Una posible lectura de Elden Ring: Nightreign podría ser la siguiente: después de haber jugado varias veces al Elden Ring original, seguramente la gran obra maestra de From Software, Nightreign entra en escena como una suerte de endgame en el que el juego se aleatoriza y se convierte en un multijugador cooperativo para tres jugadores. En Nightreign, tres personas se embarcan en expediciones divididas en tres «días»; a medida que avanza el día, la noche se va cerrando, reduciendo el terreno disponible hasta que la partida se mueve a un punto concreto del mapa en el que hay un combate contra un midboss. El tercer día se abre el acceso a uno de los Señores de la Noche, el objetivo principal de la expedición; la partida, así, consiste en ganar niveles, equipo y mejoras tan rápido como te sea posible para llegar a ese último combate en las mejores condiciones posibles. Si derrotas al jefe, bien; si no, también. En cualquiera de los dos casos, al volver a la Mesa Redonda pierdes todo —niveles, equipo, mejoras— y toca volver a empezar: nueva expedición, día uno, etc.
Con Elden Ring, sucede que intentar colocarle un género y describirlo por cómo se juega no le hace justicia; con Nightreign, al contrario, las descripciones casi parecen inculpatorias, excusatio non petita, accusatio manifesta, vueltas innecesarias para intentar dar sentido o razón de ser a un juego que no tiene, en el fondo, ni lo uno ni lo otro. Confieso que di un respingo la primera vez que vi loot de colorines dropear de un cofre (Nightreign necesita esta terminología; en Elden Ring, el cansancio a veces te hace jugar peor de lo que podrías, sobre todo después de una de esas sesiones largas que tan bien le sientan; en Nightreign tilteas, y ya); confieso también que, en última instancia y aunque no entrase en mis planes, me ha gustado Elden Ring: Nightreign. Es el tipo de juego en el que no está de más aclarar esto antes de entrar en harina. Este puede ser un buen checkpoint para dejar de leer. Me ha gustado. Me gusta. No quería, pero me gusta.
Me ha gustado pero me resulta imposible hablar sobre Nightreign sin hacer un énfasis quizá incómodo en sus contradicciones, en lo que chirría, en las fricciones; a veces consigo mismo, y muchas otras, la mayoría, con el material que lo precede. Como spin-off, el juego convierte Elden Ring en una especie de roguelike cooperativo que, a pesar de los pesares, recuerda más a Enter the Gungeon, por poner un ejemplo, que a ese Fortnite al que se te va la cabeza cuando piensas en círculos que se cierran y en loot raro, épico y legendario. Cada run (partidas breves, hiperestructuradas, casi violentamente rápidas) propone un desafío ambientado en el mapa de Elden Ring pero reconfigurado para ser un poquito diferente cada vez; mientras corres a toda velocidad de un lado a otro, siguiendo los puntos de interés que, en forma de iconos, se te presentan en el minimapa, a veces reconoces lugares memorables del original, puntos concretos que en Elden Ring servían como hitos en un camino de proporciones épicas y que aquí son hot spots por los que a menudo pasas sin pararte siquiera a matar a los masillas que pululan por sus caminos: sin dignidad ni peso propios, como puros contenedores de exp, en un segundo determinas sin ni siquiera frenar un poco si el tiempo que vas a perder matándolos te merece la pena, teniendo en consideración cuántas runas te faltan para subir un nivel. ¿Te renta más buscar un minijefe que te dé más recompensas? ¿Está ya cerrándose el círculo? ¿Te dará tiempo a llegar a una hoguera si te paras ahora?
Estas consideraciones puramente prácticas, y otras que Nightreign te obliga a hacer en todo momento, en todas las partidas (que son de una intensidad increíble, mucho mayor que la del juego original, que tampoco tiene fama de poco intenso), son lo que acaban empujando la partida en la dirección que el equipo busca. Es una dirección más estricta y rígida, más específica y definida que la de Elden Ring, aunque compartan ingredientes; la exploración abierta y mutante a través de la cual conocimos las Tierras Intermedias, llena de hallazgos inesperados y desvíos para explorar cuevas o minas, se convierte aquí en una carrera contrarreloj en la que tienes que embutir, de la manera más eficiente posible, tanto Elden Ring como puedas. Si puedes matar a tres jefes antes de que acabe el día, mejor que a dos; si encuentras dos iglesias, mejor que una; si subes siete niveles, mejor que seis. Hay ciertos márgenes, por supuesto, y en parte la gracia del juego está en que no puedes hacerlo todo: incluso cuando hay mucha planificación, y buena, los imprevistos a menudo te obligan a improvisar y adaptarte a lo que te viene. Esta idea de improvisación es fundamental en Nightreign: los drops son azarosos y llegado el momento te conviene poder usar con relativa solvencia casi cualquier cosa, incluso aquellas armas que en un Elden Ring «normal» son casi alfalfa, atrezo imprescindible para darle al juego la densidad que necesita pero a la hora de la verdad no tan viables como te gustaría. «Tengo que hacer una run a látigo», piensas en algún momento del NG+, y luego nunca la haces. En Nightreign, esa fantaseada run a látigo puede asaltarte en cualquier momento, si el látigo que cae en tus manos es suficientemente mejor que lo que llevas encima como para marcar la diferencia entre ganar y perder.
En Elden Ring no se gana ni se pierde; en Nightreign sí.
La elevadísima dificultad de Nightreign hace que sus partidas sean, como decía, especialmente intensas, pastosas, densas y pesadas de una manera que pide soltar el mando y descansar un poco después de un par de runs. Habrá quien diga que los Souls no son difíciles, que solo hay que prestar atención, que si git gud, que si no sé qué; todo eso no vale en Nightreign, donde las partidas son efímeras y todo lo que puedes conservar de una run a otra no potencia tus habilidades o te da ventajas evidentes, sino que por lo general solo matiza la dirección inicial en la que va a ir la partida. No vale o vale más que nunca; no sé qué pensar. Todo lo que en Elden Ring, o en cualquier Souls, para el caso, se arregla repitiendo, farmeando, ganando poder o explorando por otros sitios antes de volver al punto que se te resiste, aquí exige precisión, técnica y, esto es clave, trabajo en equipo. La diferencia entre jugar en solitario, que es una posibilidad, y en equipo es abismal. Muchos de los grandes enemigos de Nightreign (los que ya conocemos de Elden Ring, los reciclados) te colocan en la incómoda posición de estar a dos golpes mal recibidos de que la partida termine sin que tú tengas nada que decir al respecto. Con gente es otro rollo: por la manera en que están colocados en los distintos «puntos clave» del mapa, estos enemigos a menudo favorecen varios tipos de juego en equipo distintos, y es realmente agradable fulminar a un enemigo que de otro modo te habría hecho sudar la gota gorda sin que tenga apenas tiempo de lanzar un mísero ataque. Puedes castigar al enemigo hasta romperle la guardia; podéis repartiros para mantener bajo control a los masillas y despejar un poco la arena; podéis combinar juego a distancia con cuerpo a cuerpo para distraer y confundir, quizá una de las estrategias más placenteras y eficaces que hay en el juego. El descaro y la frescura con la que Nightreign abraza e integra tácticas que a veces parecen cheeseo, o que como mínimo huelen un poco a queso, es arrolladora. Esto no es Elden Ring: esto es Nightreign. ¿Ves? Un hombre lobo gigante está dándole una paliza al Dragón boquiabierto de Dark Souls mientras Lady María le mete pinchazos y un caballero con katana hace parries. Se entiende, ¿no?

Es tan decididamente otro tipo de juego que implica necesariamente otra forma de jugar. La manera en que te relacionas con los objetos cambia, por ejemplo; lejos de la acumulación y el desuso de muchas partidas de Elden Ring (no todas; sí la mía, quiero decir), aquí las runs efímeras favorecen usar, y si se da la circunstancia usar mal, todo lo que vayas encontrando. El espacio en el inventario es muy limitado, así que las armas arrojadizas, los tarros y los consumibles se convierten en una herramienta más con la que hacer frente a los desafíos del juego. ¿Qué más da «gastar» más o menos, si cuando vuelvas a la base vas a perderlo todo igualmente? El propio juego te anima a repensar el arsenal que quizá das por supuesto colocándote en el inventario, perk mediante, objetos o habilidades que por defecto no llevas encima. Cada personaje aquí es un mundo, también; además de sus stats predefinidas, cada uno tiene sus habilidades pasivas, activas y sus ultis, y están diseñados para tener un papel específico en el grupo. Sylvestre, el «personaje normal», puede sobrevivir a un golpe mortal y tiene ese vistoso gancho con el que acercar o acercarse a los enemigos, o alejarse del peligro si la situación lo exige; la Reclusa se especializa en magia, y tiene una mecánica de generación y acumulación de residuos mágicos para lanzar poderosos cócteles elementales; el Ejecutor puede ponerse en posición de parry y desviar ataques con una agilidad que recuerda, cómo no, a Sekiro, además de convertirse en una bestia gigante, perfecta para castigar a jefes pero también para revivir en masa a aliados caídos: sí, aquí para devolver a la partida a la gente tienes que darles golpes, quizá la Gran Idea de diseño de Nightreign. Estas habilidades y particularidades funcionan mejor cuando las vas aprendiendo a usar mejor, y cuando el grupo se coordina para usarlas: Ojos de Acero, el arquero, puede marcar a los enemigos para multiplicar el daño que reciben, lo que unido a los ataques a distancia (ideales para distraer la atención y abrir oportunidades al resto de jugadores) lo convierte en un personaje extremadamente útil si se combina bien con la potencia bruta pero poco fina del Saqueador, por ejemplo.
Estas sinergias son uno de los motivos por los que jugar en equipo es más satisfactorio, no solo porque sea más llevadero sino porque también se forman dinámicas más interesantes a la hora de enfrentarse a los enemigos más importantes, que en muchos casos incluso vienen en tríos, para que cada personaje se centre en uno de ellos. Sigue siendo un juego muy distinto, por supuesto, pero son dinámicas multijugador que en realidad no son tan ajenas a la fórmula Souls; son juegos en los que la figura del sherpa, de la persona que sabe bien lo que hace y guía a los demás para ayudarles en su partida, ha sido siempre clave, ya sea en foros, redes sociales o YouTube (explicando truquitos para cheesear jefes, dando consejos a quienes entran en la serie o incluso profundizando en las partes del lore que pueden escapársele a uno en su partida, cuando la urgencia de sobrevivir es más poderosa que lo que te puede estar contando tal escenario u objeto), y que en Nightreign se transforma en otra versión de esta experiencia más o menos familiar. Cuando el matchmaking te empareja con tu Let Me Solo Her particular, el juego cambia: como suele pasar en estos juegos, las intrahistorias que se forman en cada partida tienen una importancia difícil de medir o cuantificar.
Me cuesta en general medir o cuantificar mi propia experiencia con Nightreign, en parte por las razonables limitaciones del periodo de review, con los servidores menos poblados de lo que estarán cuando el juego se ponga a la venta; pero también por mi propia relación con los Souls y con Elden Ring, que es una relación íntima, con unos tiempos y unas intensidades personales e intransferibles, como seguramente sea el caso de mucha gente. Cuando terminé Elden Ring, después de ciento y pico horas, guardé mi partida en un archivo que todavía conservo (aunque no me sirva ya para absolutamente nada) en una carpeta de mi ordenador. Las decenas de runs que he hecho en Nightreign son efímeras, irregulares, caóticas, impredecibles; el juego las recuerda en un registro de partidas donde se puede ver un resumen de lo que hicimos, cómo fue la cosa, qué equipo llevábamos, qué recompensas ganamos al final. Hay algo en esta manera desvergonzada de convertir Elden Ring en otra cosa que me ha acabado ganando; al mismo tiempo, me cuesta no ver en Nightreign una forma de violentar el juego que más me ha impactado en los últimos años, de convertirlo en una parodia de sí mismo. Pero, ¿es realmente una parodia? Hay reciclaje, y mucho, en Nightreign (se me ponen los pelos de punta cuando pienso en la primera vez que apareció el Dragón boquiabierto en una run), pero hay también buenas ideas, más de las que esperaba ver en lo que sin duda es un experimento más o menos barato para animarnos a volver a un universo del que algunos no nos hemos terminado de ir nunca, o para verlo desde otra perspectiva, a través de un caleidoscopio perverso que lo transforma en algo distinto cada vez que lo miramos. Es un juego en el que se ven las mejores virtudes de un diseño que se va abriendo a medida que lo exploras a fondo, que tiene una profundidad inesperada y que se desvela con elegancia monsterhunteresca cuando vas aprendiendo a usar las cuatro cositas que tiene cada clase; es también un juego consciente de que no tiene tiempo para buscar maneras más interesantes de explicarse, y que por ello recurre a lugares comunes (el círculo que se cierra, el loot de colorines, la estructura de roguelike) para encontrarse a medio camino con quien pueda querer jugarlo.
Es un juego difícil de entender quizá porque no hay que entender mucho; con la mística de Elden Ring fuera de la ecuación, lo que queda en Nightreign es un cooperativo casi incómodamente agradecido con más balas en la recámara de las que personalmente supe anticipar, que no apunta especialmente alto y que falla más de un disparo, pero siempre manteniendo una pose arrebatadoramente estrafalaria, extrañamente consciente de que lo que está haciendo es raro. Es el «juego normal» más raro del mundo. No es mi manera favorita de moverme por las Tierras Intermedias, pero confieso que no esperaba que en el cóctel de emociones que me ha acabado despertando Elden Ring: Nightreign hubiera tantas positivas; en algún momento habrá que hacerse el NG+4 de Elden Ring para recordar que no todo en esta vida es loot morado y amarillo, pero de momento creo que me apetece pasar un tiempo más en este Mundo Bizarro lleno de carreras a toda prisa, saltos imposibles y pastiches inexplicables.
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