en Uncharted, aún más parecido a Indiana Jones por ser un personaje masculino y beneficiarse de una narración muy sofisticada, que entre La traición de Drake y El desenlace del ladrón había podido circundar la profundidad (o la deconstrucción de un icono) de una película tardía como Indiana Jones y la última cruzada. Tomb Raider y Uncharted son clásicos de acción y aventura. Frente a ellos Indiana Jones puede presumir de cierto honor videolúdico, solo que no en este terreno. Hasta El gran círculo, Indiana Jones era más recordado en la tradición de este medio por las aventuras gráficas de LucasArts (La última cruzada, The Fate of Atlantis). No jugaba en la misma liga que, pongamos por caso, una obra de comparaciones tan ingratas como Uncharted 2: El reino de los ladrones. No solo un clásico de acción y aventura, sino también una piedra de toque insoslayable si se pretende examinar el arraigo de lo cinematográfico en el videojuego.

Es lo que nos lleva al segundo motivo de la angustia existencial de Indiana Jones y el gran círculo y es que se trata de un juego, ay, notoriamente mediocre. No merece la pena hablar de guion o mecánicas; basta con volver a Uncharted y que, a la luz de este amedrentador referente, Indiana Jones y el gran círculo revele el alcance de su impotencia. La decisión de la primera persona sirve para recargar los ramalazos de iconicidad tanto como para distinguirse de Nathan Drake y Lara Croft. Viene acompañada de otras virtudes felizmente achacables a haber interiorizado con tino el material de partida —los tiroteos son escasísimos, cada vez que recurrimos a la pistola en lugar del cuerpo a cuerpo sentimos haber fallado—, y desde luego no obstaculiza, en sí misma, que podamos sentir el juego como auténticamente cinematográfico. El problema es la rigidez. En todo momento notamos el peso de Indiana Jones: cuando utilizamos el látigo para ir brincando de un lado a otro, también cuando desfallecemos frente a un enemigo especialmente voluminoso. Se trata de rasgos que, en principio, refrendarían la apuesta de El gran círculo de hacernos sentir como Harrison Ford. Y ahí está el malentendido. Nadie quiere sentirse como Harrison Ford de forma “realista”, compartiendo la torpeza y vulnerabilidad de un cuerpo humano. Queremos sentirnos como Harrison Ford en tanto a criatura cinematográfica. Queremos ser Indiana Jones, en efecto. E Indiana Jones es cine. Es movimiento. La iconicidad no basta, porque es inmóvil y está suspendida en el tiempo.

No hablaríamos en términos tan despectivos si por lo menos Bethesda y MachineGames hubieran llevado su apuesta hasta el final. Esto es, que tras emular la secuencia de apertura de En busca del arca perdida con un ritmo necesariamente más lento y torpe —por ser el jugador quien ahora protagoniza la escena—, Indiana Jones y el gran círculo quisiera darle una pátina de realismo a las aventuras peliculeras de Nathan Drake y Lara Croft. Hablaríamos, entonces, de un juego no necesariamente satisfactorio pero sí valiente, que quisiera replantear los términos de la conexión cine-videojuegos en un momento muy delicado para la misma. No obstante, El gran círculo sigue empeñado en ser “cine” y los mismos términos de la propuesta establecen que esta rigidez de la que hablamos es puramente accidental. Un error de cálculo subsanado como ya se había empezado a subsanar cuando dentro del videojuego Indy solo era capaz de protagonizar aventuras gráficas. Esto es, con cinemáticas. Menuda sorpresa.

Es lo que nos lleva al segundo motivo de la angustia existencial de Indiana Jones y el gran círculo y es que se trata de un juego, ay, notoriamente mediocre. No merece la pena hablar de guion o mecánicas; basta con volver a Uncharted y que, a la luz de este amedrentador referente, Indiana Jones y el gran círculo revele el alcance de su impotencia. La decisión de la primera persona sirve para recargar los ramalazos de iconicidad tanto como para distinguirse de Nathan Drake y Lara Croft. Viene acompañada de otras virtudes felizmente achacables a haber interiorizado con tino el material de partida —los tiroteos son escasísimos, cada vez que recurrimos a la pistola en lugar del cuerpo a cuerpo sentimos haber fallado—, y desde luego no obstaculiza, en sí misma, que podamos sentir el juego como auténticamente cinematográfico. El problema es la rigidez. En todo momento notamos el peso de Indiana Jones: cuando utilizamos el látigo para ir brincando de un lado a otro, también cuando desfallecemos frente a un enemigo especialmente voluminoso. Se trata de rasgos que, en principio, refrendarían la apuesta de El gran círculo de hacernos sentir como Harrison Ford. Y ahí está el malentendido. Nadie quiere sentirse como Harrison Ford de forma “realista”, compartiendo la torpeza y vulnerabilidad de un cuerpo humano. Queremos sentirnos como Harrison Ford en tanto a criatura cinematográfica. Queremos ser Indiana Jones, en efecto. E Indiana Jones es cine. Es movimiento. La iconicidad no basta, porque es inmóvil y está suspendida en el tiempo.

No hablaríamos en términos tan despectivos si por lo menos Bethesda y MachineGames hubieran llevado su apuesta hasta el final. Esto es, que tras emular la secuencia de apertura de En busca del arca perdida con un ritmo necesariamente más lento y torpe —por ser el jugador quien ahora protagoniza la escena—, Indiana Jones y el gran círculo quisiera darle una pátina de realismo a las aventuras peliculeras de Nathan Drake y Lara Croft. Hablaríamos, entonces, de un juego no necesariamente satisfactorio pero sí valiente, que quisiera replantear los términos de la conexión cine-videojuegos en un momento muy delicado para la misma. No obstante, El gran círculo sigue empeñado en ser “cine” y los mismos términos de la propuesta establecen que esta rigidez de la que hablamos es puramente accidental. Un error de cálculo subsanado como ya se había empezado a subsanar cuando dentro del videojuego Indy solo era capaz de protagonizar aventuras gráficas. Esto es, con cinemáticas. Menuda sorpresa.

Hay donde elegir, pero una cinemática especialmente extensa de Indiana Jones y el gran círculo muestra que solo ha habido pensamiento cinematográfico en los momentos donde el medio ya nos ha acostumbrado históricamente a percibirlo, que es cuando podemos apartar las manos del mando. El primer encuentro oficial de Indiana Jones en Giza con el villano, Emmerich Voss, explota con un largo intercambio de cómicos golpes accidentales, claramente deudor del slapstick con el que Spielberg trabajaba la violencia en sus películas. Es una cinemática sumamente elaborada, que aun careciendo de la pericia del cineasta ejemplifica que se ha examinado con cuidado su estilo. Una operación similar a cuando se clonaba el prólogo de En busca del arca perdida, tratando de demostrar que se ha aprendido algo y que El gran círculo puede ser considerado cine. Si al menos el jugador tuviera algo que ver con estos pasajes.

Cuando manejamos a Indiana Jones todo es mucho más ortopédico. Esta ingrata sensación puede despejarse si toca resolver un puzzle o simplemente explorar una localización muy bien diseñada —por eso la fase del Vaticano ha recibido tantos elogios—; fuera de dichos pasajes, cuando Indy corre e improvisa, las cosas no fluyen como debieran. El movimiento se coarta, el reconocimiento que tanto preocupa a los desarrolladores se ve obstaculizado por un diseño encorsetado y finalmente incapaz de extraer ese espectáculo que deberíamos dar por supuesto. No es que sea necesario erigir Uncharted 2 como la cima del videojuego cinematográfico —a la larga, de tan “dirigidas” como están sus set pieces, estas tendrían más que ver con David Cage culminando la misma tradición de aventura gráfica de Indy que con algo así como el arrebato espontáneo de cine—, pero al menos Naughty Dog sí se preocupaba de hacernos partícipes del espectáculo, en pos de desactivar el inmovilismo finisecular de la cinemática. El gran círculo, sin embargo, vuelve a él. Son muy contadas las ocasiones en las que puede apartarse de ahí.

La relación de Indiana Jones y el gran círculo con el movimiento —oséase, con el cine— es más profunda/esquizofrénica de lo que parece. Las reliquias que Indy busca por el mundo conceden algo semejante al poder del teletransporte, que cercano el tercer acto del juego sorprende al protagonista y su compañera Gina haciéndoles aparecer de pronto en Shanghai. Lo cual tiene su gracia por tender otro puente inesperado con la filmografía de Spielberg —esta Shanghai está siendo presa de los bombardeos japoneses, al igual que en El imperio del sol (1987)—, toda vez que depara unos minutos muy estimulantes. El juego, por fin, es frenético. Hay que moverse a toda velocidad en un entorno cambiante y peligroso, sometido a la urgencia de las bombas explotando. Hay que escapar de ahí, hay que arrancar como podamos esa avioneta. Todo trasluce movimiento, ritmo espídico, y es el jugador quien se mueve con él. Spielberg era capaz de conjurar un dinamismo así durante cualquier secuencia al azar de sus películas —hemos propuesto la despedida de Indy y Marcus como ejemplo paradigmático, solo por proponer uno—, y, si bien El gran círculo ha carecido hasta ahora de pasajes así, hay que agradecerlo igual.

¿Nos toparemos en lo sucesivo con algo similar? Apenas. El teletransporte casi no vuelve a hacer acto de presencia. En su lugar nos desplazaremos a otro semi-mundo abierto —el tercero, tras el Vaticano y una Giza que sobre todo ha servido para remitir al ecuador de En busca del arca perdida—, y finalmente a un clímax de infiltración y golpes del que es difícil recordar una sola imagen. Indiana Jones y el gran círculo carece de set pieces, solo está puntuado por los propios encontronazos del jugador. Es una decisión, lo aceptamos, valiente y encomiable; quiere plantar distancia con Tomb Raider y Uncharted, quiere fraguar una entidad propia entre marabuntas de pelijuegos y simulacros de quick time events. La ejecución de esta decisión, sin embargo, deja mucho que desear, pues descuida la importancia de la sensación de movimiento continuo que, a la larga —y dejando de lado los Funko Pop—, ha sido troncal en la celebración cultural de Indiana Jones. Frente a su puesta en escena enloquecida, su borrachera de imágenes, El gran círculo lo apuesta todo a que la sombra reflejada sea la recompensa fundamental del jugador. La única forma realmente operativa de distinguirse de Lara Croft y Nathan Drake —aparte de con un juego lentísimo— pasa por insistir muy fuerte en que eh, este Indiana Jones. El original.

Una consecuencia inevitable de priorizar la iconicidad sobre el cine, y una consecuencia en definitiva a la que el propio arqueólogo nunca ha llegado a ser ajeno. Los museos están llenos de iconos.

Colaborador

Periodista especializado en cine y cultura pop. Autor de ‘La otra Disney’. Ha ejercido de crítico cinematográfico en medios como SensaCine, Canino Magazine o Espinof, y actualmente es redactor de Actualidad en Cinemanía y copiloto del podcast Choquejuergas.