2012: Año de la polémica

Hay un tópico en el periodismo deportivo que no por sobreutilizado deja de ser cierto: hay un entrenador dentro de cada aficionado. Esto, aunque retorcidas interpretaciones hagan que se os escape una sonrisilla gamberra, es una verdad social irrefutable y un clásico de la idiosincrasia española: creerse que uno sabe de todo. A escala planetaria, no obstante, tenemos otro habitante más dentro de la carcasa efímera que es nuestro ser: en el alma de cada hombre y mujer de este mundo hay una portera. Esa portera se llama Toñi, friega el rellano obsesivamente con amoníaco (un olor que la acompaña siempre) y disfruta más de los chismorreos y la chafardería que de los dos orgasmos clitorianos que su barrigudo marido taxista le brinda semestralmente. Da igual que lo neguéis, es algo atávico, de una inherencia casi fisiológica; es como tener pulmones: nos molan los chismes, los conflictos y de vez en cuando hasta nos gusta participar en la pelea con algún escobazo. La prueba está aquí mismo, en un 2012 tan rebosante de controversia, tan lleno de cotilleos y de riadas de mierda líquida y burbujeante que no me he podido contener. Aquí van algunos. Take snacking to a higher level

Dejadme que empiece por el plato más sabroso, ese que en realidad es un aperitivo de bolsa, crujiente y triangular, que se puede combinar con refrescos de dudosa composición para poner más a prueba nuestro sistema arterial. En efecto, el Doritosgate nos dejó tan aturdidos en su día, tan ansiosos por leer más y más detalles sonrojantes de la trama, que ni fuimos capaces de plasmarlo en letricas, aunque en Reload sí se hablara de ello. Resumiendo muy resumidamente: Geoff Kighley protagoniza una instantánea que ilustra el paradigma más oscuro y deprimente de la prensa profesional del videojuego, compartiendo plano con una bolsa de Doritos y unas botellas de Mountain Dew. La mirada inerte, cadavérica, como un zombi moral que ha vendido su reputación sobresaliente y su estatus de cabeza visible en el sector por un plato de lentejas. Casi parece sacado de un daguerrotipo con esos padres de familia decimonónicos posando junto a sus seis hijos, en semiperfil, con gesto tenso y ojos cansados, como preguntándose en qué coño se equivocó. La alienación sentada en un taburete. Y es que hasta los estómagos agradecidos tienen acidez de vez en cuando.

Alrededor de esta gris estampa, Rab Florence escribía un excelso artículo desde la honesta perspectiva del que escribe sobre videojuegos sin vivir exclusivamente de ello. En su texto venía a retratar el reprobable trenecito del amor que tienen montado algunos medios de la prensa especializada y las grandes distribuidoras de videojuegos. Un frotado de espaldas recíproco y permanente, un sesenta y nueve mediático a gran escala y un despliegue de complicidad a espaldas del lector que le remueve a uno las entrañas. Florence no se mordía la lengua: aflojaba nombres como quien pesca truchas en río revuelto, señalando a presuntos culpables y personalizando un problema estructural y cultural con ejemplos que, sí, reforzaban sus argumentos pero también terminaron por eclipsar la propuesta de cambio que hacía el autor. Amenazas de pleitos, evidencias de corrupción periodística, patinazos de profesión, ediciones indiscretas, rectificaciones a regañadientes y finalmente una dimisión fulminante por parte de Rab Florence, que desde luego tenía derecho a sentirse traicionado. La parte buena: algunos de estos medios decidieron hacer algo por el cambio, publicaron sendos manifiestos y alteraron su política de colaboraciones con la distribuidoras en busca de una relación más neutra, más profesional y, sobre todo, más honesta. Porque en una prensa sana, ser crítico no debería estar en el extremo opuesto a lo mainstream, sino todo lo contrario. The created will always rebel against their creators

Nuestro ilustre colaborador Liberance hacía una reflexión sobre dos de los momentos más convulsos del año en la industria: el vendaval de críticas huracanadas contra el final de Mass Effect 3 y la posterior solución que propuso BioWare. Para quienes no somos afines a la saga se nos hace complicado entender una reacción tan visceral de los fans contra una saga que hasta ahora no había hecho más que darles alegría, pero al parecer ahí está precisamente el problema del final original. BioWare optó por lanzar un mensaje duro, implacable como una bofetada paternal de esas que te quitan la tontería de golpe una vez se ha calmado tu rabia. Pero la masa videojuerguista es iracunda por puro placer y fue tan incapaz de pararse a reflexionar sobre lo que acababa de suceder ante sus narices que todo explotó por los aires. El hecho de que todo lo conseguido bajo la piel de Shepard se esfumara en una explosión galáctica abordaba la idea filosófica de la inevitabilidad, de que la justicia y las leyes de la compensación son una invención del hombre y que desde luego no somos el centro del universo. Asumir que todo lo vivido y todo lo logrado no tiene por qué servir para nada, que el fin es el fin para todos y que cuando las luces se apagan da igual quiénes se han portado bien y quienes se han portado mal, era una idea demasiado nihilista para el gran público y, más importante, era deliberadamente insatisfactoria.

Habría sido bonito ver como la fe, el principio esencial de la génesis religiosa, se materializaba en cien mil foros a la vez para defenderse como gato panza arriba de ese impacto existencialista tan frío como brutal. Gente que se negaba a aceptar que la película tiene derecho a terminar de forma abrupta, sin desenlace, sin créditos y sin música, y que no entendían que ese tipo de final era en sí mismo un mensaje que rompía con toda una saga propulsada por la épica y el convencionalismo narrativo. Que tras una larga marcha por el prado, el pastor (Shepard) puede haberse equivocado o que, aunque hiciese lo correcto, hay cosas que están incluso por encima de él. Que a veces, aunque tenga elección, esa elección no importa. La sociedad de la recompensa por el esfuerzo, la del tanto tienes tanto vales, acabó defenestrando aquel final y en BioWare sintieron la necesidad de bajarse los pantalones y promulgar su rectificación descargable unas semanas después. Cohaagen también reflexionaba sobre el tema. Aquella concesión era el epítome de un error que nos puede costar caro a nivel creativo si el precedente se asienta definitivamente en la industria: ese que pone las peticiones del jugador por encima de las propuestas del autor. Porque coartando la libertad creativa o coaccionando al creador empezamos a no ser tan distintos del clásico productor ejecutivo gordo y con un puro que te exige, agitando en el aire un estudio de mercado, que metas un romance en la película. And I am a woman Despedíamos 2011 publicando uno de esos vídeos difíciles de olvidar. El listón de la vergüenza ajena alcanzaba cotas históricas con aquel manifiesto de las chicas gamer tratando de desviar la atención del simple hecho de ser mujeres al mismo tiempo que enarbolaban la bandera del feminismo. Era un sinsentido, una contradicción y un dislate sonrojante que venía a denunciar el acoso online de algunos jugadores en cuanto se enteraban de que estaban compartiendo partida con una señora o señorita. Se olvidaban de que aquí el problema no es endémico del medio sino de la cabeza llena de mierda que tienen algunos chavales inmaduros, y que los videojuegos eran simplemente otra forma más de dejarse en evidencia y de decir estupideces. Pero la cosa no iba a quedarse ahí, ni mucho menos. La otra gran polémica venía de lo mostrado sobre el nuevo Tomb Raider que Crystal Dynamics debe de tener ya en su último tramo de desarrollo. Por fin se dejaba atrás aquella muñeca hinchable noventera con tetas como pirámides y se avanzaba hacia una dimensión más humana, frágil y vulnerable de la heroína (otra vez la influencia de El caballero oscuro) en lo que se supone que será su transición, su tour de force para mutar en la confiada, ágil e invencible Lara Croft de anteriores ediciones. Y esto, como cualquier proceso de curtimiento, requiere golpes y agresiones y momentos de flaqueza. Cuando Square Enix mostró a Lara llena de magulladuras, ensangrentada, dolorida y a punto de ser violada por un bruto, saltaron todas las alarmas. Que cómo se podía frivolizar, que a estos tíos se les había ido la mano, que había líneas que no podían cruzarse. Algunas mujeres se quejaban de que sugerir una agresión sexual era ofensivo, que no valía la justificación del realismo o la empatía, que esto nunca se hacía cuando el protagonista era un hombre (quizá porque la violación es una amenaza tradicionalmente más habitual para la población femenina salvo en entornos de reclusión, ¿no?) y que si esto era de verdad necesario. Por supuesto que no lo era. El juego no es necesario, de hecho. Ni siquiera los videojuegos son necesarios, si nos ponemos así. Por eso se llama entretenimiento. Pero el asunto más grave era esa paradoja: tratar de humanizar, respetar y convertir en alguien real a Lara para borrar sus estigmas de sex symbol nerd y fantasía pajera había dado como resultado todo lo contrario a lo que se buscaba: un rechazo aún más furioso entre el sector femenino, que demostraba de nuevo su escasa perspectiva. Aquí ya solo faltaba rizar el rizo del machismo y soltar aquello de «es que no hay quien las entienda». Menciones de deshonor No están todos lo que son, desde luego, ni era esa la intención, pero conviene recordar otros casos de controversia como el de la sagaz Anita Sarkeesian, de Feminist Frequency, quien aprovechaba la tesitura para meter cucharón en el caldo de cultivo feminista. Bajo el pretexto de una presunta «investigación sobre los estereotipos de la mujer en los videojuegos», —un tema rancio, tópico y estéril como pocos— la tipa lanzaba un Kickstarter y se llenaba los bolsillos para comprar el «material de estudio», centenares de juegos de varias plataformas que luego lucía orgullosa en sus fotos. Casi 160.000 dólares del ala le cayeron a la muy pájara. Pero mucho peor fue la respuesta de sus detractores, montando campañas inverosímiles con el único objetivo de odiar en grupo y muy, muy fuerte a Anita. Una tonelada métrica de improperios, invectivas y escarnio vergonzosamente culminados con un juego en Flash sobre golpearle la cara a la chica terminaba dándole la razón y demostrando que, tal como apuntaban algunos indicios, el mundo está tan plagado de gilipollas que asusta. No nos olvidemos tampoco del pifostio con The War Z en Steam, que terminó con Valve sacando el juego de su catálogo con ponderada elegancia pero no sin cierta firmeza hablando de «error de juicio». O del estruendoso exabrupto de Phil Fish diciéndole a un fan japonés que sus juegos son pura mierda, algo que justa o injustamente le granjeó la antipatía súbita de muchos jugadores que hasta entonces le veían con buenos ojos y a buen seguro le hizo perder alguna venta de Fez. O los etarras de Counter-Strike: Global Offensive. Y cómo olvidar la siempre obligada mención de los videojuegos tras un crimen o una matanza sin aparente móvil, ese señalar al culpable de la violencia sin motivo (Adam Lanza y las secuelas en Newtown, o aquel incendio antisemita), esas noticias que en el argot periodístico neozelandés llaman WOWSERs: We Only Want Social Evils Remedied. Tócate los huevos, amigo: y quién no.